Sáb 24.12.2011
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Cannabis y matrimonio

› Por Emilio Ruchansky

Alrededor de cinco mil parejas se casan, por año, en el pueblo de Gretnagreen, al sur de Escocia. Es una tradición, dicen las guías turísticas que describen las bodas como elegantes y románticas. Durante un siglo, entre 1753 y 1856, una tienda de tabaco y aguardiente y luego la herrería de ese pueblo, que por entonces se llamaba Graithney, se convirtieron en altares de cientos de matrimonios clandestinos.

Por la primera tienda, ubicada en una plaza, se las conocía como los matrimonio Gretna-Green; eran legales en Inglaterra, aunque incumplían los preceptos eclesiásticos, plasmados en la ley de Matrimonio de Lord Hardwicke. Y se casaban inmigrantes con otras religiones o sin ellas, menores que no tenían consentimiento de sus padres, y también lores y cancilleres.

Graithney fue, históricamente, el primer pueblo escocés en la ruta que une Londres y Edimburgo. En una situación parecida está hoy la ciudad holandesa de Maastricht, en la frontera con Bélgica, muy cerca de Alemania. Diez mil personas, mayormente de los países vecinos, visitaban diariamente los 14 coffe shops de la ciudad para fumar y abastecerse de marihuana o semillas de cannabis feminizadas.

Más allá de la flexibilidad de sus leyes internas respecto del uso recreativo, en ningún país de la Unión Europea se discutió y reformó la actual política internacional de drogas como en Holanda desde 1976. Gracias a los tratados de la UE, que permiten flanquear fronteras sin controles, el mercado de cannabis deja 250 millones de euros en Maastricht, donde viven 120 mil personas, muchas de ellas hartas del turismo porrero.

Desde el pasado 1 de octubre, esta ciudad holandesa prohíbe la entrada a los coffee shops a ciudadanos de otros países de UE, excepto Alemania y Holanda, al parecer, porque usan transporte público para asistir y no perjudican el tránsito como sí lo hacen los españoles, italianos y franceses. El caso llegó a los tribunales. Paradójicamente, en esa ciudad se firmó en 1992 el tratado que fundó la Unión Europea, que asegura el libre comercio entre todos ciudadanos comunitarios.

La discriminación, impulsada por el actual y conservador gobierno holandés, se hizo extensiva a las provincias de Limburg, Noord Brabant y Zeeland la semana pasada, y en 2013 podría imperar en todo el país e incluir a todos los ciudadanos extranjeros. También cambiaría la clasificación del cannabis que posea más de 15 por ciento de THC, el principal componente psicoactivo de la marihuana: se la consideraría “droga dura” y ya no podría venderse.

El problema es más doméstico de lo que se cree. El aislamiento en el que aún está Holanda respecto de esta materia genera en muchos ciudadanos cierto fastidio por el tipo de turismo. Algo similar sienten los checos cuando los fines de semana Praga se llena de austríacos, alemanes e ingleses que van a beber la exquisita y barata cerveza local. La legalización del cannabis, como el aborto y la eutanasia, son peleas ganadas en Holanda, aunque pueda haber ciertos reveses.

Son cambios necesarios, más allá de la moralina de la época. En Europa, los matrimonios civiles recién se promulgaron en 1789 gracias a los “incrédulos” de la Revolución Francesa, como escribió el Padre Perrone. Este teólogo, dogmático, reconoció que cuando, al ceder la “fiebre revolucionaria” y cuando se redactó “de mejor forma” el código de aquella nación, quedó en pie el matrimonio civil.

“Y todavía persevera”, escribió Perrone, fallecido en 1876. El tiempo le sigue dando la razón. Lo mismo ocurrirá con los holandeses.

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