CINE > RODRIGO GARCíA SE SUMERGE EN EL MUNDO DE MADRES E HIJAS
Mientras en la televisión es el director de perlas como Six Feet Under e In Treatment,en el cine el hijo de Gabriel García Márquez parece claramente volcado al universo femenino. Si Con sólo mirarte era un crisol de historias disparadas en todas direcciones, Amor de madres explora las mil y una formas de ese vínculo madre e hija que parece sobrevivir a todos y cada uno de los cambios sociales de los últimos cien años.
› Por Mercedes Halfon
Si después de su opera prima, Con sólo mirarte, Rodrigo García fue considerado como un realizador más bien interesado en el mundo femenino, con Amor de madres ya se calzó la remera de director de cine de mujeres. Nada que ver con Almodóvar pero este García, hijo del benemérito escritor colombiano Gabriel García Márquez, director estrella de series televisivas como Six Feet Under e In Treatment, en su tercer largometraje clava el ancla definitivamente en ese territorio.
Con sólo mirarte (2000) se trataba de una película coral donde señoras de distintas edades vivían situaciones más bien extraordinarias. Había una ciega que tenía una cita a ídem, una pareja de lesbianas que atravesaban la enfermedad terminal de una de ellas, una madre soltera que se enamoraba de un enano, una pragmática gerente de banco que tenía conversaciones con una homeless. Eran protagonistas femeninas, pero sus historias no ilustraban tópicos de género, sino que se disparaban para cualquier lado. En Amor de madres, en cambio, es en ese filón donde cavó y cavó García, decidido a explorar algo así como la quintaesencia femenina: la maternidad. Nuevamente historia con muchas historias, que le permitió jugar con una cantidad considerable de matices. Está la que quiere tener hijos y no puede, la que queda embarazada y no lo desea, la hija frustrada por los mandatos de la madre, la que no conoció a su madre, la que decide tener el hijo aun sin haberlo decidido, y en eso se le va la vida que tuvo hasta el momento.
Una, dos y después tres son las madres protagonistas del filme –además del coro de “madres secundarias”– que en ninguno de los tres casos representan eso de que madre hay una sola, sino, justamente, la problematización de ese refrán. Una mujer de cincuenta años (Annette Bening) no puede olvidar a la niña que dio en adopción a los catorce empujada por su propia madre, y su vida es un círculo agobiante entre un trabajo que mitiga sus culpas y una vida personal amarga e inexistente. Una mujer de treintaipico (Naomi Watts) fue abandonada de bebé, pero a pesar de eso su presente es la viva imagen de la autodeterminación, es una abogada exitosa, bella y prepotente para conseguir cariño. Una tercera mujer (Kerry Washington) decide adoptar a un niño y, casi como la versión melodramática de La joven vida de Juno, se somete sumisamente a los arbitrarios deseos de la adolescente que va a entregarlo. Como es de esperar, los tres lazos van a entrecruzarse.
Y aunque no se trate de una meditación sobre la familia disfuncional, o la familia diversa, este vapuleado vínculo que debe ir por su vigesimoséptima resignificación queda sobre el tapete del film. Porque la pregunta de fondo es: si no hay nada más pasado de moda que “la familia unida”, ¿por qué seguimos juntos? Si la autosuficiencia de la mujer y el hombre son una realidad que prorroga la adolescencia, o por lo menos posterga la necesidad de procrear hasta casi los cuarenta años, ¿en qué lugar se ubica la maternidad? “Ser madre debería ser algo mucho más simple”, dice una de las ¡casi diez! progenitoras (e hijas) que aparecen en la trama; sin embargo la película, en todo su metraje, está dispuesta a refutar el axioma.
Lo interesante de la película de Rodrigo García es que en vez de ser una fácil reivindicación de la adopción basada en el amor, en contra de los conservadores mandatos “biologistas”, no se posiciona en ninguna de las dos fuerzas. Si bien se repite continuamente la frase que dice que lo importante no es la sangre sino “el tiempo que pasamos juntos”, se pone el foco en las dificultades y arbitrariedades que se cometen queriendo darle “una mejor vida a un niño”. Como si dijera, la familia y la madre como núcleo vital nada tiene que ver con la acartonada de los años ‘50, pero tampoco la aparente libertad que propone el siglo XXI es necesariamente la solución. Siempre hay un pesado trabajo de construcción por detrás de cada vínculo, sea de sangre o no. No hay otro modo de crear los lazos que mantienen unidas a las personas.
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