Dom 06.03.2011
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MúSICA > PABLO MALAURIE, JUGUETES MUSICALES, CANCIONES Y MELANCOLíA

El juglar anónimo

A los 32 años, el camino es largo: arrancó con el blues, debutó en el indie con Barbara Feldon y Mataplantas, con los que sacó cuatro discos y ganó una reputación, pero ahora munido de su MySpace, un par de juguetes musicales y una melancolía de viejo gramófono, sube a escena como solista con canciones fantasmas que ya empiezan a recorrer el mundo.

› Por Martín Pérez

Un disco y un diario. Eso es lo que pidió el japonés Yusuke Nagai cuando se conectó con Pablo Malaurie a través de internet. El disco era El festival de beso, su único álbum solista. ¿Y el diario? “Uno cualquiera, sólo quería ver cómo era un diario argentino”, responde entre risas Malaurie, que al final de la charla deberá apurarse para retirar los compacts hechos aquí que –casi un año después de aquel extraño pedido inicial– debe enviar a Tokio para que la gente del curioso señor Nagai los agregue al coqueto packaging impreso allá con el que antes de fin de mes el disco será editado en Japón. “Cuando se conectó inicialmente conmigo, se presentó como el dueño de un pequeño local donde antes había tocado David Byrne, entre otros. Y me comentó que sería buenísimo que el disco hubiese salido allá, para poder invitarme a tocar”, cuenta Pablo, que explica que al final Nagai terminó armando un sello, Low Vol, y su primer lanzamiento es justamente su disco. Todo huele a un viaje en puerta, pero Malaurie se encoge de hombros con una sonrisa. Tal vez porque ya no le puede pedir más a un disco del que jamás esperó nada, sólo quiso largarlo al mundo de una manera original, a contramano de cómo –según dicen– se hacen las cosas. Por eso la cajita de cartón corrugado hecho a mano, el cuadro de William Bouguerau graffiteado encima como enigmática portada, y escondido por detrás el nombre del autor que, según confiesa, en realidad estuvo a punto de no aparecer. “Es que en un principio eran las canciones de un personaje, El juglar anónimo. Pero al final decidí hacerme cargo”, se ríe Pablo, que apunta que su MySpace sigue online bajo el seudónimo. Allí fue donde le empezaron a llegar las propuestas, como la del videasta francés Vincent Moon, que gira por el mundo filmando músicos y los pone en su site, la Blogoteque. Moon lo filmó el verano pasado, cuando pasó por Buenos Aires, y esos videos son los que vieron los rumanos de Loverboy, la película para la que Malaurie terminó viajando a Bucarest para componer y grabar la banda de sonido e incluso participar del rodaje. “Hace poco me llegó un primer montaje y apenas arranca no sólo suena mi música, sino que yo soy el primero que aparezco, en mi personaje de loco del pueblo”, aún se sorprende el cada vez más cuerdo Pablo Malaurie, juglar no tan anónimo, cantante cuya música parece venir de otro tiempo y otro mundo, pero todo indica que, no hay caso, cada vez más todos –tiempos y mundos– están acá.

ERAMOS INVENCIBLES

Aquella noche, en el Gran Rex, Pablo está seguro de que B. B. King lo señaló a él. Pero es algo que nunca va a saber, porque entre la timidez y la sorpresa, nunca reaccionó al gesto del legendario blusero, y un desconocido se le adelantó y se llevó una púa o un anillo, vaya uno a saber qué. Por entonces, Malaurie tenía 15 años y el blues era su obsesión. Se pasaba los días escuchando a Robert Johnson y Charlie Patton sentado en su cama, sacando las notas con una guitarra, practicando escalas. Nacido en Caballito hace 32 años, hijo de padres que primero fueron arquitectos y luego psicólogos sociales, Pablo confiesa de chico haber querido ser cantante de ópera, luego empezó a usar remeras de grupos como V8, Horcas o Hermética, hasta que en lo de unos primos descubrió a Manal primero y B. B. King después. Pero lo del blues terminó siendo un asunto bastante solitario (sus primos eran más heavies), y por eso fue solo a ver a su ídolo, y calcula que no reaccionó ante el gesto porque no tenía a nadie al lado que, ante la sorpresa, lo codease y le dijera: “Es para vos, andá”.

“La verdad que me terminé peleando mucho con el blues y recién ahora me estoy amigando”, confiesa Malaurie. “Porque mientras los demás pibes estaban saltando con Nirvana, yo estaba tirado solo en mi cama, practicando las pentatónicas. Para colmo, como yo tocaba tirado en la cama, cuando quise sumarme a algún grupo, tuve que colgarme la guitarra y volver a aprender todo de cero”. Fue junto a su compañero de secundaria Pablo de Caro, que terminaría armando un cuarteto con el que se aseguraría no estar solo nunca más durante una década. Primero bajo el juguetón nombre de Barbara Feldon y luego rebautizados Mataplantas, sus integrantes editaron cuatro discos y armaron un mundo propio en su sala de ensayo de Mataderos. “Eramos invencibles”, asegura Pablo, y quienes supieron verlos en vivo en su mejor momento lo confirman.

JUGUETES MUSICALES Y CHINGUI CHINGUI

Sin imaginarse jamás que iba a terminar como solista, Malaurie asegura que todo se fue encadenando de manera natural, casi sin tener que hacer nada, como si respondiese a un manager celestial. Cuando apareció un tema como “Carmencita”, sólo alcanzó a darse cuenta de que era el comienzo de algo de lo que quería tener el control absoluto. Y mientras la banda comenzaba el silencioso camino que la llevó hasta su disolución el año pasado, tirando de “Carmencita” otras canciones fueron apareciendo, y también empezó a recibir invitaciones para tocar como invitado aquí y allá. “Empecé en La Castorera, pero después me llamaron Les Mentettes y Onda Vaga”, enumera Pablo, que asegura que su particular y emocionante forma de cantar –el agudo natural de los pocos temas que cantó con Mataplantas extremándose hasta un fantasmagórico contratenor– deviene tanto de lo que le vio hacer a Cristóbal Repetto –con el que compartieron escenarios en sus comienzos under –y lo que recuerda de su abuela Pichina lavando los platos. “Yo también me emociono cuando canto. Dura un segundo, pero se me cierra el pecho”, asegura Pablo, que dice que el acto de cantar le recuerda a su madre, que se suicidó hace unos cinco años, cantándole cuando era chico. El trauma de aquel drama sorpresivo devino canción en “Apocalipsis” (incluido en Hickie, el segundo disco de Mataplantas) que Malaurie suele versionar ahora en su nueva encarnación solista, acompañado del pianista Nacho García, y su guitarra con luces de Navidad, el ukelele, o el vibranjo, un banjo con tendencia a desafinar, algo que se esconde estirando las cuerdas, buscando permanentemente el vibrato. O el juguete máximo, la emepetrola, un Ipod lleno de temas viejos, con medio envase de Coca Cola encajado en el parlante, como una vieja vitrola, algo que –Malaurie se ríe al recordarlo– descubrió con su novia Pau cuando en el verano en que compuso la mayoría de los temas de El festival del beso, se olvidaron un amplificador para el equipo de música. De hecho, así empezará el show de La gran noche de Malaurie, donde disco, canciones y juguetes musicales –e invitados varios, como su padre Mario en el debut– se desplegarán durante todos los jueves que quedan del mes, buscando seguir perdiéndose en el mundo a su manera, anónimos y no tanto, juglares y mucho más. “Chico, chica, muchachita, necesita que le digan lo que quiere oír, chingui, chingui, la guitarrita”, se les escucha cantar en el hermoso “Vení”, fantasmas musicales buscando su lugar en el mundo.

Pablo Malaurie presenta El festival del beso y otros éxitos inéditos en La gran noche de Malaurie, todos los jueves de marzo en Urania Giesso, Cochabamba 360, a las 20.30. Entrada: 25 pesos.

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