ARTE > LOUISE BOURGEOIS EN PROA
Por primera vez llega a la Argentina la obra de Louise Bourgeois (1911-2010). Lo impactante de su obra –sobre todo la monumental araña montada en la puerta de Proa– y la nitidez con que ella misma adhirió ciertos conceptos a ellas permitieron presentarla como la gran artista del siglo XX dedicada a dar forma a las ideas del psicoanálisis. Sin embargo, pasó casi toda su vida en el anonimato o el silencio, y recién pasados los 50 años decidió ella misma encauzar las interpretaciones, explicaciones y mitificaciones de su vida y su trabajo. Lejos de ser sólo el último eslabón que nos une al surrealismo y el fin de siglo XIX, su obra, más que una araña, es un pulpo que abrió con cada brazo una corriente artística diferente.
› Por Maria Gainza
Una grúa amarilla, alta y amenazadora, está estacionada a orillas del Riachuelo. De lejos parece un pterodáctilo que acaba de atacar. Su presa, una araña de hierro gigante, yace sobre el suelo. Las patas desperdigadas forman una estrella de ocho puntas. Parece muerta, desmembrada, pero no lo está. En unas horas el animal reunirá sus partes y se alzará sobre la rambla como una sombra al atardecer. Si caminan por debajo sentirán la fuerza de su psiquis, los suaves hilos de seda que acunan y sujetan. Maman, así se llama la obra, es una creación de Louise Bourgeois en homenaje a su madre, una hilandera protectora pero también sofocante. No es un recuerdo especialmente feliz pero, después de todo, nunca fue la felicidad la fuente de inspiración de Bourgeois.
“He hecho del dolor mi negocio”, solía decir la artista fallecida el año pasado. Y qué buenos réditos le dio: en 2006 la casa de subastas Christie’s vendió una araña de la serie Maman en 4 millones de dólares, convirtiendo a Bourgeois en la artista mujer mejor paga del mundo. Dos años después superó su record: otra araña se vendió en 4,5 millones. Nada mal para alguien que comenzó en el arte como una forma de terapia: “Todos los días tenés que abandonar tu pasado o aceptarlo. Si no podés aceptarlo, te convertís en escultora”. El arte era para Bourgeois casi una sesión de exorcismo, un modo de negociar con sus demonios: dicen quienes la conocían que ella no se sentaba a hacer obra, sino que buscaba atravesar el día, cruzar sana y salva el tambaleante puente que va desde la mañana a la noche, y el arte era lo que le sucedía mientras tanto. Así, Bourgeois transformó su experiencia en un lenguaje propio, una gramática del miedo que corrió paralela a la de los grandes movimientos del siglo XX pero no formó parte de ninguno.
El éxito le llegó tarde, demasiado tarde para los cánones de hoy, donde un artista ya es viejo a los treinta. Pero ser conocida no era algo que hubiera buscado con ambición o proyectado en un gráfico sobre la pared. Había sido siempre una marginal. Tenía sesenta y pico cuando comenzaron a hablar de ella. Y en 1982, cuando el Museo de Arte Moderno de Nueva York le dedicó una retrospectiva –la segunda dedicada a una mujer, después de Georgia O’Keefe–, ella era para entonces una viejita excéntrica, imposible de categorizar. La retrospectiva la transformó en la gran dama de Nueva York.
Ser artista fue entonces la soga que encontró para sobrevivir. Y vaya que sobrevivió. Murió el año pasado, en Nueva York, a los 98 años. Y ese día el mundo occidental perdió el último lazo directo entre el siglo XIX, el París de la Belle Epoque (aquel del cubismo, el simbolismo, el surrealismo) y todo lo que vino después.
Bourgeois se paseó entre la fiesta surrealista, pero aunque ellos la reclaman para sus filas proclamando su abierta relación amorosa con el inconsciente, la artista evitó alistarse en sus tropas. Su memoria fue su único partido. Fue de las heridas de la infancia que ahora parecen no cauterizar de donde Bourgeois entró y salió como un explorador en busca de sus pepitas de oro. En otras personas, esto podría haberse vuelto sentimentalismo empalagoso, pero en ella aparece siempre teñido, habitando una tierra fronteriza entre lo tierno y lo cruel. Bourgeois, aquella lechuza sabia con una mente sucia, dejó una obra que es por turnos, agresiva y sumisa, sexualmente cargada y físicamente torpe, tensa e informe.
Las 86 obras exhibidas en la Fundación Proa por primera vez en la Argentina ponen a los defensores de tal o cual estilo, a los que no se pierden una bienal, a los que buscan el éxito como una zanahoria, a todos en su lugar. Ellas silencian el debate sobre si el arte contemporáneo tiene sentido o no, si realmente le dice algo a alguien o si son puros espejitos de colores reflejando carteras Vuitton. La obra de Bourgeois es honda y poética en un tiempo en que esos adjetivos se han vuelto casi un insulto; es una obra que trata sobre los celos y el sexo, sobre la humillación y el odio, sobre la culpa y la agresión y sobre todas las cosas que hacen que la vida muchas veces resulte insoportable pero tan real.
Durante treinta años, bajo el sol calcinante o la nieve impiadosa, todos los domingos un grupo de jóvenes se paró en la vereda de un departamento de Chelsea esperando ser recibidos por la gran dama de las artes. Era un ritual al que ella llamaba “Mi salón” y al cual nunca faltó. Imaginen. Catorce visitantes por turno atraviesan un pasillo oscuro. Cargan consigo anotadores, bolsas y cajas de cartón. La madera cruje ominosa bajo sus pies. Al fondo alguien abre una puerta y la luz polvorienta de la mañana deja ver un salón pequeño donde sillas de metal, como las viejas sillas de escuela, han sido colocadas en círculo. Sobre una mesa hay una botella grande de aspirinas, toallas de papel y una calculadora. Los visitantes se sientan y llenan formularios para calmar los nervios mientras una cámara los filma. Artistas de todas partes viajan para la sesión. Son poetas, bailarines, escultores o dibujantes. Un rato después, que puede llegar a parecer un siglo, Louise Bourgeois se materializa bajo el vano de la puerta. Es una mujer pequeña con calzas negras, zapatillas negras, una blusa rosada y un rodete tirante. Ella va a presidir la reunión durante las próximas cuatro horas y media.
Entonces alguien abre una caja de cartón y saca una pequeña silla de tres patas envuelta en hilos blancos. Bourgeois la examina con cuidado. La artista balbucea una explicación, ella la escucha y vuelve su mirada sobre el objeto que yace sobre la mesa. En la sala el silencio es total. Y luego, como la ola articulada de un trueno, se escucha: “Muy interesante, sí, muy interesante. Aplaudan por favor”. La artista respira aliviada y recién entonces toma conciencia de que su cuerpo se ha entumecido. Bourgeois señala al próximo. Un joven de pantalones chupines y camisa a rayas le alcanza una carpeta. Ella hojea los dibujos pero no ha pasado de la tercera hoja cuando declara: “Es tonto... un naïf falso”. “¿Quiere ver más?”, le pregunta el joven. “No, no, por Dios, ya está.” El joven se da vuelta y se tapa la cara pero Bourgeois ya se ha largado a hablar sobre la diferencia entre la pintura y la escultura. Mientras habla juega con un pedazo de arcilla. “Cuando uno pasa de la pintura a esto, es porque tiene un pensamiento agresivo. Uno quiere romperle el cuello a alguien... me convertí en escultora porque me permitía expresar –y esto es terriblemente importante–, quería expresar lo que hasta entonces me daba vergüenza.” Después le arranca la cabeza a la figurita que tiene entre sus manos.
Jerry Gorovoy, su asistente durante años, dijo: “Su arte es sobre todo lo que salió mal”. ¿Y qué salió mal? Bourgeois nació hace casi un siglo, el día de Navidad de 1911, en París. Su madre no dejó de echarle en cara que con su nacimiento le había arruinado las Fiestas. Además era la tercera hija mujer y esto suponía un problema. “Cómo voy a hacer que mi marido se quede en casa si le traigo tres mujeres”, pensó su madre. La solución fue ponerle a su recién nacida el nombre del padre (Louis). Bourgeois vino al mundo pidiendo perdón por nacer en un día inoportuno con un sexo inoportuno. Dos años después finalmente nació el varón, pero para entonces Louise ya era la favorita de Louis, lo que se traducía en un psicopateo continuo. Sus sentimientos sobre esto aparecen en la obra La destrucción del padre (1974). Una especie de cueva cubierta por estalactitas redondas como pechos o penes. Al acercarse un olor acre, a goma quemada, o pensándolo bien, a sexo, comienza a subir. Una luz roja baña la escena y en el centro hay una mesa, como un altar con algo inmundo que parecen pedazos de carne. La obra recuerda la cueva del cíclope Polifemo en La Odisea, llena de extrañas comidas. Pero Bourgeois ha descripto la fantasía que subyace desde un lugar muy preciso: “Durante la cena mi padre estaba dale que dale fanfarroneando. Y cuanto más se agrandaba más pequeños nos hacía sentir. De repente hubo una tensión terrible y lo agarramos... y lo tiramos debajo de la mesa y comenzamos a tirar de sus piernas y brazos hasta desmembrarlo, con tanto éxito que luego nos lo comimos”. Esto es su explicación. Pero una obra cuando es buena puede pararse por sí sola. La destrucción del padre es un cumulus nimbus: no trata solamente sobre el odio sino también sobre el amor y la conquista del miedo y sobre cosas que están en el aire y que al caer podrían ahogarnos.
La familia de Bourgeois tenía una empresa que arreglaba tapices medievales, era próspera y, como su apellido lo sugiere, burguesa. Louise ayudó un tiempo en los talleres arreglando los agujeros en los viejos tapices, cosiendo hojas a las figuras desnudas en los trabajos destinados a los pudorosos coleccionistas americanos. En realidad su pasión eran las matemáticas, la geometría de los sólidos, donde “las relaciones pueden ser anticipadas y son eternas”. Pero eventualmente descubrió que ni eso era cierto: “Te dicen que dos paralelas nunca se juntan y luego te enterás de que en la geometría no euclidiana pueden fácilmente tocarse. Es muy frustrante”. Entonces comenzó a recorrer estudios de arte. Hasta que conoció a Léger, que le dijo que ella era una escultora nata. Para pagarse las clases hacía traducciones. Su inglés era impecable porque su padre había insistido en que sus hijos aprendieran idiomas y había llevado a la casa a una joven maestra llamada Sadie. De ella Louise aprendió inglés y también el ácido corrosivo de los celos. Pronto Sadie había ocupado el lugar de su madre en la cama del señor Bourgeois.
En 1936 conoció al historiador de arte Robert Goldwater y dos años después se casó con él, probablemente por las mismas razones que antes había elegido la matemática: “Era una persona completamente racional. Nunca me traicionó, ni a mí ni a nadie”. Juntos se fueron a Nueva York y hasta fines de los ’40 era conocida en los círculos intelectuales como “la francesa esposa de Goldwater”. En su primera muestra, en 1949, mostró unos largos postes en bronce y madera, delgadas figuras a lo Giacometti. Después murió su padre y Louise se retiró del mundo. Siguió produciendo pero durante once años no mostró. De todas formas, su obra hasta entonces no había sido mirada. En parte porque al lado de la atmósfera masculina del arte de posguerra dominada por el expresionismo abstracto de Pollock o Motherwell con su énfasis en la virilidad y la acción, su trabajo parecía blando y narrativo.
Recién en los ’60, cuando los críticos comenzaron al liberarse del influjo del formalismo, le prestaron atención. “¿Por qué el arte sólo puede ser abstracto?”, preguntaron las feministas. En 1966 la crítica Lucy Lippard la incluyó en una muestra llamada “Abstracción excéntrica”, junto a Eva Hesse y Bruce Nauman. Bourgeois tenía treinta años más que todos ellos pero tenía los bríos de una teenager.
En 1973 murió Goldwater y ella, curiosamente, floreció. De repente le llovieron títulos honorarios, comisiones, notas de tapa. En 1982 el MOMA le dio su retrospectiva. Tenía 70 años y en esa oportunidad Bourgeois hizo algo impensado. Hasta entonces había sido una mujer silenciosa, reticente a hablar de su vida personal. Entonces se destapó la olla: la destapó ella misma. Contó sobre el romance de su padre con la niñera, publicó fotos en Artforum, fotos adorables y perversas donde se veía a Louise junto a Sadie remando en un bote o escalando la montañas. “Toda la motivación de mi obra surge de mi enojo hacia Sadie, mi padre y mi madre por permitirlo, casi fomentarlo.” Bourgeois se volvió confesional. Publicó diarios, memorias, describió incluso el día en que encontró a su hermana haciendo el amor con el vecino. Cuando le preguntaban sobre la técnica en sus obras contestaba: “Es una metáfora sobre la dependencia psicológica”.
Al abrir la boca, Bourgeois parecía exponerse en toda su vulnerabilidad. “Soy una mujer sin secretos”, decía. Por supuesto, si uno tiene secretos, eso es justamente lo que diría. Ella contaba para que los otros dejaran de hurgar. Sus cuentos mantenían a raya las preguntas. Había creado su propio teatro de la crueldad y entendido los engranajes que comenzaban a mover la maquinaria del arte. “Bourgeois la artista” creó a “Louise la niña sufriente” y su historia de abuso y éxito tardío encajó a la perfección con las políticas del arte de los ’90.
Bourgeois creó esculturas, grabados, dibujos, instalaciones claustrofóbicas, muñequitas de trapo, arañas de metal. Hizo incluso una grabación donde ella canta canciones de su niñez y que se podía escuchar en una abandonada torre veneciana. Las arañas son su hit, probablemente su imagen más icónica, pero de ninguna manera su mejor obra: demasiado terroríficas, acotan un poco las lecturas. ¡Cuánto más complejos y fascinantes son los oscuros e informes amantes decapitados hechos de amasijos de tela! Las cabezas de lana parecen congeladas en medio de un berrido o un rigor mortis. No son retratos sino sensaciones psicológicas, como el grito de Munch o los rostros encontrados después del Vesubio.
Sus celdas son containers de sentimiento, atmósferas que pueden sofocarte o rebanarte en cuatro. El cuarto rojo recrea el dormitorio de sus padres, privado y escabroso. Un biombo de madera encierra una cama matrimonial roja. Sobre ella hay un trencito de juguete y un xilofón y una almohada donde está bordado “te amo”. Una gota blanda y asquerosa cuelga del techo. Según por dónde uno espíe, un espejo oval da diferentes versiones del asunto. Es un lugar carnavalesco, como los cuartos de Francis Bacon, donde uno dormiría con los ojos bien abiertos. Después toca uno de los tabúes más pesados de la sociedad: la agresión materna. Sobre ella escribe y crea obras: la serie de figuritas de lana embarazadas son de una soledad fantasmal y no esbozan nada sobre las supuestas bondades de la maternidad. Y también están sus formas más orgánicas: espirales, torsiones, penes, vulvas, que se repiten con variaciones de escala en bronces y mármoles. Louise trabaja esta obra a martillazos, insistiendo sobre sus temas, repitiendo en ritmos monótonos y sincopados sobre aquello que no la deja en paz. Y al darle forma no sólo lo exorciza sino que también se asegura de no olvidarlo.
Algunos pueden encontrar estas imágenes arcaicas y fuera de moda: invocaciones a lo totémico y a lo primitivo han sido de uso estándar por los modernistas durante tres cuartos de siglo. Pero Bourgeois parece utilizar sus citas de una manera tan consistente que siempre evade lo convencional. La mayor parte de sus obras evitan una descripción precisa: ¿son tubos o pechos los que cuelgan?, ¿es una fruta podrida o un tótem?, ¿es una gárgola o una sirena? Las obras de Bourgeois diseminan confusión o la espejan sobre nosotros. Además hay un rigor en la confección de las obras que maravilla. No son cosas hechas a las apuradas sino confeccionadas al detalle, con el rigor de un diseño de carrocería para Fórmula 1.
En 1988 escribió: “Las palabras de un artista deben ser tomadas con precaución”, y luego siguió durante cuatro páginas hablando sobre los motivos de su obra. El caudal de escritura que dejó atrás es asombroso y las cajas que su asistente encontró tras su muerte parecen una canilla que no se puede cerrar.
La exposición en la Fundación Proa se centra en el vínculo de su obra con algunos conceptos rectores del psicoanálisis que aparecen en sus escritos. La forma en que Bourgeois encontró equivalentes plásticos para estados psicológicos inconscientes: el fantasma del padre, la histeria o la formación del símbolo. Pero Bourgeois fue muy crítica del psicoanálisis también y por momentos intentó superarlo, creando formas pulidas e híper racionales por sobre el contenido puramente inconsciente.
Por supuesto, uno puede entrar a la muestra y recorrerla sin que toda esta información se interponga en el camino. Después de todo, es una lectura curatorial que, si bien consistente, es lo suficientemente elástica para no transformar a Louise Bourgeois en “El caso Dora del arte”. Algo tan amenazador y enigmático como la obra de Bourgeois se niega a ser encerrado en una teoría.
Louise Bourgeois es un pulpo, de cada uno de sus brazos se desprende una corriente del arte: los textos epigramáticos sobre papel, las formas existencialistas en lana, las acuarelas sensibles. Con cualquiera de estas ideas un artista construye una carrera entera. Pocas veces en el siglo XX un artista revistió la dignidad y el compromiso de un escultor clásico como Louise Bourgeois; la capacidad de conjurar rigor formal y poesía desbordada en una misma pieza y la lucidez para abordar los grandes temas del hombre: ¿cómo escapar del miedo?, ¿cómo más tarde conjurarlo, para finalmente después, conquistarlo?
Louise Bourgeois
El retorno de lo reprimido
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