Esa Plaza Dorrego añorando en San Telmo
cuando era baldío.
Y la Plaza Garay, la recatada de los verdes noviazgos
bajo la luz que allí Constitución remansa.
Y la Plaza Zabala de aquel Montevideo
que me vio adolescente y cubierto de sueño.
La Place du Tertre, íntima y popular
cuya secreta voz convoca sombras familiares
en un Montmartre no para turistas
donde un día vi a Utrillo pensando en Modigliani.
La Plaza de la Villa encantadora en el Viejo Madrid
y el memorable año 35 con García Lorca y Miguel Hernández,
donde la gracia espera que vuelva su sonrisa.
La Plaza del Mercado en Pointe à Pitre de la Guadalupe
y en Fort de France de la Martinica
con ese olor a ron isleño trashumante
envolviendo las ágiles cinturas de lánguidas mulatas.
La Plaza Aníbal Pinto distraída
en la atmósfera vaga y ondulante
entre cerros y muelles como calcomanías
amaneciendo en Valparaíso.
La Plaza de las Dalias Pintadas en el puerto
largo y estremecido de Shanghai.
La de los Decembristas de la estirpe de Pushkin
en la honda, armoniosa y heroica Leningrado.
Esos y otros recodos marcados en el mapa
plural de la memoria vagabunda
son una sola Plaza para mí en el tiempo.
Donde un banco me espera.

Allí mostrando rostros de personas y días
–Sitios muebles retratos velorios nacimientos
Enconadas ternuras y ocasionales verbos agresivos
Almacenes Pensiones Mercados de las Pulgas Amuebladas
Y aquello que no fue lo que pudo haber sido–.
En un último súbito implacable recuerdo
vendrá la tarde y morirá conmigo.
Será un día cualquiera que escape al almanaque
en que deshace el tiempo sus rosas amarillas
a la hora en que salen los pálidos ladrones,
los deshollinadores, las viejas bataclanas
y en el césped, amado del rocío, se ocultan
los gusanos que pronto van a ser mariposas.

El banco en la plaza es además el nombre del último poemario de Raúl González Tuñón, publicado en 1977, y está incluido en Poesía reunida, que acaba de editar Seix Barral.