ARTE > NICOLáS BACAL EN SENDRóS
¿Se puede exponer el tiempo? ¿Se puede exponer un segundo, o 32? ¿Acaso hay algo que vuelva más relativo al tiempo que los sentimientos? En su nueva muestra, Nicolás Bacal sigue una de las constantes de su trabajo construyendo objetos que producen efectos parecidos a los trucos de magia pero que, a la vez, con absoluta honestidad, muestran cómo se hace el truco. ¿El tiempo es magia o es truco? ¿Construimos el engaño o somos engañados? Alguna respuesta se puede intuir en la galería Sendrós.
› Por Veronica Gomez
Empecemos por un detalle al ras del suelo: el zócalo. El perímetro de la galería Sendrós fue subrayado metódicamente por un carpintero galáctico. ¿Por qué razón alguien iba a tomarse semejante trabajo? ¿Enfasis territorial? ¿O simplemente la precaución de un buen acampante cavando la canaleta alrededor de la carpa por si el agua acude de imprevisto a su hogar temporario?
Zócalo por zócalo, los listones de terciado clavados con desprolijidad calculada funcionan como el marco de las piezas que propone Nicolás Bacal en 31.536.000 órbitas por año. Es fácil imaginar el martillo estrellándose contra el clavo repetidas veces y, en la sucesión de golpes, torpes o contundentes, un ritmo parco adquiriendo volumen. Pura música concreta. Hay otra clase de martilleos de los que Bacal se hace eco, más sutiles pero no por eso menos fulminantes, y son de índole emocional. Las alusiones a las relaciones amorosas y la capacidad de éstas de confinar el tiempo apelando a la ilusión de eternidad, como una buena canción pop que sella su estribillo en nuestro corazón y jamás envejece, aparecen una y otra vez en sus ensayos materiales. Así, la palabra “vos” manuscrita sobre cada uno de los palitos que indican los segundos en un reloj amputado, es quizá la obra más simple de la muestra, que goza de esa saludable falta de miedo a la obviedad. Acá, las agujas responsables de recordarnos las horas y los minutos brillan por su ausencia, tal vez para que el segundero avance implacable y visiblemente veloz al ojo humano. ¿Para sólo morir tenemos que morir a cada instante? Era la duda que horadaba a César Vallejo. Para Bacal, el atractivo del segundo es que no va a ningún lado. No tiene la funcionalidad de sus hermanos mayores. En el uso cotidiano nos regimos por las horas y los minutos. La novia le dice a su enamorado: Llegaste dos horas y 15 minutos tarde. Rarísimo sería que incorporara los segundos al reclamo.
Un televisor volteado sobre el piso, de cara a un cielo que el techo obstaculiza, es un gigante derribado que todavía tiene algo que contar: en su pantalla vemos una mano sosteniendo un reloj despertador, también despojado de las agujas más lentas. El portador del reloj se lanza desde una avioneta. La historia dura 32 segundos. La apertura del paracaídas marca el fin. El cuadriculado de los campos de Lobos se acerca levemente mientras comprobamos que, en caída libre, los segundos avanzan a idéntico paso que sentado en la cocina mientras se lee esta nota.
Kilómetros de cinta de VHS se enroscan para darle espesor a un colchón mullido que devora las pertenencias de un adolescente en caída libre. Un par de zapatillas, una mochila abierta que deja escapar útiles escolares y domésticos: lápices, biromes, mapa Nro. 3, ganchos de oficina, regla, un reloj despertador, CD, DVD, un globo terráqueo, vaso plástico y cepillo de dientes vibran entre los destellos de la luz de neón. Este cuadrote, como lo llama simpáticamente Bacal, anuncia la profundidad de un diorama del cosmos. Dan ganas de meter la mano y traer de vuelta a casa al chico tragado por el agujero negro.
Dice Carl Sagan prologando Breve historia del tiempo de Stephen Hawking: “Equidistantes de los átomos y de las estrellas, estamos extendiendo nuestros horizontes exploratorios para abarcar tanto lo muy pequeño como lo muy grande”. Quizá la gran virtud de Nicolás Bacal es trastocar las escalas y detectar universos infinitos en espacios domésticos. En La gravedad de mi órbita alrededor tuyo, una impactante serie de fotografías del 2009, Nicolás acampaba en dormitorios de amigos y realizaba una intervención escultórica utilizando la cama como plataforma de despegue. Llevaba sus objetos preferidos y los mezclaba con las cosas ajenas. Un flash estallaba en la escena, un sol cegador en torno del cual un sistema planetario se organizaba. Las cintas métricas disparadas como rayos de ese sol medían la distancia a los planetas y delineaban la fuerza de atracción, la gravedad amorosa. La elección del lugar era concienzuda. Se trataba de amigos que aún vivían con sus padres, lo que hacía de la habitación un universo condensado: rastros de la infancia y la adolescencia coexistiendo con las cosas del presente. Una galaxia muy personal que, por razones generacionales de convivencia, no invadía toda la casa. “Me interesan las concentraciones intensas de cosas, y creo que esas concentraciones provocan implosiones”, reflexiona Bacal. El coqueteo entre sus trabajos y las teorías sobre la génesis o el réquiem del universo es por demás estimulante. ¿Qué relación amorosa o itinerario artístico está exento de su Big Bang, Big Crunch y Big Bounce?
Los horizontes exploratorios en el arte se vuelven imprecisos, contradictorios. Un átomo puede llevar a upa a una estrella. Pinta tu aldea y pintarás el mundo. Como bien señala Carlos Huffman en el texto de catálogo: las metáforas científicas (en el trabajo de Bacal) no buscan justificar las operaciones sino que son un método para construir objetos caprichosos que entren en visible resonancia con esas estructuras hechas de pura coherencia que son el universo. En su construcción y en su sentido, las piezas de Bacal son deliberadamente evidentes. Cual mago que muestra la trastienda de todos sus trucos, los sistemas constructivos se hacen visibles: encastres, esqueletos, pegatinas, empalmes y el moco de elefante (dícese del cemento de contacto en la jerga ferretera) que asoma por las junturas. El bricolage reivindicado sin tapujos. Paradójicamente, en esa sobreexplicación del material y sus usos, incluso en la forma didáctica que elige el artista para el catálogo de la muestra (que nos permitirá, siguiendo las instrucciones con paciencia, reconstruir una estrella en miniatura), la magia persevera en el ambiente. Será porque es justamente el tiempo, ese gran misterio insoportable (si fuera soportable seríamos inmortales) el material invisible que su trabajo merodea.
Una pesadumbre siniestra abatió al Maese Zacarías, el orgulloso relojero de Julio Verne, cuando sus relojes, regulados con las pulsaciones de su corazón y en los cuales había encerrado una partecita de su alma, empezaron a paralizarse y no encontró forma de repararlos. En las paradojas temporales, mejor ser Phil Connors, despertando durante 18 años el mismo Día de la Maldita Marmota hasta que el hartazgo nos lleve a tomar clases de piano, de idioma y de escultura en hielo, ensayar variantes del suicidio, memorizar vidas ajenas y, finalmente, después haber aprendido la lección, el amor nos conduzca al día siguiente. Menos mal que el tiempo pasa. Aunque nos vayamos poniendo viejos.
31.536.000 órbitas por año
Nicolás Bacal
Del 1º al 25 de febrero
Galería Sendrós
Pasaje Tres Sargentos 359, Buenos Aires
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