› Por Mariano del Mazo
“Nene, te pido un pequeño sacrificio quirúrgico.” La frase tiene todo: belleza, perversión, informalidad, poder. Se la dijo Leonardo Favio a Edgardo Nieva cuando, entre la concesión y la convicción, el director vislumbró que había encontrado a Gatica. La frase la cita José María Brindisi en su texto de La memoria de los ojos, el libro que acaba de salir con la filmografía comentada de Favio. “Cuando Favio finalmente le dijo a Nieva que sería su Gatica, entre abrazos y llantos el actor no escuchó, al principio, el último comentario. Después sí: ‘Nene, te pido un pequeño sacrificio quirúrgico’.”
Que Nieva se haya deformado la cara para, al fin, ser Gatica y así quedar catapultado y a su vez sellado como un bovino después de la yerra, es una anécdota. Lo que va más allá de lo anecdótico es la manera con que Favio encara el cine, una manera en que desmesura rima con hondura y que lo deja siempre al borde del colapso nervioso o económico. O simplemente lo deja arrumbado en un rincón, llorando como un bebé, porque no encontró el plano exacto que había imaginado para una escena de Nazareno Cruz y el lobo, como cuenta su asistente Rodolfo Mórtola.
A la manera de las de Favio, La memoria de los ojos es el resultado de una obstinación que demoró muchos años en concretarse. El editor de la empresa es Martín Wain, que razonó que la obra cinematográfica de Favio merecía un exhaustivo análisis, con buenas fotos (más de 200), data precisa y un nivel de edición a la altura de las circunstancias. Con la producción de La nave de los sueños y La otra boca y el apoyo de la Biblioteca Nacional, escriben periodistas nacidos en los años ‘70 y no necesariamente especializados en cine: Constanza Bertolini, Javier Firpo, Paulo Pécora, Pablo Perantuono, Sebastián Ramos, el propio Wain, Brindisi y los sí especialistas Hernán Guerschuny y Mariano Kairuz.
En textos minuciosos (y desparejos entre sí, hay que decirlo) queda en evidencia el genio total de Favio, esa poética carnal, intuitiva, que cambió para siempre el pensamiento sobre muchos de los grandes mitos y leyendas populares: Juan Moreira, Nazareno, Gatica, Perón. O, como lo dice mejor Horacio González en su prólogo impecable, “Favio filma mitos y los hace hablar con las alegorías –a veces cristianizadas por un mesianismo barrial o callejero– de modo de disponerlos también para una gran tarea de pedagogía social.”
El libro incorpora a la filmografía el primer corto del director, que se creía irremediablemente perdido y que fue rescatado en 2006. Es El amigo, de 1960, y en la introducción vuelve a quedar en el tapete la neurosis o, simplemente, la obsesión artística de Favio. Previo a su exhibición en una función especial del 2 de junio de 2006 en la Biblioteca Nacional, Favio decidió modificar su trabajo. “Detalles del corto no lo convencían –escribe Wain–, de manera que, casi medio siglo después de realizarlo y con una carrera única en sus espaldas, lo modificó y nos hizo llegar una copia.” Como la historia del pintor que se metía en su propia muestra con unos pinceles camuflados en el gabán para, cuando nadie lo veía, continuar haciendo correcciones. Ese es Favio, por ahí pasa también su poética.
En El amigo aparecen varios de los tópicos ya clásicos del director: la infancia, el paso a la adolescencia, la amistad, el parque de diversiones como escenario de la fantasía, la ilusión y el engaño, la pérdida de la inocencia. Es el punto de partida de una obra que fue ganando en épica y grandilocuencia. Si en los inicios sobresalió con películas de bajo presupuesto fue, precisamente, por una cuestión de dinero. Si con Crónica de un niño solo y su guiño a Los 400 golpes de Truffaut la crítica lo quiso circunscribir a la nouvelle vague o a lo que en la Argentina fue la Generación del ’60, él se desmarcó con firmeza y fiereza: “No tengo nada que ver con ellos, ni en lo intelectual ni en lo sentimental ni en lo económico. Yo tengo otro concepto, creí siempre en el cine industrial, el de Hugo del Carril y Lucas Demare. Yo entiendo el cine nacional con acercamiento a lo popular”.
El amigo (1960, corto), Crónica de un niño solo (1965), Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y una pocas cosas más (1967), El dependiente (1969), Juan Moreira (1973), Nazareno Cruz y el lobo (1975), Soñar, soñar (1976), Gatica, el Mono (1993), Perón, sinfonía del sentimiento (1999) y Aniceto (2008): la obra artística de un hombre que, ya enfermo y crepuscular, está teniendo los homenajes en vida que corresponden. Y que incluso en este caso tuvo el tupé de agradecer por el libro, como si este libro, esta nota y todo lo que se haga y escriba de aquí en más sobre Leonardo Favio no fuera una manera vana de decir gracias. Por la sensibilidad y por “la pedagogía social”. Por los cigarrillos de Polín, por los gallos de Aniceto, por los silencios en la ferretería, por la Muerte tan pálida, por la mirada torva de Bebán, por los combates de Gatica, por los enanos, por los rulos de Monzón.
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