Dom 27.02.2011
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CINE > LA 83ª ENTREGA DE LOS PREMIOS OSCAR

Los diez del patíbulo

Desde siempre, los premios del tío Oscar han escondido injusticias, caprichos y favoritismos, olvidos a la hora de elegir los nominados y también inmediatamente después de la premiación, por la inconsistencia de sus fallos. Pero cuando, a pesar de las vacas flacas de Hollywood, la Academia decidió pasar de cinco a diez las nominaciones al premio de la mejor película, estos intríngulis se han, lógicamente, duplicado.

› Por Mariano Kairuz

En uno de los estrenos de cine de esta semana, un joven norteamericano que presume de amar la naturaleza queda atrapado en un estrecho espacio rocoso en un cañón de Utah, con su mano derecha aplastada por una piedra. La película se llama 127 horas, y ése es el tiempo que el protagonista va a pasar allí, contemplando la posibilidad de una muerte a destiempo, hasta que finalmente corte su brazo para escapar. Esa es la escena que todos estarán esperando, y eso es todo lo que la película tiene para ofrecer. Visiblemente aterrado ante la posibilidad de aburrir a sus espectadores, el director Danny Boyle cuenta su mínima anécdota a toda velocidad, con todos los trucos de montaje y musicales a su alcance. No nos hace sentir la angustia de su protagonista, ni la duración de su suplicio, ni su aislamiento. Se trata, como se ha promocionado abundantemente, de una historia real, ocurrida en 2003. Seguro que es una anécdota de alto potencial dramático para contar entre amigos (a nadie le gusta la idea de perder un brazo, y mucho menos tener que cortárselo uno mismo con una navaja berreta y desafilada), e incluso buen material para un artículo periodístico dominical. Pero ¿una película? Como argumento, podría decirse que es más bien poca cosa, a menos que su director esté dispuesto a ensayar algún tipo de experimento radical sobre una experiencia íntima y básicamente intransferible. Pero no es el caso. Y sin embargo, ahí está, estrenada en todo el mundo, y compitiendo por el Oscar a mejor película que se entrega esta noche.

Así están las cosas, y cada año que pasa parece más difícil entender el estándar de calidad con que se candidatean las películas para el premio de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. La película que acaparó la mayor cantidad de nominaciones –doce, incluyendo las más importantes– fue en general bien recibida por la crítica y es la favorita según las encuestas, las apuestas circulantes y el cotorreo blogueril. Pero, sin desdeñar nunca la actuación de Colin Firth, algunas voces se han alzado para advertir sobre su carácter conservador. Entre los comentarios más virulentos que ha despertado se cuenta el de Ty Burr, que en el Boston Globe escribió: “El discurso del Rey es exactamente el tipo de película de la que ya hemos tenido suficiente: un complaciente aparato diseñado para captar la mayor cantidad de premios y apuntar a una nostalgia por la realeza con la que (los norteamericanos) nunca tuvimos que vivir”.

La que le sigue en número de nominaciones es la segunda versión de un western que cuarenta años atrás le dio su único Oscar a John Wayne. Y si bien muchos críticos valoraron la puesta en escena de los Coen, algunos han notado que la película está afectada por las “taras” autorales de los hermanos directores, esa pátina de cinismo e ironía con la que invisten todo lo que filman. (J. Hoberman, uno de los mejores críticos neoyorquinos, escribió en su reseña en el Village Voice que al salir de la función de prensa comentaron con un colega cómo, incluso en sus buenas películas, los Coen nunca pueden dejar de poner algo que haga “que uno los odie”. En este caso, dice Hoberman, sería ese chiste al pasar sobre un nativo a punto de ser ejecutado.) Podríamos seguir: otra de las diez “mejores películas” es una superproducción ambientada en el mundo de los sueños, que en lugar de aprovechar la libertad y las posibilidades narrativas de una premisa cargada de onirismo, se encuadra en las más previsibles convenciones del cine de acción.

Y no mencionamos siquiera la mitad de las nominadas al premio mayor de esta noche, ya que desde el año pasado la categoría “mejor película hablada en inglés” pone a competir a una decena de finalistas. Nada menos. Como si las cinco de siempre no fueran suficientes; como si sobraran las películas buenas.

UNA NOCHE EN LAS CARRERAS

Se sabe que la premiación instituida en 1929 es esa enorme empresa diseñada por Hollywood para el autobombo, y no tiene sentido criticarlo, porque no está necesariamente mal que sea así, y porque si el monstruo ha crecido hasta adquirir una importancia y una autoridad desproporcionadas, en todo caso la prensa le fue más que funcional durante estas ocho décadas y pico. Tampoco es muy sensato seguir hablando de lo que “a la Academia le gusta” o “la Academia digita”, si se tiene en cuenta que las elecciones dependen de la voluntad de casi seis mil votantes. Lo que en todo caso sí sigue siendo materia de discusión es la salvaje carrera de agentes de prensa, productores y distribuidores por convertir sus productos en candidateables, sus maniobras dudosas y los enormes avisos pagos con el consabido “For Your Consideration” en las páginas de Variety. En definitiva, todo aquello que hace que los votantes voten no sobre el total de películas estrenadas en Estados Unidos el año previo –de las que con total seguridad no vieron más que un pequeño porcentaje–, sino sobre aquellas de cuya existencia llegaron a enterarse y que con un poco de suerte tuvieron oportunidad de ver.

A pesar del afianzado sistema de lobby, sería injusto recurrir al reaccionario argumento generalizador de que las nominadas y las ganadoras son cada vez peores, o menos merecedoras que las películas que se nominaban y premiaban en los “viejos buenos tiempos”. La historia de Hollywood es suficientemente rica como para merecer un análisis menos superficial de sus altibajos. Es cierto que cuando nos encontramos con que un film como 127 horas, con su muy módica propuesta, o que una fantochada sobredimensionada como El origen, fueron consideradas por muchos votantes entre las buenas del año, uno no puede sino preguntarse cómo serán las malas. Alcanza con hacer un poco de memoria para recordar títulos de los últimos meses que –un poco más o menos logrados, pero todos interesantes, como La isla siniestra, de Scorsese; Un maldito policía en Nueva Orleans, de Herzog; El escritor oculto, de Polanski, o Atracción peligrosa, de Ben Affleck– podrían haber reemplazado a varias de las selectas diez sin avergonzar a nadie, para entender que no todo está perdido.

Esgrimir la calidad de la lista de ganadores a lo largo de las 82 ediciones previas del Oscar también puede ser engañoso: las películas premiadas no son necesariamente indicadores cabales del nivel de la cosecha de sus respectivos años. Siempre es difícil reponer el contexto en que fue premiada una película medio siglo atrás, contemplando todas aquellas que pudieron haber sido ignoradas. Algo, queremos creer, habrá de significar que buena parte de los films galardonados históricamente sean recordados seis, siete, ocho décadas después. Películas como Lo que sucedió una noche, de Capra, del ‘35; Lo que el viento se llevó, Rebecca, Qué verde era mi valle, La señora Miniver, o Casablanca en los ‘40; La malvada, Nido de ratas, El puente sobre el río Kwaiy Ben Hur en los ‘50; Piso de soltero, Lawrence de Arabia, La novicia rebelde, en los ‘60. Muchos de estos títulos tienen infinidad de detractores, pero son innegablemente memorables y no por nada permanecieron a través del tiempo en la cultura popular. Más impresionante es todavía la lista de Oscar a mejores películas de los ‘70: ¡El Padrino 1 y 2! ¡Contacto en Francia! ¡El golpe! ¡Annie Hall! ¡El francotirador! Entre las perdedoras había películas como Taxi Driver o Apocalypse Now. Y no menos elocuente sería que a principios de los ‘80 un esperpento como Gente como uno, de Robert Redford, le haya arrebatado la estatuita a Toro salvaje. ¿Qué tipo de cine puede esperarse de un mundo en el que ocurre algo así de absurdo? Más cerca en el tiempo –después de una década en que películas más o menos discutibles o más o menos geniales como Corazón valiente, Gladiador, Danza con lobos, Titanic, casi perfectas como El silencio de los inocentes y Los imperdonables o perfectamente olvidables como Conduciendo a Miss Daisy o Shakespeare Apasionado, se alzaron con el premio mayor–, pareció sensato alarmarse cuando la inenarrable Crash, vidas cruzadas fue erigida inesperadamente como mejor del año. Es cierto que ése no fue un año particularmente fructífero, pero se estrenaron La guerra de los mundos de Spielberg, Una historia violenta de Cronenberg, el King Kong de Peter Jackson, por mencionar todas películas grandes, de aspiraciones comerciales, sobre las que podrá haber disenso pero que le sacan varios cuerpos a la solemne e ideológicamente tóxica Crash. ¿Quién se acuerda hoy de ese Oscar?

PARA SU CONSIDERACION

Dejando de lado la idea de que las películas oscarizadas representan entonces el nivel del cine de su época, es válido preguntarse cómo es que determinadas películas llegan a esa instancia tan alta de reconocimiento; las razones por las que las películas alcanzan el consenso necesario para ser tocadas por la varita mágica y revitalizante del tío Oscar. En el semanario neoyorquino The Village Voice, la periodista Karina Longsworth se pregunta por el aviso de “For Your Consideration” publicado por los productores de El ganador en la tapa de Variety, donde se consigna la película de David O. Russell –director surgido del indie de los ‘90, que no estrenaba desde hacía seis años– como “el regreso del año”. En realidad se trata, señala Longsworth, “menos de un regreso que de un renacimiento: un intento calculado y exitoso de Russell para reinventarse como un cineasta capaz de trabajar tranquilamente entre el establishment hollywoodense”. El ganador es hasta ahora “su mayor éxito de taquilla y su primer largometraje que recibe nominaciones al Oscar, así que ¿el suyo sería un regreso a dónde?” El verdadero regreso es en rigor, dice Longsworth, el de los productores de El discurso del Rey, los hermanos Weinstein, reyes del lobby en los ‘90 –recordar la victoria de El paciente inglés, o la mera, incomprensible nominación de Chocolate–, artífices ahora de una estrategia publicitaria que capitaliza las elogiosas palabras que la mismísima reina de Inglaterra pronunció sobre la película.

Más allá de las sospechas de siempre sobre maniobras poco competitivas, está claro que son muchas las razones por las que algunas películas adquieren notoriedad desplazando a otras, y esas razones no siempre tienen que ver con los méritos de estas pocas privilegiadas, incluso si éstas los tienen. Una que se ha comprobado en las últimas ediciones es cierto efecto de arrastre, la atención casi automática de los votantes de la Academia que obtienen las nuevas películas de cineastas premiados o nominados recientemente, como los Coen (que ganaron con Sin lugar para los débiles tres años atrás), Danny Boyle (que viene de hacerlo hace dos con Slumdog Millonaire) o Darren Aronofsky, quien pasó por la alfombra roja hace poco con El luchador. La nominación a El origen podría de algún modo estar compensando las que le negaron a Christopher Nolan –ahora convertido en un jugador principal de la industria– en su momento, contra todo pronóstico y apuesta, a su ambiciosa y taquillera Batman, el caballero de la noche. David Fincher fue nominado hace dos temporadas por la insufrible El curioso caso de Benjamin Button, aunque puede decirse, por el consenso crítico que alcanzó en los últimos meses de 2010, que Red social hubiera sido una favorita de cualquier manera. Que realmente se trate de una brillante “metáfora cuyo tema es qué es la intimidad, qué es la soledad, qué es la comunicación y qué significa hoy estar en una relación con alguien”, según nos quiso vender semanas atrás su productor Scott Rudin; bueno, ése ya es otro tema. En cuanto a Lazos de sangre (Winter’s Bone), aunque es cierto que encandiló a la crítica estadounidense hasta darle, a pesar de su reducido presupuesto, una notoriedad masiva, parece justificar su lugar en la terna menos por algún indiscutible valor narrativo que por el nicho que ocupa en el juego de la industria: el de la pequeña indie que logró jugar en las ligas mayores con actuaciones potentes de desconocidos. Y porque, después de todo, a los miembros de una industria que dilapida cientos de millones en el rodaje, la posproducción y la publicidad de sus productos veraniegos, encontrarse con una ultra barata bien contada y más o menos accesible puede resultarles conmovedor, como si tales cosas (películas decentes de bajo presupuesto) no se vinieran haciendo desde hace mucho en parte del cine europeo y en buena parte de los mejores nuevos cines del tercer mundo.

Por último, es probable que las nominaciones a Mi familia (The Kids Are All Right), de la también vieja conocida de Sundance Lisa Cholodenko, se deban a alguna consideración política. Así como que la de la extraordinaria Toy Story 3, nazca menos de su condición de extraordinaria que de ese 3 al final del título, que representa el ascenso y la consolidación de Pixar, una de las empresas “jóvenes” más importantes de la industria. Nada de esto va en desmedro de ninguna de las dos películas, pero sí nos recuerda que la mejor película no es, necesariamente –y en rigor casi nunca–, la mejor película.

Lo que no está tan mal, al fin y al cabo: seguiremos viendo la entrega de los Oscar año a año, mientras nos quejamos de la lentitud de la ceremonia y el plomazo que son los rubros técnicos; un poco para disfrutar de emociones y miserias ajenas, celebrar coincidencias y, probablemente por encima de todo, indignarnos alegremente con sus inevitables necedades e injusticias.

La Ceremonia de entrega de los Oscar se transmite hoy por TNT a las 22. Desde las 21 podrá verse la transmisión de la previa desde la alfombra roja, con la conducción para Latinoamérica de Axel Kuschevatzky.

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