Ambos se encontraban en un momento crucial de sus vidas: ya bastante mayores, Eric Clapton y Gregg Allman no estaban seguros acerca de cómo seguir con sus carreras solistas. Es más, Allman ni siquiera quería volver a grabar. Pero casi de sorpresa, a partir de una serie de eventos afortunados, los dos editaron discos nuevos donde se reecuentran con el blues y le dan el pasaporte al nuevo siglo: Clapton, con elegantes y crudas versiones de clásicos, y Low Country Blues, donde el rey del rock sureño se deja reinventar por el enorme productor T Bone Burnett.
› Por Martín Pérez
Uno buscaba sintonizarlos en la radio a la edad de cinco años, en su Gran Bretaña natal. El otro los escuchaba en vivo, colándose junto a su hermano mayor en shows que aún eran segregados durante su infancia, en el sur profundo de los Estados Unidos. Tal vez por eso ahora, cuando el nuevo siglo es cada vez menos un concepto numérico y más una realidad tangible, en sus nuevos discos es donde se puede encontrar el blues. Porque tanto Eric Clapton como Gregg Allman han dedicado su vida a esos temas, a ese espíritu, a esas canciones. Y, ahora lo saben, a tender un puente para que esa música pueda cambiar de siglo. Y seguir sonando. Nueva y, al mismo tiempo, la misma de siempre.
No por repetida, la cita deja de ser menos importante. Fue Caetano Veloso el que dijo que la música norteamericana era la verdad, y la británica un pensamiento sobre esa verdad. Caetano lo decía para hablar de la tercera posición del tropicalismo, y cualquier otra des-generación musical fuera de ese eje. Pero esa verdad, y ese pensamiento sobre la verdad, es una dialéctica que se traduce en el caso de Clapton y Allman al lenguaje de la raza. Por más que uno sea británico y el otro –o los otros, incluyendo a Duane y todos los integrantes de los Allman Brothers en la ecuación– bien norteamericano, sus blues blancos siempre han sido un pensamiento sobre aquellos blues originales y bien negros. Y precisamente por eso es que pueden cambiar de siglo, y seguir siendo blues. Porque lo suyo no se basa en frías ecuaciones de vacío purismo, sino que apenas si es la emoción de la sinceridad. La de quien ha escuchado cierta música toda su vida, y por eso mismo no puede dejar de hacerla en serio. Y de verdad. Algo que comparten tanto el caballero británico Clapton como el cowboy Allman en sus inesperados nuevos discos.
Según cuentan sus respectivas historias, son álbumes que aparecieron en sus carreras casi de improviso. El legendario guitarrista británico sólo quería hacer un disco con su compinche J J Cale –que lo acompañó también en el previo The Road To Escondido (2006)–, y tal como lo hacía aquel en sus años mozos: bien low-fi, en su casa, y con la más simple máquina de ritmo. Y el cantante y tecladista Gregg se había sacado de la cabeza la idea de entrar a un estudio de grabación después del fallecimiento en el 2002 del legendario productor de los Allman Brothers, Tommy Dowd. Pero el blues, está visto, sabe más de supervivencia por viejo que por sabio. Y ahí están los fascinantes Clapton y Low Country Blues para testimoniarlo.
Como muy bien señala el periodista británico Mark Blake, si hay un tema recurrente en la autobiografía de Clapton es su inseguridad. Ni la fama, ni el dinero, ni siquiera las Ferrari parecen haber servido para alejar las dudas del buen Eric respecto a sus dotes. Al punto que, según admite en su libro, escuchó durante los ‘80 –cuando su discográfica lo volvía loco pidiéndole hits– uno de los siempre presentes singles de Phil Collins en la radio de su auto y terminó admitiendo que nunca lograría hacer nada parecido. Semejante admisión parece haber conseguido el efecto deseado, y Clapton terminó aquella década y comenzó los ‘90 reconvirtiéndose de artista de culto a hacedor de hits y casi experto en marketing (sin dejar de sufrir en el camino toda clase de tragedias, un clásico de toda su vida). Al punto que, como escribe Blake en la revista Mojo, durante los últimos años el guitarrista parece hacer sus discos de estudio para tener permiso para volver a Robert Johnson. O como excusa para poder esconderse entre los Cream, o junto a Steve Winwood e incluso Jeff Beck, con los que se ha pasado una década reencontrándose.
Por eso es que hay una historia de la grabación del flamante Clapton que no deja de ser ilustrativa sobre la nueva realidad del hombre al que alguna vez los fanáticos de la guitarra llamaron Dios. Según explicó Eric en la única entrevista que realizó sobre su nuevo disco, a la semana de haber empezado la grabación J J Cale lo abandonó. Sin un nuevo repertorio (algo que había exigido Cale, que terminó escribiendo la mayoría del disco anterior en conjunto), lo que Clapton empezó a grabar fueron canciones que formaron parte de su aprendizaje como músico. O incluso antes de ser músico, como oyente. “Son temas que siempre vuelven a sonar en mi cabeza, como en una jukebox. Soñaba con ellos, y luego los grababa. Los puedo cantar de memoria, no necesito aprenderlos. Pero, curiosamente, una vez que los grabo, dejan de aparecer”, explicó Clapton, como quien habla de los fantasmas de toda una vida.
Sin Cale al timón, Clapton confiesa haber buscado alguna opinión que considerase trascendente, para no perderse en el desierto con sus grabaciones, y descubrirlo demasiado tarde. Así que cuenta que se reunió con Ry Cooder, y le hizo escuchar lo que hasta entonces llevaba registrado. Entre temas de J J, alguno propio, y clásicos de Hoagy Carmichael e Irving Berlin, había una versión del aún más clásico y bastante atípico “Autumn Leaves”. “Esto pide una buena sección de cuerdas”, dijo Cooder, y Clapton asegura haberse sentido seguro por primera vez en años.”¡Porque Ry no tenía razón!”, se ríe, y cuenta que a partir de entonces entendió qué era lo que estaba haciendo. Tal vez por eso es que el disco se llama simplemente Clapton, no pierde su centro pese a invitados como Sheryl Crow, Wynton Marsalis, Steve Winwood o Allen Toussaint, y se cierra justamente con su versión –sin cuerdas– de “Autumn Leaves”. Y las estrellas de un álbum curiosamente homogéneo en su heterogeneidad siguen siendo canciones como “That’s No Way To Get Along” (que los Stones grabaron bajo el nombre de “Prodigal Son”) o “River Runs Deep”, de Cale, que suenan como si se tratase de una fiesta al aire libre, como decía Cooder que debían grabarse estos temas. Y con contrabajo en vez de bajo eléctrico. “¡Ahí sí que tenía razón!”, se ríe aún más Clapton.
Jura y perjura Gregg Allman que una de las razones por las que atesora un disco como Low Country Blues es que no estaba en sus planes grabarlo. No estaba en sus planes grabar ningún disco, ni solista ni con su Allman Band, después de la muerte de Dowd. “Cada vez que la oportunidad de grabar levantaba su fea cabeza, yo me acurrucaba y me hacía el muerto”, bromeó Allman con el periódico USA Today. Pero por insistencia de su manager, aceptó reunirse con el productor T Bone Burnett, responsable de los últimos éxitos de Robert Plant, de las mejores bandas de sonido de los hermanos Coen y del retorno del milagroso Leon Russell junto a Elton John. “Yo vivo en mi propio mundo, así que no sabía quién era”, confesó Gregg. “Pero cuando nos reunimos estaba midiendo todo en los estudios Sun, para construirse una réplica exacta en su casa. Algo que me pareció realmente muy bizarro, y ahí es cuando me di cuenta que podíamos llevarnos muy bien”.
Con semejantes revelaciones es que está construido el mundo de Gregg Allman, leyenda del rock sureño por apellido y también por mano propia, con casi cuatro décadas sin su hermano Duane –que falleció en un accidente de moto un año después de haber grabado junto a Clapton el disco de Derek and The Dominos– y al frente de los Allman Brothers. Cuenta la leyenda que a pesar de ser un año menor, agarró la guitarra antes que su hermano, pero cuando aquél se hizo con ella no la soltó más, y él se dedicó al Hammond y a ser la voz cantante del grupo. Y la misma leyenda habla del pozo sin fondo de drogas y alcohol en el que cayó la banda luego de la inesperada muerte del carismático Duane, de su curioso casamiento con Cher (por el que casi termina su carrera) y de la reinvención que supo atravesar el grupo hasta seguir siendo, aún hoy, uno de los grandes clásicos en vivo del rock norteamericano.
Por eso es que tal vez, para poder volver a hacerlo ingresar en un estudio, después de haberle demostrado que era un bicho tan raro como él, T Bone debió sacar a Gregg de su cueva. “Cuando me dijo que me tenía que presentar a grabar solo, sin mi banda, casi doy por terminado el proyecto”. Pero Burnett sabe lo que hace, y primero lo tentó con un repertorio de viejos blues olvidados, de los 20 o 30, que tiene compilados en un disco duro. De allí eligió un repertorio de unos veinte, que Allman asegura que al escucharlos le pareció que estaba frente a un brujo, porque no había otra manera de que alguien supiera tanto acerca de lo que él era capaz de cantar. Y cuando llegó al estudio, se encontró con que lo esperaba una banda de lujo, con nada menos que su amigo Dr. John al piano. El resultado final, si bien en una primera escucha remite demasiado al espíritu de las producciones de Burnett antes que al artista en cuestión, escucha tras escucha termina recreando un mundo mágico y personal, suelto, espontáneo y lleno de vida. “No soy un gran fan de las primeras tomas, pero cada vez que le decía a T Bone que podía grabar una mejor toma de voz, nunca lograba superarla”, afirma Allman, que debió atravesar una complicada operación de transplante de riñón luego de grabar el disco. “Fui a una escuela militar y atravesé seis divorcios, pero esto fue peor. Mucho peor. Lo que me permitió seguir adelante era saber que, al final del túnel, me estaba esperando, ya terminado, un disco como este”, afirmó más de una vez Allman, que –al igual que Eric Clapton, que también atravesó una operación durante la grabación de su último disco, luego de la cual terminó haciéndose adicto a la morfina– es un perfecto sobreviviente del blues.
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