Dom 06.04.2003
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CINE

Una familia muy normal

Cine Después de Velvet Goldmine, un retrato del glam rock que lo consagró como cineasta de culto, Todd Haynes vuelve a la carga con Lejos del paraíso, un melodrama a la Douglas Sirk, eufórico de estilo y de color, donde las pulsiones sexuales dinamitan la felicidad de una familia americana.

› Por Horacio Bernades

 

Sonará raro: una película que transcurre en los años cincuenta, filmada a la manera de los años cincuenta, es la película más contemporánea que haya dado el cine norteamericano en años. Es lo que ocurre con Lejos del paraíso, cuarto largometraje de Todd Haynes luego de los films de culto Poison, Safe y Velvet Goldmine, hitos del más raro y estilizado cine estadounidense de los años noventa. Presentada en casi todos los festivales internacionales, nominada a cuatro Oscar (que no ganó, por supuesto), Lejos del paraíso fue votada por los críticos de su país como la mejor película del 2002 y se estrena en Buenos Aires el jueves que viene. ¿Qué puede tener de contemporáneo una película que parece copiar maniáticamente, hasta el más mínimo detalle, las epopeyas sentimentales que Douglas Sirk filmaba para la Universal en la década del cincuenta? Tal vez precisamente eso: el melodrama. Y también las sorprendentes afinidades que hay entre este principio del tercer milenio y los fifties.
Pocas épocas más parecidas al macartismo –un producto tan años cincuenta como el rock’n’roll, los jukebox y los autos largos como barcos– que estos tiempos-Bush en que se censuran videos, se confeccionan listas negras, se declara enemigo de la patria a todo aquel que se oponga a la guerra y se impide el ingreso al país de ciudadanos extranjeros por el solo hecho de haber nacido en países árabes. Aunque Lejos del paraíso transcurra en 1957, tres años después de la destitución de Joseph McCarthy por parte de sus propios colegas del Senado, no por ello puede decirse que se vivieran tiempos de liberación en los Estados Unidos. Faltaba mucho todavía para las primeras luchas por los derechos civiles, la homosexualidad seguía siendo una palabra prohibida y las amas de casa eran el pilar de la familia americana... siempre y cuando se atuvieran a lo que la sociedad esperaba de ellas.
Si de algo habla Fuera del paraíso es justamente de eso: del modo en que una familia norteamericana modelo infringe esos tres tabúes. En apenas horas, Cathy Whitaker, la protagonista de la nueva película de Todd Haynes, no sufre una sino dos epifanías sucesivas: primero descubre a su marido dándose besitos en la oficina con un caballero; y al día siguiente comprende que el único ser humano capaz de consolarla es su jardinero negro. A partir de ese momento, los Whitaker, hasta entonces modelos para sus vecinos de Hartford (Connecticut), pasarán a convertirse en anatema. Más o menos lo mismo que le pasaría hoy a una familia norteamericana que tuviera amigos árabes. O que se manifestara en favor de la paz mundial. O que siguiera llamando french fries (y no freedom fries) a las papas fritas.

DOBLE JUEGO
Lo raro, lo más revulsivo de Lejos del paraíso, no es tanto lo que la película dice como el formato que Haynes eligió para decirlo. Tomar una familia tipo y empujarla a invertir las prescripciones del mandato social no es algo muy distinto de lo que John Waters o Almodóvar vienen haciendo desde hace ya más de veinte años. Pero mientras películas como Pink Flamingos se dirigen a un público cómplice, dispuesto a festejar todos y cada uno de los zafarranchos de la trama, y otras como ¿Qué he hecho yo para merecer esto? funcionan como un carnet de admisión para el espectador deseoso de ingresar al club de los modernos, Lejos del paraíso es una película para todo público, que adscribe de lleno a un género tan codificado y popular como el melodrama. De hecho, ésta es, lejos, la película más vista de su autor, que hasta ahora era un director apreciadísimo por críticos, público de festivales y tribus queer, pero poco conocido por las audiencias masivas.
“En el Festival de Venecia, Lejos del paraíso se mostró por la mañana, en una privada para la prensa, y fue recibida con la clase de risas con que los entendidos sintonizan ciertos códigos”, comentó Todd Haynes a larevista electrónica indiewire. “Pero a la noche fue la proyección oficial, y el público la siguió en absoluto silencio, hasta que al final rompió en un aplauso generalizado. Así que estoy empezando a pensar que algunos espectadores pueden ver la película sin ningún encuadre previo y, aun así, vincularse con su contenido inmediatamente. De hecho, mis clásicos favoritos de Hollywood son películas que adherían a códigos masivos: Hitchcock, Billy Wilder, Douglas Sirk. Pero ésta es la primera vez que yo mismo hago una película así.”
Si en algo reside el poder de identificación de Lejos del paraíso, es seguramente en el carácter universal de su temática (el conflicto entre lo público y lo privado, el deseo y el prejuicio, la persona y el personaje), así como en el hecho de que la película trabaja a partir de una dramaturgia precodificada. Pero también en el modo empático con que Haynes se acerca a sus personajes, que permite que el espectador se ponga en su pellejo. Hay en la película un doble juego permanente (idéntico al que Douglas Sirk ponía en práctica en los melodramas que sirvieron de modelo a Haynes) entre empatía y distancia, entre sinceridad e ironía, entre lo directo y lo crítico, que le da una complejidad cada vez más infrecuente en el cine contemporáneo.

EDUCANDO AL ESPECTADOR
El hecho de que Cathy Whitaker (Julianne Moore, ahora rubia y siempre muy peinada) tenga los modales de una conductora de televisión e instruya a sus hijos con la paciencia laboriosa de una maestra jardinera, sin perder la compostura ni siquiera cuando por dentro se desmorona, podrá generar en el espectador un efecto de distanciamiento. Pero cuando irrumpen las lágrimas, las máscaras se derriten, y eso es lo que ocurre con Cathy una vez que sufre las dos revelaciones críticas. Caída la máscara, todo es pura sinceridad, y no hay quien pueda mantener la distancia.
Del mismo modo, el espectador contemporáneo podrá reírse a carcajadas cuando Frank Whitaker (un notable y muy grave Dennis Quaid) va a consultar a un psiquiatra en busca de “una cura” para ese mal llamado homosexualidad. El médico le promete que con un par de sesiones semanales, al cabo de un tiempo, podrá comportarse como una persona “normal”, y remata el veredicto con una referencia casi cómica a métodos algo más expeditivos como el electroshock y los tratamientos hormonales. Sin embargo, el hecho de que Frank asuma su homosexualidad como una enfermedad no hace más que llevar al límite su conflicto, y en ese punto no habrá espectador que no se sienta identificado con él: no es necesario compartir las ideas de un personaje para compartir sus sentimientos.
En este sentido, Lejos del paraíso es –como lo eran sus modelos cinematográficos– una verdadera escuela del espectador, en tanto lo fuerza a ir más allá de las ideas adquiridas, a salirse por una vez de sí y a vincularse con el prójimo a partir de la verdad de su propia condición. De lo contrario, estará incurriendo en la misma clase de discriminaciones, descalificaciones y condenas en que incurren los vecinos de los Whitaker. Este modo de relacionarse con su material convierte a Todd Haynes en un verdadero excéntrico respecto de la mayoría de sus colegas contemporáneos, que tienden a vincularse con sus personajes desde una posición de superioridad, burla y desprecio, llamando al espectador a arrellanarse en la cómoda poltrona de una ironía sin matices.

LA ULTIMA ESPERANZA NEGRA
El realizador de Lejos del paraíso desdeña la blandura y aun la indulgencia que le reclaman las maneras de la corrección política. Véase, por ejemplo, el modo en que encara al personaje de Frank. Apenas el hombre, destruido por dentro, sale del consultorio del psiquiatra, lo primero que hace no es buscar la compasión de su esposa (y por lo tanto del espectador) sino maltratarla a los gritos. Como si ella,que lo ha descubierto, fuera la responsable de su condición. Más tarde, como un traidor, se pondrá en lugar de los vecinos, que no dejan de chismosear sobre la simpatía que la mujer evidencia por su jardinero. Y finalmente le pegará.
Está claro que –aun cuando ambos compartan el estatuto de víctimas sociales y reclamen, por lo tanto, la empatía del espectador– el personaje de Frank (que sufre más que nada por el peligro que corren su prestigio y su empleo) no tiene para Haynes la misma calidad humana que el de Cathy. Y así debe ser en un melodrama, género femenino por excelencia. Por fin, el hombre resolverá su situación escondiendo sus deseos en el placard, mientras la esposa –único modo de cumplir con el rol social asignado– renuncia del todo a ellos.
Como Sirk, Haynes jamás pierde de vista el hecho de que sus protagonistas son seres sociales, condicionados por los valores del medio en el que se mueven. Y aquí el melodrama –género clásicamente vituperado por su presunta tendencia a la mistificación y el solipsismo– revela su profunda potencia crítica. Toda la mentalidad de su época –el zeitgeist de los tiempos de Eisenhower– termina cobrándose como víctima a la protagonista, que se pierde en la distancia, a bordo del más solitario de los automóviles, tras despedirse para siempre de su última esperanza negra.

DIPTICO DOMÉSTICO
“La cultura doméstica de los años cincuenta pesaba con todo su poder represivo sobre las mujeres”, declaró Haynes al diario Libération. “En la América de posguerra eran las mujeres, y no los hombres, las que debían encarnar la imagen más perfecta del sistema de valores. Una mujer, un negro, un homosexual no eran tratados del mismo modo por la sociedad, dependiendo en cada caso de su grado de visibilidad. La homosexualidad era invisible en esa época, lo cual no impedía que siguiera funcionando a condición de mantenerse oculta. Pero una relación interracial entre una mujer blanca y un hombre negro se hacía de inmediato hipervisible. Lo que me propuse fue amplificar esta tensión en el contexto de una película eminentemente visual.”
No es ninguna novedad que el melodrama es uno de los géneros más propicios para la estilización visual y el despliegue extensivo de todo el catálogo de la lengua cinematográfica. Al calcar puntillosamente las películas de Douglas Sirk (sobre todo Lo que el cielo nos da, de la que toma, trasmutándolos levemente, no sólo la línea argumental sino todo el tratamiento visual y musical), lo que hace Haynes con Lejos del paraíso es amplificar al extremo esa pulsión estilizadora inherente al género. Ya en el mismo comienzo, con esos capullos en flor que rápidamente dan paso a las hojas de otoño, el film de Haynes anticipa hasta qué punto todo estará jugado en términos visuales. Algo que no deberá extrañar viniendo de un cineasta que en Velvet Goldmine había hecho de los brillos, lentejuelas y máscaras del glam rock una pura materia cinematográfica.
Más que Velvet Goldmine, sin embargo, es Safe (1995) la película de Haynes con la que Lejos del paraíso mantiene un diálogo más estrecho. Allí, el hastío terminal de un ama de casa de Los Angeles (otra vez Julianne Moore) se manifestaba mediante una sintomatología elusiva: una suerte de “alergia existencial”. Allí, convencido, como ninguno de sus colegas generacionales, de que en cine todo es cuestión de forma, Haynes expresaba la soledad, el encierro y la gelidez en los que se debatía la protagonista mediante una puesta en escena fría y distanciada, hecha de encuadres fijos e inmóviles de los que Moore parecía prisionera.

EL COLOR DEL PARAISO
Elegida como la mejor película norteamericana de los noventa en una encuesta realizada por el periódico Village Voice en el año 2000 entre cincuenta críticos estadounidenses, la estilización retraída deSafe da paso ahora al pantagruelismo estilístico de Lejos del paraíso. Pura exuberancia visual y musical, en la dionisíaca película de Haynes no hay color, sombra, encuadre o transición que no respondan a un apolíneo plan previo, una puesta en escena en la que nada es gratuito.
Para ello, Haynes puso la batuta en manos de Elmer Bernstein, octogenario compositor que debutó a comienzos de los cincuenta, firmando las bandas de sonido de El hombre del brazo de oro, Los diez mandamientos y Dios sabe cuánto amé, entre muchas otras. Bernstein se encerró a escuchar Lo que el cielo nos da y otras películas de Douglas Sirk, y el resultado de su internación fue un derroche de violines, timbales y platillos que crece en los tiempos fuertes y susurra en los débiles. A su vez, el fotógrafo Edward Lachman –cuya sofisticación fotográfica en Erin Brocovich lucía como caviar en una mesa regada con moscato– encuentra por fin la horma de su zapato y puebla el cuadro de colores otoñales: verdes, duraznos, magenta, azafrán. A diferencia de nueve de cada diez películas hollywoodenses contemporáneas, donde los floreos tonales son como el vacuo lujo del nuevo rico, la orgía de filtros de color de Lejos del paraíso tiene un sentido. En las primeras escenas, Cathy se presenta vestida de verde en medio del verde-castaño de su jardín, lo que permite percibir su perfecta integración con el medio ambiente antes de que se produzca el desfase. En ese momento, cuando sale a pasear con el jardinero Raymond, los vivos liláceos de su vestimenta desentonan con la sobriedad del ambiente. Cuando se reúne a tomar el té con sus amigas, todas visten en la misma gama rojiza, lo que expresa su carácter uniforme de “señoras bien”. Lo mucho que se juega Frank en su primera visita a un boliche gay se materializa en ese baño verdoso, como de pecera, que lo envuelve. Y cuando por primera vez reconoce su homosexualidad ante Cathy, Frank está tan envuelto en sombras que casi no se lo ve.
“Hay una extraña reserva en la película, una reserva emocional que tiene que ver con lo no dicho. Así, la música y el color, los decorados y la cámara expresan lo que los personajes no pueden expresar”, decía Haynes a Libération. “En las películas de Sirk, la paleta de color es extrema y muy compleja, con convivencia de tonos fríos y cálidos en un mismo plano, en función de expresar la complejidad emocional. En muchas películas de hoy día, el sentido de los colores está como atontado: un thriller será todo azul, una película de época color miel, y así sucesivamente. Pero las emociones nunca son monocromas sino multicolores. El estilo, en lugar de prevalecer sobre la emoción y disminuirla o destruirla, debe aumentarla.”
El paraíso estético: ésa es la patria de una película como Lejos del paraíso.

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