Italiano criado en Tucumán y educado en Buenos Aires, dibujante de La Prensa, editor a pulmón de pequeñas joyas que incluían a autores como Keats, Banchs, Leopardi, Alberto Greco y Silvina Ocampo, artesano y artista de aguafuertes, dibujos y acuarelas, Raoul Veroni dejó una obra delicada y preciosa. El homenaje que se le hace en la Galería Mar Dulce permite mirarla de cerca, y hasta tocarla.
› Por Veronica Gomez
Lejos está el grabado de ser la diva en los llamados circuitos de arte contemporáneo. Parece que aquella comunión alquímica y silenciosa de ácidos corrosivos, tiempos y metales ha perdido la batalla ante otras producciones más espectaculares, mastodónticas o bienaleras. Ambiciones faraónicas que a veces desembocan en una competencia patética por ver quién construye la pirámide más grande y, otras veces, en los casos más felices, alcanzan la tan mentada Plataforma de Visibilidad que, a esta altura, de tanto codiciarla se ha enrarecido: ya no sabemos si hablamos de la Isla de Pascua, el Triángulo de las Bermudas o la Primera Edición de la Bienal de Marte.
Fuera de competencia, o relegado a salones de tinte tradicional y larga data, al filo de una peligrosa remake de El regreso de los muertos vivos, el grabado continúa su hacer callado. Resiste, no porque la tradición deba mantenerse a toda costa, sino porque, y quien haya hecho grabado alguna vez lo sabe bien, es un arte condenadamente encantador en su proceso. Sumergirse en un taller de grabado es un viaje en la máquina del tiempo.
La prensa es monstruosa e impone su compás pesado y oscuro, como la sombra de una tortuga gigante. Las texturas del papel despiertan un erotismo que hace babear, entre olores penetrantes de tintas y diluyentes. La incisión precisa del estilete sobre la blandura del barniz provoca un placer ligero y medido. Y luego viene el ácido, devorando la chapa y acentuando las incisiones. Cuanto más tiempo la chapa permanezca sumergida, más profundo será el surco, más tinta albergará y más oscura resultará la línea en la estampa. No se puede apurar la digestión. Hay que dormir siesta. Esperar. Callar y confiar en que cada elemento puesto en juego sabrá lo que tiene que hacer cuando llegue el momento. Pero el momento no lo dicta la velocidad del sistema imperante de producción y circulación de obra, acá es donde la química le dice al gestor cultural: todavía no.
En la joven Galería Mar Dulce, un conjunto de obras a la vieja usanza se da cita. Linda Nielsen ha seleccionado, en una curaduría muy acertada donde las épocas se intercalan, obras de su suegro Raoul Veroni: aguafuertes, acuarelas, dibujos a lápiz y ediciones de tiraje limitado para blibliófilos. Raoul Veroni, también artista aunque con una estética muy diferente y propia, impulsó este modesto y sentido homenaje a su padre bajo el nombre Herencia.
Raoul Veroni, dibujante, grabador, ilustrador y amante incondicional del libro casero, nace en Milán el 8 de agosto de 1913. A los tres meses su familia se instala en Tucumán, Argentina. Ya adolescente, Raoul se muda a Buenos Aires para estudiar dibujo en la Escuela Manuel Belgrano y luego continuar sus estudios en la Escuela Superior de Bellas Artes Ernesto de la Cárcova. Entre 1938 y 1979 sostiene a su familia trabajando como dibujante, en turno vespertino, en el diario La Prensa. Si las tardes son del diario, las mañanas serán de su afición: la edición de libros, devoción que empieza en 1943, en los talleres de la imprenta de la familia Colombo. Es entonces cuando deja paulatinamente de participar en salones y concursos para dedicarse al mundo del libro artesanal. En 1960 logra instalar un taller propio en su casa, comprando una vieja máquina tipográfica Minerva. Crea el sello editorial Urania y más tarde La Cabellera. Publica en tiradas limitadas obras de escritores italianos, argentinos y de habla inglesa. Entre las 40 y tantas ediciones mencionemos algunas: Fiesta de Alberto Greco, Cantos del anochecer de Enrique Banchs, Idilio pastoril de Juan Carlos Dávalos, Odas de John Keats, L’antico amor de Giacomo Leopardi, A una alondra de Percy Bysshe Shelley y Tríptico de un jazmín de Silvina Ocampo. Pueden hojearse cuidadosamente, manos enguantadas, algunas de estas rarezas editoriales expuestas en la galería. Entre las obras de pared, hay dos retratos a lápiz de los años ’30. Dulces y melancólicos como un dibujo de Durero. El rostro de Lucía, hermana de Raoul, mira suavemente de reojo. El peinado y la composición son totalmente anacrónicos, atisbos renacentistas se cuelan por la ventana.
La pluma blanca es un aguafuerte hermosísimo de 1943, de esos objetos que dan ganas de robar y atesorar. Una pluma blanca descansa sobre tres plumas oscuras. La pluma blanca es más pequeña. El contraste de valores es alto. El impacto es fuerte, pero es un impacto residual: actúa con el tiempo, igual que el ácido nítrico sobre la plancha de cobre. Una imagen que podría pasar desapercibida en una primera mirada, pero con el correr de los días se resiste a retirarse de la memoria. Queda fija, como la atmósfera de una buena película.
En Pequeño paisaje, un pan denso de vegetación se eleva, con hojas amplias enroscadas en el terrón atravesado por raíces finitas y vida minúscula. Al pie, un gran escarabajo entra en escena. Lejos se divisan dos figuras desnudas: Adán y Eva en el Paraíso.
Los años ’70 encuentran a Raoul más sintético, sin la voluntad de condensar virtuosamente rincones y capas de paisaje en sus detalles más ínfimos. Distraído, podría decirse. Aferrando apenas un tallo, una rama de olivo o una margarita, soltándolos luego en el papel con un medio directo como la acuarela, para pasar velozmente a otra cosa, también rescatada al azar y rodeada de baches en blanco. Tal vez esta forma del dibujo, cosas emergiendo solitarias en medio de una laguna, sea un anticipo del Alzheimer, enfermedad con la que conviviría Raoul desde los 68 años hasta su muerte, en 1992, a la edad de 79 años.
En 1972, año en que el genial Gyula Kosice publicaba La Ciudad Hidroespacial, Raoul Veroni se enfrascaba, inmerso en una despreocupación absoluta por la vanguardia, en dar forma a preciosos ejemplares vegetales, más cercanos a los registros botánicos de los naturalistas del siglo XIX que al delirio concienzudo del futurismo militante. ¿No es maravilloso que las fantasías hídrico-espaciales, con todo su complejo y poético desarrollo conceptual, hayan sido coetáneas de unas delicadísimas florcitas garrapateadas en Villa Gesell sin mayor pretensión que el registro cariñoso de algo efímero?
Por estos tiempos pulula la ansiedad de definir qué es lo contemporáneo. En el supermercado, los rotuladores pasean entre las góndolas etiquetando presurosos las décadas y fechas de vencimiento: ochentas, noventas, dos mil, tres mil. Y la carrera por adjudicarse la patria potestad de esta especie de niño afectado de vejez prematura es acuciante. Nos cruzamos, desesperados, con la pregunta clavada en el entrecejo: ¿Qué cosa es el arte contemporáneo? O peor aún, presos del síndrome de la orfandad y urgidos por ser rotulados y ubicados en la góndola, nos interpelamos: ¿Qué hay que hacer para ser un artista contemporáneo? Quién tuviera la elegancia de Clark Gable para mirar de soslayo y responder: “Francamente, querida, me importa un bledo”. Seguramente, Raoul Veroni estaría de acuerdo con la respuesta, sonreiría tímidamente y acudiría a rescatar la hoja húmeda de la batea, lista para la estampación.
Herencia
Dibujos, acuarelas, grabados y ediciones de Raoul Veroni
Del 29 de enero al 12 de marzo de 2011
Galería Mar Dulce
Uriarte 1490, Palermo
Martes a viernes de 15 a 20
Sábados de 11 a 14 y de 15 a 20
[email protected]
galeriamardulce.blogspot.com
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