CASOS > EL LIBRO QUE INDAGA LAS HIPóTESIS COMUNISTAS Y NAZIS DE LOS PITUFOS
Mientras los cines del mundo estrenan la lavada adaptación en 3D de los suspiritos azules del belga Peyo, un académico francés publicó en Francia un ensayo en el que rasca debajo de la ya mítica superficie azulada y baraja las hipótesis políticas que podría haber en esa comunidad de enanos estandarizados, de gorro frigio y líder rojo: el arquetipo de una utopía totalitaria impregnada de estalinismo y nazismo. Aunque cueste creerlo, las 177 páginas de El pequeño libro azul le han valido a Antoine Buéno no sólo un inesperado éxito editorial, sino también varias amenazas de muerte.
› Por Alejo Schapire
Desde Paris
¿Qué clase de doctrina política domina la vida de los pitufos, que obedecen ciegamente a Papá Pitufo? ¿Por qué todos llevan un revolucionario gorro frigio y, con la significativa excepción del líder –vestido de rojo y con una barba marxista–, son idénticos, intercambiables? ¿Y qué sistema rige la economía de la aldea, basada en el colectivismo, el trabajo obligatorio y la ausencia de moneda? ¿Y todas esas hoces y esos martillos que aparecen juntos todo el tiempo?
No hace falta ser demasiado perspicaz para ver en la aldea pitufa una reminiscencia de granja soviética. Todos sospechamos que el mundo utópico de los suspiritos azules es algo más que un inocente dibujo animado para niños salido de un comic, pero hubo que esperar a la publicación de Le petit libre bleu: Analyse critique et politique de la société des Schtroumpfs (Ed. Hors Collection) (El libro azul: Análisis crítico y político de la sociedad de los Pitufos) para contar con una investigación más o menos rigurosa sobre un fenómeno pop cuyo último avatar es la película Los Pitufos 3D, que se estrenó el jueves pasado en el cine.
El escritor Antoine Buéno, conferencista de Sciences Po (Instituto de Estudios Políticos de París), donde enseña la materia Utopía, y ghost writer del ex candidato presidencial François Bayrou, restringió su exégesis a los diecisiete álbumes de tapa dura firmados por el franco-belga Pierre Culliford, alias Peyo, entre 1963 y 1993. El motivo: la muerte del historietista, en 1992, también supuso el fin de aspectos esenciales del universo pitufo, puesto que aunque la historieta fue retomada por su hijo, y Hannah Barbera ya se encargaba en los ‘80 de la versión animada, los rasgos ideológicos de los personajes y sus peripecias se fueron licuando en el signo políticamente correcto de los nuevos tiempos, sobre todo a pedido de los norteamericanos.
Desde el vamos, para Buéno la pregunta no es tanto si esta sociedad constituida por “buenos salvajes” que se rompen el lomo todo el día viven en un koljós –o gulag, nadie abandona impunemente la aldea–, sino si Papá Pitufo vendría a ser Karl Marx o aquel otro Papá, el de los Pueblos, Stalin. El autor se decanta por esta segunda hipótesis, no sólo porque el patriarca ejerce efectivamente el poder, sino por la existencia de otro personaje clave: Pitufo Filósofo, que “parece tener un grado de parentesco con León Trotsky, el mayor rival y el peor enemigo del dictador ruso”. Los anteojos redondos, su personalidad contestataria y de maestro ciruela es la misma imagen que el estalinismo propagó del creador del Ejército Rojo desde los años ’30 hasta declararlo “enemigo del pueblo” y mandarlo matar. De ahí que Pitufo Filósofo sea constantemente aporreado y perseguido por sus semejantes mientras trata de aleccionarlos con arrogancia.
El enemigo de la URSS era el capitalismo, el de los pitufos es el codicioso brujo Gargamel, que aspira a hacer un puchero de criaturitas azules, indispensables en la receta para fabricar la piedra filosofal que le permita convertir el plomo en oro. Para Buéno no hay duda, la avaricia, la nariz ganchuda, la joroba, la suciedad: “Es el judío tal como lo representa la propaganda estalinista”. Por si quedaban dudas, su gato se llama Azrael, casi Israel.
En plena Guerra Fría, la llegada de los pitufos fue percibida en Estados Unidos como un caballo de Troya pop teledirigido desde Moscú. De hecho, Smurf, como se denomina al pitufo en su versión anglosajona, siempre fue para muchos el críptico acrónimo de Small Men Under Red Forces o Small (o Socialista o Soviet) Men Under Red Father (Pequeños Hombres Bajo las Fuerzas Rojas o el Padre Rojo). Buéno no lo cita, pero su libro, que presenta al pitufo anónimo y colectivizado como la antítesis del ocioso individualista Mickey Mouse, puede entenderse como una respuesta al clásico de los ‘70 Para leer al Pato Donald, donde el chileno Ariel Dorfman y el belga Armand Mattelart pasaban al imperialismo yanqui del tío Walt por la grilla de la lectura marxista.
La principal crítica pitufa al capitalismo se plasma en las páginas de El Pitufo Financiero, donde un azulito desprevenido aprovecha la enfermedad de Papá Pitufo para aventurarse en el mundo de los humanos –siempre decadentes y peligrosos– e importa la idea del dinero. Luego, inventa una máquina capaz de transformar una bolsa repleta de nueces en una moneda de oro. Sabio, Papá Pitufo pregunta al infractor qué piensa hacer con el vil metal. “Comprar una gran bolsa de nueces”, admite el transgresor... Pero la verdadera lección de esta fábula materialista llega después, cuando la introducción de las transacciones crea rápidamente una brecha entre los pitufos más productivos, que se enriquecen, y los demás, como los artistas o Pitufina, que caen en la indigencia. El sistema igualitarista se rompe, sembrando zozobra y dejando al descubierto la verdadera naturaleza del capitalismo. Por suerte, el líder máximo pone fin a la terrible experiencia.
El otro enemigo declarado de la Unión Soviética era el fascismo. El Pitufísimo, segundo álbum de los pitufos, narra cómo en ausencia de Papá Pitufo los pitufos osan organizar una elección para reemplazarlo. Por supuesto, el ganador, gracias a una campaña marcada por el clientelismo, se convierte progresivamente en un déspota que esclaviza al pueblo y lo obliga a edificar un palacio para el tirano. Sólo una revolución acabará con el tramposo régimen salido de las urnas. Papá Pitufo regresa, retoma el poder y, paternalista, les reprocha una vez más el haberse “comportado como seres humanos”.
A Buéno no le faltan argumentos para hablar de sociedad estalinista. El idioma de los pitufos –analizado ya por Umberto Eco en Kant y el ornitorrinco– que sustituye verbos y sustantivos por pitufar y pitufo, ¿no es acaso una neolengua orwelliana?, se pregunta el sociólogo. ¿O por qué el título original de El Astropitufo es Le Cosmoschtroumpf (cosmonauta es la terminología rusa), mientras los francófonos hablaban entonces de “spatiaunautes” y los anglófonos de “astronauts”? La analogía con la utopía marxista es fácil; menos obvia es la comparación con el nazismo.
¿Y si los gorros blancos fuesen los del Ku Klux Klan? La secta también tiene un líder que usa uno rojo, llamado Gran Dragón. Pero son detalles, aclara Buéno, lo que realmente importa es que el elemento esencial del Tercer Reich fue el racismo, y el primer libro de la saga es, casualmente, Los Pitufos negros. En esta tira, una mosca pica a un pitufo. Este se vuelve negro y empieza a portarse como un salvaje: salta de un lado a otro mordiendo e infectando a sus semejantes mientras grita: “¡Ñac, Ñac!”. Más o menos la idea que los belgas podían tener de los africanos en plena descolonización del continente negro: caníbales brutos que se multiplican como plaga y ponen en peligro la sangre azul del pueblo. De hecho, apunta Buéno, Los Pitufos negros es la única historia que las editoriales norteamericanas se negaron a publicar durante años, hasta que decidieron distribuir una versión en la que los pitufos en vez de negros se vuelven violeta...
En la primera historieta, lo negro era peligroso y degenerado, en la tercera, lo rubio es inocente y bello. Gargamel, siempre buscando un modo de convertir en sopa a los pitufos, crea a Pitufina, la única hembra de la raza pitufa, morocha y de pelo corto, cuya misión es sembrar cizaña con su carácter superficial y caprichoso. La primera reacción de sus congéneres es el rechazo, pero Papá Pitufo interviene y mediante “una operación de cirugía esteticopitufa” la convierte en una rubia irresistible, igual de tonta, pero bella, en otras palabras, la arianiza, lo que le permite la asimilación. Los norteamericanos, en pleno feminismo reivindicativo, interrogaron mucho a Peyo sobre este personaje, pero el autor no hizo más que confirmar las sospechas de misoginia y sólo años más tarde Pitufina, bajo la pluma de otros autores, dejaría de ser el estereotipo de la rubia tonta. Mientras tanto, si hay una sola pitufina es porque “desde una óptica reaccionaria y corporativista, ser mujer es una función social en sí misma”. “Para los nazis, una división clara de las funciones entre los sexos es esencial para la salud moral y física de cada uno y del cuerpo social en su conjunto”, analiza Buéno. “Del mismo modo que sólo hay un Pitufo Cocinero o un Pitufo Campesino, sólo puede haber en esta sociedad de alegorías una Pitufina”, teoriza.
Buéno señala que los pitufos evolucionan en un espacio “volkisch”, la estética folklórico populista de los nazis, y su tiempo es el del pasado mítico, mágico y romántico de una Edad Media ahistórica propia del género fantástico y del imaginario del nacional socialismo. El autor recuerda además que los pitufos son un spin-off de otra tira de Peyo, Johan y Pirluit, que ya le valió acusaciones de antisemitismo cuando en El País Maldito un personaje pequeño y narigón insulta a los pitufos en idish, cuando la convención es usar ideogramas, nubes o rayos.
Lo desconcertante de este ensayo es que, pese a la despiadada lectura que hace de la obra de Peyo, Buéno aclara que acusarlo de estalinismo o nazismo “no tendría ningún sentido”. “No era un hombre engagé”, opina. “Según Hugues Dayez, su biógrafo, no desarrolló nunca una conciencia política.” “No le interesaba la política y votaba por los liberales, el partido belga de centroderecha”, advierte. Y concluye: “Los pitufos serían un caso típico de disociación entre las intenciones de un autor y las representaciones y las ideas desplegadas en su historieta”.
En todo caso, hay fans de los pitufos que no están dispuestos a perdonar estas interpretaciones y le envían por mail insultos y amenazas de muerte. Al principio le causaba gracia, pero a medida que el libro cobra notoriedad la presión aumenta. “Creo que hay seguramente una amalgama entre las polémicas moralizadoras sobre la prohibición de Tintín en el Congo, o incluso en otro registro con Lucky Luke y su cigarrillo”, comenta. “La gente no quiere creer que sólo me entregué a un ejercicio intelectual escolar que no denuncia ni delata. También tiene que ver con el hecho de que está muy ligado a lo afectivo del tema: todo lo que tiene que ver con la infancia tiene algo de sagrado, es como si me gritaran ‘no te metas con mis magdalenas, Proust’”, observa.
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