CINE
Cine Después de Velvet Goldmine, un retrato del glam rock que lo consagró como cineasta de culto, Todd Haynes vuelve a la carga con Lejos del paraíso, un melodrama a la Douglas Sirk, eufórico de estilo y de color, donde las pulsiones sexuales dinamitan la felicidad de una familia americana.
› Por Horacio Bernades
Sonará raro: una
película que transcurre en los años cincuenta, filmada a la manera
de los años cincuenta, es la película más contemporánea
que haya dado el cine norteamericano en años. Es lo que ocurre con Lejos
del paraíso, cuarto largometraje de Todd Haynes luego de los films de
culto Poison, Safe y Velvet Goldmine, hitos del más raro y estilizado
cine estadounidense de los años noventa. Presentada en casi todos los
festivales internacionales, nominada a cuatro Oscar (que no ganó, por
supuesto), Lejos del paraíso fue votada por los críticos de su
país como la mejor película del 2002 y se estrena en Buenos Aires
el jueves que viene. ¿Qué puede tener de contemporáneo
una película que parece copiar maniáticamente, hasta el más
mínimo detalle, las epopeyas sentimentales que Douglas Sirk filmaba para
la Universal en la década del cincuenta? Tal vez precisamente eso: el
melodrama. Y también las sorprendentes afinidades que hay entre este
principio del tercer milenio y los fifties.
Pocas épocas más parecidas al macartismo un producto tan
años cincuenta como el rocknroll, los jukebox y los autos
largos como barcos que estos tiempos-Bush en que se censuran videos, se
confeccionan listas negras, se declara enemigo de la patria a todo aquel que
se oponga a la guerra y se impide el ingreso al país de ciudadanos extranjeros
por el solo hecho de haber nacido en países árabes. Aunque Lejos
del paraíso transcurra en 1957, tres años después de la
destitución de Joseph McCarthy por parte de sus propios colegas del Senado,
no por ello puede decirse que se vivieran tiempos de liberación en los
Estados Unidos. Faltaba mucho todavía para las primeras luchas por los
derechos civiles, la homosexualidad seguía siendo una palabra prohibida
y las amas de casa eran el pilar de la familia americana... siempre y cuando
se atuvieran a lo que la sociedad esperaba de ellas.
Si de algo habla Fuera del paraíso es justamente de eso: del modo en
que una familia norteamericana modelo infringe esos tres tabúes. En apenas
horas, Cathy Whitaker, la protagonista de la nueva película de Todd Haynes,
no sufre una sino dos epifanías sucesivas: primero descubre a su marido
dándose besitos en la oficina con un caballero; y al día siguiente
comprende que el único ser humano capaz de consolarla es su jardinero
negro. A partir de ese momento, los Whitaker, hasta entonces modelos para sus
vecinos de Hartford (Connecticut), pasarán a convertirse en anatema.
Más o menos lo mismo que le pasaría hoy a una familia norteamericana
que tuviera amigos árabes. O que se manifestara en favor de la paz mundial.
O que siguiera llamando french fries (y no freedom fries) a las papas fritas.
DOBLE JUEGO
Lo raro, lo más revulsivo de Lejos del paraíso, no es tanto
lo que la película dice como el formato que Haynes eligió para
decirlo. Tomar una familia tipo y empujarla a invertir las prescripciones del
mandato social no es algo muy distinto de lo que John Waters o Almodóvar
vienen haciendo desde hace ya más de veinte años. Pero mientras
películas como Pink Flamingos se dirigen a un público cómplice,
dispuesto a festejar todos y cada uno de los zafarranchos de la trama, y otras
como ¿Qué he hecho yo para merecer esto? funcionan como un carnet
de admisión para el espectador deseoso de ingresar al club de los modernos,
Lejos del paraíso es una película para todo público, que
adscribe de lleno a un género tan codificado y popular como el melodrama.
De hecho, ésta es, lejos, la película más vista de su autor,
que hasta ahora era un director apreciadísimo por críticos, público
de festivales y tribus queer, pero poco conocido por las audiencias masivas.
En el Festival de Venecia, Lejos del paraíso se mostró por
la mañana, en una privada para la prensa, y fue recibida con la clase
de risas con que los entendidos sintonizan ciertos códigos, comentó
Todd Haynes a larevista electrónica indiewire. Pero a la noche
fue la proyección oficial, y el público la siguió en absoluto
silencio, hasta que al final rompió en un aplauso generalizado. Así
que estoy empezando a pensar que algunos espectadores pueden ver la película
sin ningún encuadre previo y, aun así, vincularse con su contenido
inmediatamente. De hecho, mis clásicos favoritos de Hollywood son películas
que adherían a códigos masivos: Hitchcock, Billy Wilder, Douglas
Sirk. Pero ésta es la primera vez que yo mismo hago una película
así.
Si en algo reside el poder de identificación de Lejos del paraíso,
es seguramente en el carácter universal de su temática (el conflicto
entre lo público y lo privado, el deseo y el prejuicio, la persona y
el personaje), así como en el hecho de que la película trabaja
a partir de una dramaturgia precodificada. Pero también en el modo empático
con que Haynes se acerca a sus personajes, que permite que el espectador se
ponga en su pellejo. Hay en la película un doble juego permanente (idéntico
al que Douglas Sirk ponía en práctica en los melodramas que sirvieron
de modelo a Haynes) entre empatía y distancia, entre sinceridad e ironía,
entre lo directo y lo crítico, que le da una complejidad cada vez más
infrecuente en el cine contemporáneo.
EDUCANDO AL ESPECTADOR
El hecho de que Cathy Whitaker (Julianne Moore, ahora rubia y siempre muy
peinada) tenga los modales de una conductora de televisión e instruya
a sus hijos con la paciencia laboriosa de una maestra jardinera, sin perder
la compostura ni siquiera cuando por dentro se desmorona, podrá generar
en el espectador un efecto de distanciamiento. Pero cuando irrumpen las lágrimas,
las máscaras se derriten, y eso es lo que ocurre con Cathy una vez que
sufre las dos revelaciones críticas. Caída la máscara,
todo es pura sinceridad, y no hay quien pueda mantener la distancia.
Del mismo modo, el espectador contemporáneo podrá reírse
a carcajadas cuando Frank Whitaker (un notable y muy grave Dennis Quaid) va
a consultar a un psiquiatra en busca de una cura para ese mal llamado
homosexualidad. El médico le promete que con un par de sesiones semanales,
al cabo de un tiempo, podrá comportarse como una persona normal,
y remata el veredicto con una referencia casi cómica a métodos
algo más expeditivos como el electroshock y los tratamientos hormonales.
Sin embargo, el hecho de que Frank asuma su homosexualidad como una enfermedad
no hace más que llevar al límite su conflicto, y en ese punto
no habrá espectador que no se sienta identificado con él: no es
necesario compartir las ideas de un personaje para compartir sus sentimientos.
En este sentido, Lejos del paraíso es como lo eran sus modelos
cinematográficos una verdadera escuela del espectador, en tanto
lo fuerza a ir más allá de las ideas adquiridas, a salirse por
una vez de sí y a vincularse con el prójimo a partir de la verdad
de su propia condición. De lo contrario, estará incurriendo en
la misma clase de discriminaciones, descalificaciones y condenas en que incurren
los vecinos de los Whitaker. Este modo de relacionarse con su material convierte
a Todd Haynes en un verdadero excéntrico respecto de la mayoría
de sus colegas contemporáneos, que tienden a vincularse con sus personajes
desde una posición de superioridad, burla y desprecio, llamando al espectador
a arrellanarse en la cómoda poltrona de una ironía sin matices.
LA ULTIMA ESPERANZA NEGRA
El realizador de Lejos del paraíso desdeña la blandura y
aun la indulgencia que le reclaman las maneras de la corrección política.
Véase, por ejemplo, el modo en que encara al personaje de Frank. Apenas
el hombre, destruido por dentro, sale del consultorio del psiquiatra, lo primero
que hace no es buscar la compasión de su esposa (y por lo tanto del espectador)
sino maltratarla a los gritos. Como si ella,que lo ha descubierto, fuera la
responsable de su condición. Más tarde, como un traidor, se pondrá
en lugar de los vecinos, que no dejan de chismosear sobre la simpatía
que la mujer evidencia por su jardinero. Y finalmente le pegará.
Está claro que aun cuando ambos compartan el estatuto de víctimas
sociales y reclamen, por lo tanto, la empatía del espectador el
personaje de Frank (que sufre más que nada por el peligro que corren
su prestigio y su empleo) no tiene para Haynes la misma calidad humana que el
de Cathy. Y así debe ser en un melodrama, género femenino por
excelencia. Por fin, el hombre resolverá su situación escondiendo
sus deseos en el placard, mientras la esposa único modo de cumplir
con el rol social asignado renuncia del todo a ellos.
Como Sirk, Haynes jamás pierde de vista el hecho de que sus protagonistas
son seres sociales, condicionados por los valores del medio en el que se mueven.
Y aquí el melodrama género clásicamente vituperado
por su presunta tendencia a la mistificación y el solipsismo revela
su profunda potencia crítica. Toda la mentalidad de su época el
zeitgeist de los tiempos de Eisenhower termina cobrándose como
víctima a la protagonista, que se pierde en la distancia, a bordo del
más solitario de los automóviles, tras despedirse para siempre
de su última esperanza negra.
DIPTICO DOMÉSTICO
La cultura doméstica de los años cincuenta pesaba con
todo su poder represivo sobre las mujeres, declaró Haynes al diario
Libération. En la América de posguerra eran las mujeres,
y no los hombres, las que debían encarnar la imagen más perfecta
del sistema de valores. Una mujer, un negro, un homosexual no eran tratados
del mismo modo por la sociedad, dependiendo en cada caso de su grado de visibilidad.
La homosexualidad era invisible en esa época, lo cual no impedía
que siguiera funcionando a condición de mantenerse oculta. Pero una relación
interracial entre una mujer blanca y un hombre negro se hacía de inmediato
hipervisible. Lo que me propuse fue amplificar esta tensión en el contexto
de una película eminentemente visual.
No es ninguna novedad que el melodrama es uno de los géneros más
propicios para la estilización visual y el despliegue extensivo de todo
el catálogo de la lengua cinematográfica. Al calcar puntillosamente
las películas de Douglas Sirk (sobre todo Lo que el cielo nos da, de
la que toma, trasmutándolos levemente, no sólo la línea
argumental sino todo el tratamiento visual y musical), lo que hace Haynes con
Lejos del paraíso es amplificar al extremo esa pulsión estilizadora
inherente al género. Ya en el mismo comienzo, con esos capullos en flor
que rápidamente dan paso a las hojas de otoño, el film de Haynes
anticipa hasta qué punto todo estará jugado en términos
visuales. Algo que no deberá extrañar viniendo de un cineasta
que en Velvet Goldmine había hecho de los brillos, lentejuelas y máscaras
del glam rock una pura materia cinematográfica.
Más que Velvet Goldmine, sin embargo, es Safe (1995) la película
de Haynes con la que Lejos del paraíso mantiene un diálogo más
estrecho. Allí, el hastío terminal de un ama de casa de Los Angeles
(otra vez Julianne Moore) se manifestaba mediante una sintomatología
elusiva: una suerte de alergia existencial. Allí, convencido,
como ninguno de sus colegas generacionales, de que en cine todo es cuestión
de forma, Haynes expresaba la soledad, el encierro y la gelidez en los que se
debatía la protagonista mediante una puesta en escena fría y distanciada,
hecha de encuadres fijos e inmóviles de los que Moore parecía
prisionera.
EL COLOR DEL PARAISO
Elegida como la mejor película norteamericana de los noventa en
una encuesta realizada por el periódico Village Voice en el año
2000 entre cincuenta críticos estadounidenses, la estilización
retraída deSafe da paso ahora al pantagruelismo estilístico de
Lejos del paraíso. Pura exuberancia visual y musical, en la dionisíaca
película de Haynes no hay color, sombra, encuadre o transición
que no respondan a un apolíneo plan previo, una puesta en escena en la
que nada es gratuito.
Para ello, Haynes puso la batuta en manos de Elmer Bernstein, octogenario compositor
que debutó a comienzos de los cincuenta, firmando las bandas de sonido
de El hombre del brazo de oro, Los diez mandamientos y Dios sabe cuánto
amé, entre muchas otras. Bernstein se encerró a escuchar Lo que
el cielo nos da y otras películas de Douglas Sirk, y el resultado de
su internación fue un derroche de violines, timbales y platillos que
crece en los tiempos fuertes y susurra en los débiles. A su vez, el fotógrafo
Edward Lachman cuya sofisticación fotográfica en Erin Brocovich
lucía como caviar en una mesa regada con moscato encuentra por
fin la horma de su zapato y puebla el cuadro de colores otoñales: verdes,
duraznos, magenta, azafrán. A diferencia de nueve de cada diez películas
hollywoodenses contemporáneas, donde los floreos tonales son como el
vacuo lujo del nuevo rico, la orgía de filtros de color de Lejos del
paraíso tiene un sentido. En las primeras escenas, Cathy se presenta
vestida de verde en medio del verde-castaño de su jardín, lo que
permite percibir su perfecta integración con el medio ambiente antes
de que se produzca el desfase. En ese momento, cuando sale a pasear con el jardinero
Raymond, los vivos liláceos de su vestimenta desentonan con la sobriedad
del ambiente. Cuando se reúne a tomar el té con sus amigas, todas
visten en la misma gama rojiza, lo que expresa su carácter uniforme de
señoras bien. Lo mucho que se juega Frank en su primera visita
a un boliche gay se materializa en ese baño verdoso, como de pecera,
que lo envuelve. Y cuando por primera vez reconoce su homosexualidad ante Cathy,
Frank está tan envuelto en sombras que casi no se lo ve.
Hay una extraña reserva en la película, una reserva emocional
que tiene que ver con lo no dicho. Así, la música y el color,
los decorados y la cámara expresan lo que los personajes no pueden expresar,
decía Haynes a Libération. En las películas de Sirk,
la paleta de color es extrema y muy compleja, con convivencia de tonos fríos
y cálidos en un mismo plano, en función de expresar la complejidad
emocional. En muchas películas de hoy día, el sentido de los colores
está como atontado: un thriller será todo azul, una película
de época color miel, y así sucesivamente. Pero las emociones nunca
son monocromas sino multicolores. El estilo, en lugar de prevalecer sobre la
emoción y disminuirla o destruirla, debe aumentarla.
El paraíso estético: ésa es la patria de una película
como Lejos del paraíso.
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