› Por Alicia Plante
El estudio era bastante mistongo, con cuatro canales a mediados de los ’70 apenas nos balanceábamos colgados del borde de la categoría profesional. Nos salvaban los dos micrófonos Neumann, los grabadores Revox y un piano alemán de un cuarto de cola que sonaba bastante bien, a pesar de su oscuro pasado de pianola. Y que Jorge Parera, uno de mis socios, aun desde atrás de la consola, siguiera siendo ante todo un tipo que tocaba el bajo, que te las entendía todas porque lo suyo no era tanto la técnica como la música. Pero no había sido un buen momento para abrir un estudio de grabación, en realidad para abrir casi cualquier cosa que no fuera la boca para gritar pidiendo socorro. Año de la angustia política, del Rodrigazo y de los cinturones cada vez más chicos. Y entonces no nos hacíamos los exquisitos, el laburo es laburo, y que venga lo que sea.
A mediodía, disimulando la mishiadura, yo cocinaba en la cocina del fondo para los tres, y a veces para algún cliente agregado. En el patio techado había una mesa de ping pong que en general funcionaba como área de descarga de micrófonos y de enormes rollos de cable negro cuando hacíamos sonido en recitales, y que cada tanto Jorge, dueño de casa, dejaba libre para poder jugar unos partidazos maravillosos. Tiempo era lo que más había y mientras ellos grababan algo o preparaban un sonido afuera, yo aprendí a armar amplificadores a partir de diagramas misteriosos que mostraban qué soldar con qué y cuánto valían los colores de aquellas rayitas tan lindas en las resistencias. Al enchufar no siempre sonaban, pero era cuestión de cambiar un par de transistores y a mí me inflamaba el orgullo que compartíamos con el famoso burro y su flauta. Uno de aquellos amplificadores, de construcción obviamente supervisada por Jorge, terminó sonando como los dioses en casa de Cipe Lincovsky, que había armado el piso de pinotea de su casa contra el techo, formando planos extraños muy atractivos. También nos encargó uno Aída Bortnik, y qué placer conocerla.
Nuestra bohemia, de algún modo, debió haber sido convincente, porque la gente volvía y en muchos casos eran artistas conocidos que no estaban dispuestos a pagar la hora a los precios de los grandes estudios, y que además apreciaban no sentirse apremiados ni abrumados por la tecnología. Entre ellos Susana Rinaldi, a quien veníamos haciéndole el sonido en unos majestuosos recitales en que cantaba acompañada por su cuñado, Juan Carlos Cuacci. Toda una tarde estuvo en el estudio junto con Cátulo Castillo, que murió poco tiempo después. Yo les saqué un par de fotos con una cámara buena, pero nunca las revelé hasta que finalmente perdí el rollo (¡podrá ser!). Otro recuerdo es de un compositor chileno, a gatas sobreviviente de Pinochet, que sobre la toma inicial de su voz con guitarra grabó una segunda voz y, a continuación, otros cuatro instrumentos andinos que fue agregando de a uno. O los experimentos de María Teresa Corral para lograr pequeños ruidos y ruiditos con elementos insólitos que traía de su casa, por ejemplo las piezas del rasti del hijo que batía con la mano dentro de un balde, o pelotas de ping pong que se derramaban lentamente sobre las cuerdas del piano. Naturalmente la idea fue de María Teresa, pero las pelotas de ping pong fueron invitación de la casa.
A la puerta no se le echaba llave, pero se abría desde adentro. La gente tocaba el timbre y corriendo los visillos veíamos quién estaba afuera. Aquella vez fue un sobresalto ver parado frente a mí a un hombre que uno conocía del diario y de la tele, un hombre de López Rega, Pedro Eladio Vázquez, a cargo de Deportes y Turismo. Ni yo dudé, siempre medio despistada, y le abrí, claro, qué iba a hacer, pero pensando que tal vez se había equivocado. Y no: quería contratarnos para hacer el sonido en una ceremonia de entrega de no sé qué cosa, premios escolares creo que eran, en no sé qué club o qué colegio. No importa. Los tres lo mirábamos mudos de asombro y sin saber muy bien qué hacer, elegante como un dandy el tipo, en su traje de alpaca y zapatos impecables, sin siquiera un estremecimiento de los párpados ante la bolsa de acelgas que ocupaba el centro del escritorio.
Cuando se fue pudimos pensarlo, y por supuesto desde el corazón hacía fuerza el héroe que todos llevamos dentro. La decisión final, sin embargo, fue que no podíamos negarnos, primero porque era suicida, estábamos marcados y con esta gente no se jodía, sobre todo así, quijotes aislados con domicilio fijo. Pero además, para ser sinceros, la mishería apretaba. Allá nos presentamos, entonces, con micrófonos, columnas de parlantes de doce pulgadas, un amplificador y una consolita portátil. Fuimos los tres en la camioneta de Jorge, temprano, para instalar y probar todo con tiempo. Nos dieron una mesa que pusieron detrás de un cortinado negro. A través de un par de agujeritos en el cortinado, nos dijeron, veríamos todo sin ser vistos y sabríamos cuándo abrir los micrófonos.
Llegado el momento de largar con los discursos y la entrega de los premios a los chicos, entre las dos hileras de sillas de plástico donde los padres se acomodaban sonrientes, vimos avanzar a López Rega en persona, que se instaló en la silla del centro, exactamente frente a nosotros, a diez o doce metros de distancia.
Unos años después, mientras estudiaba Psicología en la facultad, me pegó fuerte una frase de Freud: que los psicóticos (o sea, los locos) hacen lo que los neuróticos (o sea todos nosotros) fantaseamos. Con el corazón a todo galope en el pecho, yo maté al Brujo de un tiro en la frente no sé cuántas veces.
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