Dom 06.04.2003
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PLASTICA

El país alrededor

¿Qué relación entabla una obra con la ciudad y el lugar en que se la exhibe? Involuntariamente o no, ésa parece una cuestión fundamental en el caso de las muestras que Marcia Schvartz, Fernando Bedoya y Eduardo Iglesias Brickles montaron por estos días en Asunción de Paraguay. Los primeros, en el peculiar Museo del Barro, que alberga en “igualdad de condiciones” arte indígena, campesino y urbano; y el último, en la Manzana de la Rivera, la única casa del siglo XIX que resistió el asedio urbanístico del Doctor Francia.

› Por Laura Isola

DESDE ASUNCION

La siesta asunceña es calurosa, pesada y casi eterna. La ciudad se entrega a este placer del sueño y, aunque algunas construcciones se eleven más de la cuenta, la modorra crea un ambiente de casas bajas, de perfumes a naranjas y limones, de tierra roja y plantas de mango muy verdes. Quizás el lugar común sobre lo imaginado y lo leído sobre Paraguay obture lo que también aparece: los brillos acerados de autos y camionetas de dudoso origen, el asfalto con su deterioro y los pies descalzos sobre ese mismo deterioro y los impostados rascacielos en flagrante contravención. Pero hay más de lo primero: el río recortando la costa, el lago de Ipacaraí, no tan azul pero igualmente bello, el barro cocido de las artesanías, el ñandutí o cómo perder la vista tejiendo y tejiendo, la amabilidad y esa tonada encantadora y magnética. Sobre este espacio tan abigarrado y autónomo de la cultura no es fácil pensar una presencia extranjera que cuadre, ya sea en su versión simbiótica (nunca las copias son buenas), ya en su contraste absoluto. Sin embargo, en Asunción, después de la inevitable siesta, se pueden visitar tres muestras de dos artistas argentinos nativos y un peruano residente (Fernando Bedoya nació en Perú), que exhiben variados modos de diálogo con la cultura paraguaya: Marcia Schvartz y Fernando Bedoya exponen en el Museo del Barro y Eduardo Iglesias Brickles, en el museo del Centro Cultural de Ciudad, Manzana de la Rivera, las tres curadas con conocimiento y buen gusto por Alberto Petrina, representante para Asuntos Culturales Internacionales de la Cancillería Argentina. Por otra parte, estos dos lugares son paseos insoslayables en sí mismos.
El Museo del Barro, que reúne arte indígena, arte campesino y urbano, es un excelente ejemplo de concepción museográfica. En su interior conviven los tres tipos de arte, debidamente exhibidos en vitrinas, vidrieras y salas que realzan sus valores estéticos y sugieren un circuito de visita que los integra sobre la base de contenidos artísticos. Esta “igualdad de condiciones” en las que estas manifestaciones artísticas son presentadas es el principio rector que Carlos Colombino, Ticio Escobar y Osvaldo Salerno, sus ideólogos y responsables, parecen haber elegido para pensar el arte paraguayo.

LA MUJER PARAGUAYA
Según dicen los que saben, en este caso los maridos, las paraguayas son mujeres fuertes, celosas y un poco vengativas. Según parece, por algunas de las obras de Marcia Schvartz, algo de esto hay: mulatas de piel cobriza y luminosa que emergen a la superficie de los cuadros recuperan este vigor particular de su sexo. La experiencia paraguaya de la pintora se plasma de manera sofisticada. No es un pintoresquismo, guiado por la fascinación. Es una materialización en óleos y telas de un tratamiento racional del espacio y los cuerpos que deja que sean los espectadores los que sientan el encanto, la emoción y la vibración de sus colores. Para Schvartz, Paraguay es una paleta nueva y los cuerpos, superficies experimentales. En Acerca del Descubrimento, una mujer desnuda con su expresión cabizbaja observa cómo un hilo de su sangre deja estela sobre una superficie líquida y anaranjada. ¿Metáfora del desfloramiento colonial de los conquistadores? ¿Realidad del ciclo menstrual que acontece por primera vez? Todas lecturas posibles que, en todo caso, hablan de un más allá de los límites del cuadro. En cuanto expresión formal, hay un perfecto equilibrio entre los colores del cuerpo de esa mujer asombrada y el plano del fondo. Entre sus carnosos labios colorados y su vagina sangrante; entre la languidez de sus brazos al costado del cuerpo y los mechones de cabello negro azulados. También la naturaleza prepondera en sus obras. Sin embargo, Schvartz intenta exorcizar su exuberancia, haciéndola “caber” en pequeñas composiciones: La palmera es un detalle de la copa desordenada y Pencas en flor es un plano muy cercano de las flores de cardón, que en una superficie de 30 x 60concentra toda la esencia de sus hojas y espinas. La idea de esta muestra, como fue concebida por Petrina, es una presentación de la artista plástica en un medio que no la conoce tanto. De ahí que haya obra de los ochenta, un autorretrato y su serie de retratos de carbonilla sobre arpillera.

TOMAR POR EL MANGO
En este espacio de encuentro y descubrimiento de artistas extranjeros en que se ha transformado en Museo del Barro, está Fernando Bedoya con un conjunto de obras muy interesantes. Ya de por sí el modo de trabajo de Bedoya es singular: además de extremar el juego entre género, forma y realización, tomando distancia irónica en sus títulos y frente al horror de la represión militar en Latinoamérica, titula su serigrafía con bordes de estampilla con el cortante Es-tan-pillo; y un crucifico que recuerda la Pasión y el martirio, resuelto con tres clavos, lleva por título Es-clavo del dolor; cada grabado es una copia única y forman serie con otras, igualmente monocopias. De esta manera rompe con las reglas clásicas del género y logra restituirle el aura del original, pero manteniendo el conflicto con la institución del arte y la era de la reproducción. En esa tensión vale la pena ver su serie de objetos y sujetos con asas, como El hombre elefante y Malón I. Además de la originalidad de estos tipos que son representativos de su estilo, se trasluce la vinculación con las vasijas precolombinas resueltas con la técnica de la oleografía. En el marco del Museo del Barro estos trabajos adquieren otra dimensión referencial: las piezas realizadas por artesanos sin nombre, que recuerdan al tiempo anterior a la Conquista vigilan esta intervención del artista moderno y, de alguna manera, emiten juicio afirmativo para su presencia.

LA CASA DE LA RESISTENCIA
José Gaspar Rodríguez de Francia, más conocido como el Doctor Francia, ejerció el poder dictatorial en Paraguay desde 1814 por más de treinta años. Era, entre muchas cosas, un fanático de la línea recta, según se desprende de una de sus medidas más famosas. Tanto es así que le repugnaba el aspecto caótico de la ciudad de Asunción, único emplazamiento del Nuevo Mundo que no había seguido las virtudes de la cuadrícula, y lejos de resignarse, decidió enmendarlo: volvió a plantear las calles de la ciudad, pero esta vez con las casas construidas y la gente viviendo en ellas. El resultado fue una Asunción “ordenada” a fuerza de obligar a que alguna que otra calle a dividir, por ejemplo, una cocina de un cuarto, ambos de la misma familia. La única casa que se le resistió fue la casa Volta, que ostenta su impecable e imbatible ochava y que hoy es el museo de ciudad, Manzana de la Rivera, que describe con excelencia este proyecto supremo, entre otras cosas. En ese escenario privilegiado, a cargo de Julia Elena Bibolini de Sapena, irrumpe Eduardo Iglesias Brickles con sus xilopinturas. También en este caso, la exhibición que lleva por título Sol Negro tiene aire de retrospectiva para realizar su presentación en los círculos paraguayos. En la casa se disponen sus trabajos agrupados por temas: las cabezas, las manos y su descripción anatómica y un grupo de cuadros más recientes, como el intenso Autorretrato con Spilimbergo. El espacio fuertemente connotado se potencia con la obra de este brillante artista. Iglesias Brickles, desde su quehacer artístico y en su apuesta estética, comparte con esta residencia la posibilidad de imaginar que el trazado de líneas es algo más que una cuestión de geometría. Que hay una ética personal que se graba con la gubia en la madera y se pinta de colores fuertes.

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