Domingo, 21 de agosto de 2011 | Hoy
ENTREVISTAS > LAS MIL VIDAS DE MERCEDES MORáN
La infancia en el pueblo. El colegio de monjas. El marxismo en la juventud. El día en que su maestro le dijo que se dedicara a otra cosa. Las changas. El teatro off. El San Martín. La madre con hijas a cuestas. Polka y el destape con Gasoleros. El abandono de la tele. Lucrecia Martel, Ana Katz, y ahora con Campanella de nuevo en la televisión. Con un camino oculto tan cambiante como el visible y un talento que llena cada una de sus interpretaciones de una naturalidad notable (tal vez sólo comparable a la de Darín entre los actores), Mercedes Morán viene componiendo los mejores personajes femeninos del cine y la televisión argentina de las últimas dos décadas. En esta entrevista, repasa la vida que la sentó en ese trono sutil entre las actrices argentinas.
Por Mariano Kairuz
Mercedes Morán lleva vividas varias vidas, pero no se trata de ese lugar común de la vocación actoral –el papel dramático como “la posibilidad de ser otros”–, sino de una serie real de cambios de rumbo, de convicciones, y hasta de fe.
Algunas de estas vidas estuvieron a punto de no ser. Hubiera alcanzado con que ella se dejara amedrentar por un comentario cruel que le fue lanzado en el momento exacto.
Fue hace mucho. Y fue el legendario Carlos Gandolfo, su segundo maestro, quien pudo haberla hecho abandonar todo. “Era un grosso, fue uno de los que me abrió la cabeza junto con Lito Cruz, con Fernández, con Carlos Rivas; para ellos, agradecimiento eterno”, aclara Mercedes Morán, antes de decir: “Pasa que cuando el discípulo empieza a encontrar su propio camino, empieza también a jugar la persona detrás del maestro, sus propios fantasmas, sus miedos, la competencia, lo que sea que le pasa por la cabeza. Yo era la alumna dilecta de Gandolfo, y un día me eligió para hacer una obra de teatro que iba a ser mi debut profesional. Participaban Pepe Soriano, Betiana Blum, Cacho Espíndola, y habían elegido a dos estudiantes para los roles de los jóvenes; el otro era Julio Chávez. Yo tenía que hacer un personaje alejado de mí, una mina desenvuelta, muy sexy, algo que yo no era ni soy. Y no debo haber hecho las cosas bien. Al tercer ensayo Gandolfo, que se estaba jugando al poner una alumna suya, corta, me lleva atrás y me dice: ‘Yo me equivoqué con vos; vos nos podés hacer este personaje ni ningún otro, vos no sos actriz, no podés pararte arriba de un escenario. Olvidate de esto, dedicate a otra cosa’. Salí de ahí chocando literalmente con las paredes. Pero fue tan grande la dureza de esa piña que me dio Gandolfo, que se me hizo sospechoso. Tal vez, si me hubiese dicho la formalidad de estos casos, algo como: Yo creo que no das para este papel... Pero paradójicamente, la paliza que me pegó fue tan excesiva que hubo algo –algo que nunca pude descubrir y que hoy me sigo preguntando qué pudo ser– que me hizo seguir. Nunca más hablé con Gandolfo, que a partir de entonces empezó a funcionar en mí como un padre, porque la descalificación de un maestro de actuación puede ser tan poderosa como la de un padre. Cuando se murió yo pensaba: nunca me vino a ver. Durante mucho tiempo, cada vez que yo hacía algún trabajo que era bien considerado por la crítica, terminaba una temporada, o una película, pensaba: él se tiene que haber enterado, pero no vino. Y nunca tuve un reencuentro con ese maestro tan adorado, ese padre tan dador y tan castigador, ese tipo genial que me enseñó mucho, y que con la misma fuerza con que me abrió la puerta, también me dio el portazo en la cara”.
Si Mercedes se hubiera dejado aplastar en aquel momento, hoy seguramente no existiría Gloria, la encantadora y un poco temible prima y socia de Francella en El hombre de tu vida, la comedia de Juan José Campanella que va con éxito los domingos a la noche. Al menos no tendríamos a esta Gloria, que es uno de los personajes más inspirados de los que habitan la ficción televisiva argentina de este año; una especie de ciclón, consciente de su atractivo y no menos consciente de que el tiempo no se detiene para nadie (nacida en 1955, Mercedes Morán aparenta y aparentó siempre, como mínimo y con total naturalidad, diez años menos de los que tiene). Una combinación de ímpetu y vulnerabilidad que se apoya en una de esas magias imposibles de definir –pero que tiene mucho que ver con ese componente fundamental de la comedia clásica que es un timing muy preciso y una velocidad aplastante– y en la que por momentos parecen confluir varias de las recordadas mujeres que ha ido dejando atrás a lo largo de su carrera televisiva, de la “mina de barrio” (Roxy en Gasoleros, su éxito masivo, y un poco “la Chechu”, la que acumulaba amantes en Culpables) a las señoras de country (Amas de casas desesperadas, y en ese mismo rango social, Socias). Pero ni una cosa ni la otra: Gloria es una mujer de clase media, con sus problemas de dinero (“una contrafóbica, malhablada, bocasucia, pésima consejera, que proyecta seguridad pero también desesperación”, agrega Mercedes), perfectamente empeñada en vivir por encima de sus posibilidades. “Que es algo muy de la clase media argentina; eso de, por usar una expresión de Gloria, cagar por encima de la cabeza de uno mismo”, dice Morán. “Los personajes de El hombre de tu vida se mueven en esa clase media amplísima y argentinísima en la que nada está garantizado. A la hora de armar el personaje, Campanella me decía que aunque esta mujer que se está inventando un curro para sobrevivir, que tiene problemas de guita, tenía que verse divina todo el tiempo: ‘Yo quiero que esté siempre con mucha pilcha, bien arreglada, el pelo bien...’, y yo le preguntaba: Bueno, ¿pero de dónde saca la plata? Y él me decía: la guita que hace se la tira encima. Lo cual no sólo es funcional al armar el personaje, sino que echa luz sobre esas cosas que siempre están tácitas en la clase media y que tienen que ver con una falta de conciencia de clase, ese afán enorme de progresar que no siempre es una virtud. Es la clase a la que pertenezco, y en la que fui formada: mi madre era maestra, mi padre diputado provincial, mi hermano hizo grandes sacrificios para que pudiéramos ir a la universidad; la de mi familia es esa historia de gente de provincia que se muda a la Capital en un recorrido de locura, cuando se creía que el sacrificio para que los hijos fueran profesionales valía la pena. Pero creo que eso que se nos imprimió en la infancia, hace no tanto tiempo después de todo, como la idea del ahorro, ¡la caja de ahorro!, ¡la alcancía!, se ha perdido para una clase que pasó por tantas cosas, que fue obligada a cambiar tantas veces, que puede ser una clase ideológicamente muy veleta; la misma que salió con el cacerolazo cuando le metieron la mano en el bolsillo. Es una relación complicada.”
En una de sus varias vidas, Mercedes Morán es una mujer de pueblo. Nació en un hospital de Córdoba y se crió en el Concarán, San Luis, hasta los 6 años. “Me encanta tener en los primeros años de mi biografía un pueblo; de mayor volví a apreciar muchísimo los lugares con una escala humana, que te hacen sentir menos sola, perdida”, dice. “Pero eso que cree mucha gente que la ciudad es el lugar de la perdición, el crimen y la droga, y que los pueblos son el paraíso antipeligro, no tiene sentido: existen los mismos riesgos. Yo tenía 5 años y con mis primos nos escapábamos a la hora de la siesta para cazar bichas, imaginate lo que era eso; ¡y el manejo de las armas que hay en los pueblos! Mi viejo tenía una escopeta en el baúl del auto con la que por ahí por el camino cazaba una liebre y la traía como quien hoy pasa por la rotisería y se trae un pollo. No puedo tener una mirada idealizada de la vida en el pueblo porque conozco sus peligros”, cuenta, y en su relato parece estar evocando algunas de esas escenas cotidianas pero ominosas, calmas pero en las que parece acechar la catástrofe, de La ciénaga, la película de Lucrecia Martel para la que compuso a Tali, uno de los personajes más indelebles del nuevo cine argentino. “Volví hace unos años, y la alegría de los habitantes porque el pueblo se había ampliado para mí significaba una tristeza infinita: había dejado de ser aquel caserío chiquitito que entraba en la palma de mi mano, que es lo que hoy me gusta mantener en la imaginación.”
Ya en Buenos Aires, viviría una serie de reencarnaciones: “Mi madre nos mandó a mi hermana y a mí a un colegio de monjas y hay que ver mis fotos a los siete años: ahí ya hay una actriz, no era una chica que tomaba la comunión, de verdad creía que era una santa”; pero la preadolescencia la encontró muy pronto enfrentada a las mismas monjas que antes la adoraban, por cuestiones como el largo de la pollera o la organización de los bailes para financiar el viaje de egresados, y a los 17 ya se había casado con su primer marido (y padre de sus dos primeras hijas), “un músico, hippie, militante politizadísimo en la facultad y qué sé yo; yo me convertí en eso; me dije: ésta es la verdad, la cosa va por acá, y de ser la santa pasé a ser marxista, la atea que dejó de creer en Dios para creer en el hombre”.
A Gasoleros, la tira en la que la siguieron dos millones de espectadores por noche tras más de una década y media de trabajo teatral, convirtiéndola en la estrella televisiva que es hoy, llegó cuando la convocó Adrián Suar, probablemente después de ver Señoras y señores, un programa que Mercedes recuerda con particular afecto. “Para mí fue una vuelta de página en cuanto a la actuación; nunca se le dio la trascendencia que se merecía, pero yo creo que hoy ves un capítulo de Señoras y señores y te caés de culo: lo que hoy se está apreciando en la televisión ya estaba ahí. Pasó de lo que era una escena bien actuada a un grado más, que era qué sucedía. Pablo Fischerman, un director al que adoro, nos decía: la escena está bien, pero no sucede chicos, no pasa. Estábamos El Puma, Garzón, Carola Reyna, la negra Flechner, Jean-Pierre Noher, y era a morir: por primera vez, decía, hagan que suceda y yo los sigo. Cuando salió al aire los directores convencionales de tv decían que era una desprolijidad, que era caótico, pero estaba vivo, y eso sin duda Adrián lo vio y algo de eso pasaba en Gasoleros. Pol-ka estaba armando su perfil; el equipo no era televisivo, eran todos estudiantes de cine y a todos se les ocurrían cosas y tiraban ideas. A veces los actores invitados se desconcertaban porque de pronto no se respetaba un pie, pero Gasoleros también estaba muy vivo”.
Cuando la tira de Pol-ka se encontraba en su segunda temporada, Mercedes tomó una decisión que para algunos pudo parecer una locura: alejarse de la televisión. “Me fastidia la relación de dependencia, con lo que sea: la plata, el cigarrillo, el trabajo, las personas. También me pasa ahora que políticamente estoy entusiasmada; cuando me retiré de mi compromiso político me agarró una fobia total; no compré más diarios, y ni siquiera ahora, que empecé a seguir lo que pasa otra vez, no pertenezco ni voy a pertenecer a ningún partido. Porque a pesar de que –lo he dicho– apoyo este proyecto que me parece de lo mejor que nos está pasando, ya no tolero ningún vínculo que me comprometa a hacer algo que no soy o a decir algo que no pienso. Mis únicos compromisos absolutos son con mis hijas. Así que trato de cambiar de cancha todo el tiempo. Por eso fue que cuando terminó Gasoleros me fui a hacer una película independiente en Salta.”
La película independiente en Salta fue, por supuesto, La ciénaga, con lo que saltó de los 40 puntos de rating a darle la mano a una virtual desconocida; más tarde coprotagonizó la segunda de Martel (La niña santa), la primera ficción de Enrique Piñeyro (Whisky Romeo Zulú), y este año formó parte de ese cruce de universos que es Los Marziano, la película de Ana Katz surcada por ciertas marcas estilísticas y narrativas del nuevo cine argentino pero sostenida en un reparto reclutado enteramente de la primera fila de la pantalla chica: Francella, Arturo Puig, Rita Cortese. “En un principio Lucrecia dudó en llamarme para La ciénaga porque temía que la gente viera a la Roxy de Gasoleros en su película, y tuvo que convencerla Lita Stantic. Pero creo que a esta altura los directores ya saben que me prendo en proyectos, que soy hinchapelotas pero también dócil, y ya se juntó un poco el rompecabezas; puedo hacer una cosa y otra: saltar de una producción comercial de un ganador del Oscar a un operaprimista tiene que ver con mi naturaleza: no pertenezco a nadie: para el off soy demasiado comercial, para los comerciales demasiado intelectual; me pongo y me saco la camiseta. La no pertenencia es un costo pequeño para el placer que me da poder cantar todas las canciones.”
Así que esto de saltar de un trabajo a otro completamente distinto –dice– es lo que hizo siempre, incluso abandonando toda seguridad económica: “Sola, separada, con dos hijas chicas, dejé el laburo que me consiguió mi viejo en la Biblioteca del Congreso para ser free lance; tuve tres, cuatro trabajos al mismo tiempo, hacía encuestas y lo que pintara, así que cuando empecé a estudiar teatro no tuve ese padecimiento de las actrices, de quiero trabajar y no me llaman”. Nada de dependencia. “Me presenté en las pruebas para el reparto estable del San Martín y me eligieron, pero me fui, porque lo único que quería era que me vieran los directores que nos evaluaban, como Agustoni, que después me llamó. Me convocó María Herminia Avellaneda para un extra en ATC pero en cuanto me empezó a ir bien en televisión me asusté y decidí irme al teatro; incluso rechacé un ofrecimiento que me hizo Nicolás del Boca para ser la contrafigura de Andrea en una novela, cosa que él jamás entendió ni me perdonó.”
Quizás esas sean las verdaderas muchas vidas de los actores: no las que interpretan sobre tablas o en un set, sino las que viven abajo del escenario hasta poder vivir de su vocación. Y vaya a saber qué fantasmas llevaron a Gandolfo a tratar de desanimarla tan cruelmente tres décadas atrás, pero Mercedes no tardó mucho en intuir que había otras vidas esperándola. “Ya la primera vez que abandoné la televisión, me metí en la producción cooperativa de mi debut teatral, El efecto de los rayos gamma en las caléndulas. Fue una experiencia masiva: elegir la obra, conseguir la guita, hacerla con amigos. Estrenamos en el Payró, y no salió ni en la cartelera del diario pero se llenó y se llenó y se llenó y pasaron todos los directores a verla; fue un éxito del off enorme.” Al terminar la primera función –dice–, le pasó algo raro: “Es una anécdota medio mística que no me gusta mucho contar porque no quiero pasar a engrosar esa chapa de las actrices que se vuelven locas con la edad”.
Pero la anécdota es demasiado sugestiva como para dejarla pasar y Mercedes la recuerda como si hubiera sido hace una semana. Ocurrió mientras todo el mundo pasaba a saludar a las actrices en su camarín. “Yo, que tenía 20 y hacía de una nena de 14 con un vestidito medio ridículo, no quería saludar así vestida, así que salí con mi ropa, pasé por el escenario con todas las luces apagadas, y subí la escalera que daba al baño. La luz del baño estaba al fondo, y tanteando para buscar la llave, toco una mano. Primero pensé que era el asistente, que era Atilio Veronelli. ¿Atilio, sos vos? Cuando no me contestó nadie, me congelé y bajé corriendo. Bajo la escalera, lo encuentro a Atilio, y le digo: ‘Boludo, hay alguien arriba’, y se me caga de risa: ‘Es el fantasma del teatro’, me dice. Sin que hubiera pasado tiempo suficiente como para que alguien entrara o saliera, subimos, él prendió la luz, y... nadie. Pero yo sabía que había tocado una mano. Volví desolada al camarín, y lo agarré a Carlos Rivas, el director, que era mi pareja en ese momento, y le dije: ‘Me tocó el fantasma’. Nadie me dio bola, estaban todos en otra, y era un clásico: actriz, loca, vio al fantasma del Payró. Pero ahí estaba Jaime Kogan, una autoridad del viejo teatro, un resistente del comunismo; quiero decir: el hombre no era un religioso, ¡era Karl Marx!, pero tenía un teatro donde había un fantasma y tuvo que creerlo o creerlo después de muchas evidencias. Entonces se me acercó y me dijo: ¿Qué pasó, te tocó el fantasma? Es una buena señal, te acaba de bendecir. Cuando sucede esto, que sucede pocas veces, te está augurando un camino increíble.”
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