Dom 19.06.2011
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PERSONAJES > JODIE FOSTER, UN ENCANTO A PESAR SUYO

La señorita Lecter

› Por Juan Pablo Bertazza

Entre todas las fantasías sexuales que nos despiertan las actrices, suele haber algunas inconfesables o, al menos, difíciles de explicar. Inquietudes que nos generan algunas mujeres que, sin contar estrictamente con la bondad de la belleza, logran hacernos detener y reflexionar en torno de su singular encanto. Es cierto: Jodie Foster –quien acaba de volver al ruedo junto a Mel Gibson con La doble vida de Walter– no es la principal belleza que se nos viene a la mente a la hora de pensar en las mujeres más sexies del cine. Sin embargo, resulta indudable que Foster es de esas actrices cuyos comienzos fueron tan pirotécnicos que continúan repercutiendo hasta muchos años después como el present perfect del inglés, aun cuando su leve aire de lunática se convirtió lisa y llanamente en un rostro desencajado, aun cuando su look salvaje se fue convirtiendo, quizás, en una serie desopilante de absurdos cortes de pelo.

Aunque nadie se acuerda de sus verdaderos comienzos (a los dos años en una publicidad de cremas bronceadoras Coppertone), el papel que realizaría exactamente once años después como la prostituta lolita (Iris Steensma) que ayudaba a generar la erupción volcánica de Robert De Niro en la inigualable Taxi Driver, resulta casi suficiente para explicar por qué el aura de Jodie Foster aún conserva los ecos adrenalínicos de aquella obra maestra. Antes de saltar definitivamente a la fama, Foster pasó por las manos del prestigioso Claude Chabrol en Con la sangre de los otros (1984) y desarrolló un papel mucho más relevante en Acusados (1988) de Jonathan Kaplan, que le valió el primer Oscar de su carrera.

Pero, sin lugar a dudas, el año Foster es 1991, año que comienza transpirada y corriendo con remera del FBI y pantalón de jogging (el único jogging erótico en la historia del cine) en El silencio de los inocentes, y lo termina en un prostíbulo en blanco y negro, con un papel poco recordado en una de las mejores películas de Woody Allen, ese sensible homenaje al expresionismo alemán con elenco notable (John Malkovich, Kathy Bates y la mismísima Madonna, entre otros) también tristemente ignorado, llamado justamente Sombras y nieblas.

La gran paradoja de Jodie Foster es la misma que el mal de los músicos que se niegan a cantar, pese al reclamo de un decreciente público, sus viejos temas clásicos en un afán renovador totalmente infructuoso: es decir, Jodie Foster tuvo miedo de quedar catalogada como esa prostituta adolescente que brillaba en Taxi Driver, a tal punto que fue por ese motivo que rechazó el papel de Violet en Mujer bonita. Algo similar sucedió con la secuela de El silencio de los inocentes: Jodie Foster perdió una cifra millonaria cuando se negó a volver a encarnar a la detective Starling, un poco porque no le convencía el vuelco argumental y hasta estilístico de Hannibal, pero también porque no quería que el personaje se terminara devorando a la actriz, algo que tal vez ocurrió pese a los intentos por evitarlo.

Pero ese pasado –que, aunque la misma Foster rechaza, siempre pugna por volver– no es lo único que atrae en ella: además de su talento innegable para componer personajes llenos de traumas y heridas psicológicas, Jodie Foster es de esas mujeres en las que se adivina una charla interesante, hipnótica y morbosa que mucho puede aportar al erotismo: una neurótica al borde de un ataque de nervios. Inescrutable y hermética, pero al mismo tiempo plagada de esa vulnerabilidad psicológica que se adivinaba en la detective Clarice Starling cuando les daba de comer a los lobos exhibiendo sus conflictos edípicos ante el perverso y omnívoro Hannibal Lecter, o en la notable Flight Plan de Robert Schwentke (2005), cuando su personaje de madre soltera perdía en pleno vuelo de Berlín a Nueva York a su hijita, y todos, en silencio, la tomaban por loca. Jodie Foster es, por otro lado, una de las actrices más cultivadas de la actualidad: además de haber estudiado en el prestigioso Liceo Francés de Los Angeles y luego en la Universidad de Yale, donde se graduó de licenciada en Letras con diploma de honor, habla a la perfección francés, a tal punto que durante mucho tiempo fue la encargada de doblar sus propias películas a ese idioma, y muchos dicen que forma parte de Mensa, una organización para personas con elevado cociente intelectual. En cierta forma, es como si el atractivo sexual de Jodie Foster pudiera equipararse al morbo de esas películas de suspenso llenas de complejidad y psicopatologías. Ese extraño erotismo cerebral, universitario casi, es lo que, créase o no, salva en muchos sentidos a La doble vida de Walter (tercer largometraje dirigido por la actriz); es decir, hace soportable ver a Mel Gibson deprimido y fascinado con un castor de peluche.

La doble vida de Walter se estrenó el jueves pasado.

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