PERSONAJES > LA JOVEN DIANE KEATON EN EL PADRINO
› Por Juan Pablo Bertazza
La incipiente moda de reestrenar obras cumbre del cine puede propiciar una mirada al ras que acaso permita vislumbrar algún detalle esencial del mapa, un accesorio que repercute en el conjunto. El reestreno de El Padrino (pronto volverán a llegar las otras dos), además de confirmar la eternidad de su música, la musicalidad de sus frases inoxidables y Al Pacino descollando contra cualquier obstáculo (cuando nadie apostaba por ese enano demasiado joven), hace irrumpir rejuvenecida la figura de Diane Keaton en la piel de Kay Adams, la novia de Michael Corleone. Una de esas actuaciones que, al volver a observarlas, parecen despabilarnos la memoria, como si sólo las tuviéramos en cuenta ante una nueva reproducción.
Francis Ford Coppola la había descubierto en su primera película, Lovers and Other Strangers. Le llamó la atención su reputación de excéntrica y Keaton, lejos de amilanarse, advirtió en semejante desafío una oportunidad para transformar en acción parte de su experiencia personal como “mujer en un mundo de hombres”. A pesar de su renuencia, repetiría su rol veinticuatro meses más tarde en El Padrino II, acaso con un crecimiento de su personaje que empezaba a sacarle, al menos, un cono de sombra a Michael Corleone. Por esos años, muchos minimizaron su personaje, a tal punto que Time escribió: “Keaton estaba invisible en El Padrino y pálida en El Padrino II”. Y aunque aún hoy pocos destacan ese papel, Diane Keaton es al Padrino lo que significó Al Kooper tocando el órgano Hammond en “Like a Rolling Stone” (no era pianista, entró a destiempo en la primera toma y, sin embargo, Dylan pidió que subieran el volumen del instrumento), o la trascendencia que logró el Negro Enrique dando el insignificante pase a partir del cual Maradona remontó el cielo y conquistó territorio inglés en los cuartos de final del Mundial ’86, algo que el propio Enrique advirtió al decir con un humor extraordinario: “Con el pase que le di, si no hacía el gol era para matarlo”.
Participaciones secundarias que tienen algo de peones convertidos en reinas, participaciones marginales que pueden arrogarse, con toda justicia, una incertidumbre tan básica como legítima: ¿esos milagros se hubieran dado sin su intervención? El personaje de Diane Keaton constituye, en definitiva, un notable espejo para Michael, la única superficie lo suficientemente pulida de inocencia como para que él pudiera verse a sí mismo, le hiciera caso o no en sus intentos de disuadirlo para abandonar el mundo del crimen organizado. A pesar de tantas críticas y ninguneos, el futuro que ahora es pasado le dio la razón a Keaton, ya que con su carrera confirmó aquel discreto encanto, el encanto de las mujeres que despiertan, primero, ganas de enamorarlas y después una creciente pero irrenunciable lujuria. Tal como sucedía en la versión cinematográfica de Sueños de un seductor, en la que ese aprendiz de Bogart experimentaba al verla el amor antes del amor, la intimidad antes de la cama; o incluso en Alguien tiene que ceder, donde Jack Nicholson interrumpía su búsqueda obsesiva de carne fresca para ir por la belleza experimentada de la madre de su última novia. Tal como sucedía, sin ir más lejos, en Annie Hall, porque además de haber estado también en la película más importante de Woody Allen, Diane Keaton tuvo en ese film una importancia capital, no sólo como protagonista femenina descollante sino también como musa inspiradora y autora intelectual de su singular atmósfera. De hecho, bautizó la película a partir de su apellido real, aunque Keaton terminó adoptando el nombre de soltera de su madre porque ya existía registrada una actriz llamada Diane Hall, pero además armó a su personaje de municiones extraídas de su propia biografía, de su personalidad, como esas maneras anacrónicas de las que se burlaba Alvy Singer no bien la conocía después del partido de tenis, o aquel vestuario obsoletamente masculino de pantalones anchos, corbatas, sombreros amplios y chalecos que, créase o no, terminó marcando la moda femenina estadounidense a finales de los ’70. Ese affaire que trascendió la pantalla volvió a repercutir en la obra de Woody Allen a tal punto que la figura de Diane Keaton (que también actuó en El dormilón, La última noche de Boris Grushenko, Interiores, Manhattan y Días de radio) fue mucho más importante que la estela dejada por su propia esposa, Mia Farrow. Hace poco, el divino neoyorquino manifestó sus deseos de volver a trabajar con su vieja amiga, como una luz que sigue brillando aun frente a los fulgores de Scarlett Johansson, Penélope Cruz y Carla Bruni. Una luz que acaso nació con una escena inolvidable de Annie Hall, la escena de las langostas que despierta incontrolables carcajadas llenas de amor y futuro, y que Alvy Singer intenta volver a vivir de manera absolutamente infructuosa con otra mujer, la periodista de Rolling Stone que no le mueve un pelo, que es indiferente a los crustáceos.
Así como Annie Hall pasaba de sufrir en carne propia las fobias de pareja de Singer para luego despertar toda su tristeza, toda su sensación de fracaso una vez que emprendía una carrera artística en la ciudad de Los Angeles, Diane Keaton entró en el cine por la ventana y ya es seguro que saldrá por la puerta central, por la alfombra roja: ganó un Oscar a mejor actriz, dos Globo de Oro, un Bafta, es la actriz con más entradas en la lista de las cien mejores películas del American Film Institute y, en este mismo momento, está filmando varias películas a la vez. Cara algo regordeta, una altura al borde del exceso (mide 1,73) y ojos que expresan casi lo que está pensando, arman el inconfundible combo Diane Keaton. Una oferta, sí, pero que no se puede rechazar.
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