Todo empezó en la casa de unos chicos chetos que trajeron discos importados, pero enseguida la voz se diseminó –sutil pero febrilmente– por toda la ciudad y el conurbano, y entonces comenzó a gestarse la escena punk argentina. En las trasnoches de un restaurante de comida francesa, en reuniones míticas en el Botánico, en encuentros de chicos que se buscaban por la calle, y después en recitales, persecuciones y peleas, esa música que se oponía al rock festivo y alegre de la vuelta de la democracia dio pertenencia a parte de una generación que recién ahora cuenta su historia en el flamante Derrumbando la Casa Rosada.
› Por Mariana Enriquez
En el principio fue una carta de lectores a la revista Pelo, firmada por Hari B., nombre verdadero de Pedro Braun, que decía algo así como que existía el punk en la Argentina porque existía él, que era punk. La carta apareció nada menos que en 1977: un año antes, Hari B. había ido de vacaciones con su familia a Europa –específicamente a Polonia, país que tiene una insólita influencia en el punk argentino– y a la vuelta, en Londres, había visto la escena dominada por Sex Pistols y The Clash. Además, trajo discos. Y fue como una infección que irradió desde su casa en Belgrano R, y alcanzó toda la ciudad y el conurbano, y en ese contagio el punk inoculado fue mutando hacia variantes de todo tipo, muchas veces antagónicas entre sí, entre 1978 y 1988, año que clausura una primera etapa. De esa escena, jamás o muy pobremente contada, se ocupa Derrumbando la Casa Rosada: mitos y leyendas de los primeros punks en la Argentina 1978-1988, de la colección Libros de una Isla –Ediciones Piloto de Tormenta– que se agotó en apenas dos meses y acaba de reeditarse, justo a tiempo para la presentación que se hizo hace una semana en el Museo del Libro de la Avenida Las Heras, evento que acabó siendo una cumbre de la realeza del punk argento, con Patricia Pietrafesa (autora de Resistencia, el fanzine más importante de los ‘80, e integrante de Cadáveres, Sentimiento Incontrolable, She Devils, Kumbia Queers, entre muchos otros), Máximo Soto, de Secuestro, Pablo Strangler, de Alerta Roja, Miguel Angel Latorre, de Morgue Judicial, Marcelo Pocavida (Los Baraja, Cadáveres, Star Losers), Stuka y Sergio Gramática, de Los Violadores, además de varios periodistas que investigaron para el libro y de la presencia fantasmagórica de Horacio “Gamexane” Villafañe, el más nombrado de la noche, el pionero que falta desde su muerte el mes pasado.
Pero, ¿cómo contar una escena que fue una minoría intensa, pequeña pero febrilmente activa, que se movía, incluso, por debajo del under? Alfredo Sainz y Daniel Flores, los periodistas organizadores y agitadores del proyecto, que vienen planeando este libro desde principios de los años ’80, les estuvieron dando vueltas a varios formatos. “Terminamos eligiendo el modelo de contar lo que pasó algunas noches, inspirados en la película 24 Hour Party People, de Michael Winterbottom, que cuenta el primer recital de Sex Pistols en Manchester y cómo le cambió la vida a los 42 espectadores.” En Derrumbando la Casa Rosada los recitales son nueve y funcionan como ventanas hacia pequeños mundos privados. Y la apuesta es de panorama, de mezcla: escriben periodistas como Flores, Sainz o Adriana Franco, pero también protagonistas, como Marcelo Pocavida y Patricia Pietrafesa. Y en cada ventana que se abre se va armando una historia de la contracultura, una historia de la vida en la inmediata posdictadura bien lejos de la primavera alfonsinista y el rock nacional alegre y divertido.
Los mitos y leyendas de esos años comienzan, en el libro, con un escenario muy extraño: Le Chevalet. Se trata de un restaurante de comida francesa de Barrio Norte, del pintor Botto Jordán, quien quería darles a sus trasnoches algún toque extravagante. Juan Pablo Correa, “anfitrión” de las trasnoches –hoy conocido como relacionista público de PROA y Villa Ocampo, entre otras elegantes instituciones– trajo la idea de hacer trasnoches punks con esa música que estaba de moda en Londres. Ya había grupos en Buenos Aires en condiciones de tocar: Los Violadores, Los Laxantes (de Gamexane), Trixy y los Maniáticos... no mucho más. Botto accedió. Y durante seis meses de 1981, Le Chevalet se convirtió en la sede del punk local. No duró mucho: el lugar no estaba insonorizado, había que sacar al dueño de la cárcel cada noche, y solían volar objetos por el aire en medio de pogos sin escenario. Ezequiel Abalos, uno de los habitués, cuenta en el libro: “Era una situación marginal, pero de gente pudiente”. Y Adriana Franco, la autora de ese capítulo titulado “La larga noche de todos esos años”, escribe: “Aparecía una nueva generación que no le interesaba la saga del rock nacional, que no la inspiraba y que incluso veía al rock local como funcional a la dictadura”.
Las noches de Le Chevalet no están individualizadas: el local aparece como un lugar de encuentro por el que pasaban desde Andrés Calamaro hasta Los Baraja, pioneros platenses que contaban entre sus filas con Marcelo Montolivo y Marcelo Pocavida. Pero Derrumbando la Casa Rosada también reconstruye momentos específicos, como el legendario recital de Los Violadores en la Universidad de Belgrano el 17 de julio de 1981, donde hubo una razzia eficaz que se llevó a cada uno de los integrantes del grupo después de una pelea entre punks y hippies que puso al género por primera vez en los medios, con dos reseñas no menos legendarias: una tolerante e inteligente de Roberto Pettinato en Expreso Imaginario, y la sorprendentemente reaccionaria de Gloria Guerrero para Humor que, con el título de “Punks Go Home”, acusa al grupo y a su público de “denigrar a la generación de Woodstock con insultos y frases hirientes” y termina diciendo “algunas camperas empezaron a saltar y armar despiole al son del tema ‘Represión’, que balbuceaba algo como que hay represión en todas partes”.
Ese show en la UB y la sede de Le Chevalet en Barrio Norte llevan directamente al origen de clase media alta de los primeros punks en Argentina, que no está en discusión. Pero lo que el libro demuestra es que si bien esos primeros discos los trajeron quienes podían conseguirlos –los que viajaban, los que tenían acceso a lo importado– el aire fresco y rabioso del punk, tan necesario en la ciudad de plomo, alcanzó a chicos de otras clases sociales muy rápidamente. Hari B. hizo contacto con Sergio Gramática, baterista de Los Violadores, gracias a un aviso de búsqueda de músicos; y Gramática era un chico de Bernal, nacido en San Justo, su padre trabajaba en una fábrica de transformadores. Y Marcelo Pocavida era de Lanús Este, un hijo único sobreprotegido, fanático de las películas de terror que llegó al rock por Alice Cooper y Kiss, y finalmente a los Sex Pistols y los punks locales sencillamente porque las reseñas eran escandalosas y eso era lo que le gustaba a Marcelo: el alto impacto. “Leí esa nota de Pettinato donde decía que el cantante de Violadores parecía una mezcla de Tribilín con Johnny Rotten y que el guitarrista parecía Frankenstein en miniatura y me dije ‘esto es para mí’. Leía las notas y me enteraba de cosas, tomaba nota. Así conseguí el dato de que Hari B. se llamaba Pedro Braun y que era cheto. Y que vivía en la calle Juramento. Un día me tomé el tren con mi grabadorcito en la mano, escuchando ‘Never Mind The Bollocks’, llegué a Belgrano y caminé Juramento de punta a punta como un pelotudo. Yo no sabía lo que era Belgrano: para mí era el nombre de un prócer. Pero finalmente encontré la casa, por la placa con el apellido de la madre odontóloga, y toqué el timbre. Hari B. bajó vestido de militar; yo tenía una remera de los Sex Pistols pintada con óleos –porque no existían las remeras de grupos en esa época–. Hari B. era muy parco pero le caí bien y me hizo pasar a su casa. Yo tenía 17 años: era 1981. Después me invitaron a los ensayos de Violadores en Villa Urquiza. Me rompieron la cabeza.”
Derrumbando la Casa Rosada también es un libro sobre otro mapa de Buenos Aires, con centros rojos en las comisarías y un movimiento juvenil que iba marcando mojones: el Parakultural en San Telmo, el Teatro del Plata, el Einstein, Cemento, el salón Verdi en La Boca, la Sociedad Polonesa Social Cultural y Deportiva Bartose Glowacki, en Valentín Alsina. En cada uno de estos lugares, después de cada show, la policía intervenía brutalmente: para muchos, la noche del primer recital también fue la primera noche en una comisaría. “Por esos años –cuenta Patricia Pietrafesa en el libro–, el método de persecución sistemática que implementaba la policía sobre todos aquellos a quienes consideraban distintos, raros, acabó con varias bandas y muchas buenas intenciones. Se hacía difícil soportar estas adversidades. Ellos lo sabían, por eso el hostigamiento y el encierro para convencerte de que ‘así, no’. Casi lo logran.”
Hay detalles extraños en esta historia parcial del punk. Como el inexplicable hecho de que tantos pioneros punks argentinos fueran polacos –algunos nacidos en Polonia, otros hijos de primeros inmigrantes– y que bandas seminales como Antihéroes se formaran en los boy scouts polacos –y en consecuencia que la Sociedad Polonesa de Valentín Alsina acabara siendo sede de recitales de la cooperativa de músicos punks y afines formada en 1986 (la Sociedad fue, también, donde hizo sus primeras armas Sandro)–. O que algunas bandas aparecieran en televisión: Los Baraja en El club privado de Moria (Casán) y Secuestro en Los copiones de ATC, una serie para chicos escrita por el papá de Máximo Soto, autor también de Pelito y Las puertitas del Señor López. O que un grupo como Morgue Judicial saliera de la Asociación Cristiana de Jóvenes, donde se conocieron sus integrantes. “Otra cosa interesante –cuenta Alfredo Sainz– fue descubrir dónde estaban muchos punks ahora, desde Lingux (Sentimiento Incontrolable), que era el patriarca de la anarquía en la Argentina y se convirtió en un escribano millonario, hasta Pablo Strangler (Alerta Roja) que hoy es en un jugador profesional de poker y aparece en los programas de ESPN.”
Uno de los capítulos más importantes de Derrumbando es “La batalla del Riachuelo”, crónica del festipunk del 2 de mayo de 1986 en el Salón Verdi, escrito por una de sus protagonistas, Patricia Pietrafesa. Ella, que toca el bajo en She Devils y en Kumbia Queers –verdadero gran éxito de mestiza cumbia punk– es la memoria del movimiento, la que oficia de biblioteca, de historiadora. Patricia guarda todo: tiene un archivo en la casa de su padre que conserva cada volante de la época y cuenta además con su envidiable memoria –y su lucidez–. Aquel festipunk fue el primer festival independiente y autogestivo, organizado por una cooperativa de bandas; hoy, tras la caída de los discográficas, la experiencia, que conllevaba peleas con Sadaic, resulta absolutamente vigente. Patricia, además, estaba viviendo su primera experiencia de punk político, junto a Sentimiento Incontrolable. Su ideología libertaria no se limitaba a la música. Por esa época conoció a la trabajadora sexual Ruth Mary Kelly, que le presentó a Eugenio Raúl Zaffaroni: él le explicó cómo proceder cuando la policía los llevaba presos y le regaló el Código de Contravenciones Policiales.
Entonces, junto a Mónica Vidal, de Antihéroes, organiza reuniones mensuales en el Jardín Botánico, para punks e interesados. Ahí conocen a Daniel Melero, que está en los orígenes de la cooperativa y arma su sello Catálogo Incierto para editar a, por ejemplo, Todos Tus Muertos; pero también en esas reuniones circulaba una información que en 1986 era una bocanada, una alegría. Algunas de esas reuniones del Botánico llegaron a sumar cien personas.
Derrumbando la Casa Rosada recoge esta experiencia de información y agitación, pero también la de grupos “divertidos” como Secuestro, o el testimonio de Sergito Anticristo, de la banda skinhead Comando Suicida. La convivencia en los ’80 de estos grupos, tan distantes ideológicamente, estaba lejos de ser fraternal. Hubo violencia, peleas, racismo, homofobia: hay otra historia que todavía queda por contarse. El libro no esquiva las peleas y las internas de aquellos años, pero tampoco las profundiza. Y eso está bien, dice Patricia, porque es un panorama. “Este libro es una primera parte para que después a quienes nos interesa la época podamos meternos con los detalles, con lo que no se cuenta. Eramos chicos, pero yo era muy seria, y todo lo hice con mucha seriedad. Muchos grupos provocaron actos de violencia y fueron responsables de muchas agresiones y eso no se justifica porque uno ‘era chico’. No me interesa limar asperezas.”
Asperezas que, cuentan Flores y Sainz, sí se dejaron de lado para armar el libro. “Creo que todos estuvimos de acuerdo en que esta diversidad aportaba a que quedara un libro más completo. La única duda surgió con la inclusión de Comando Suicida, por todos los antecedentes de violencia de los skinheads. Pero la curiosidad por saber cómo había sido la historia del grupo –incluyendo cosas como la pelea entre los Comando y los TTM en un recital del Parakultural– y de los inicios del movimiento skin en Buenos Aires fue más grande.” En su testimonio, Sergito, de Comando Suicida, admite que en un tiempo se unió al tenebroso falangista nacional Federico Rivanera Carlés, pero después se abrió. Y allí queda su historia.
Así definió Máximo Soto, de Secuestro, al libro en la presentación. “La mitad de los protagonistas están muertos y la otra está en el exterior”, se reía. “Este libro abre la inquietud sobre si el punk está muerto o no”, agregaba. “Los que estamos acá somos sobrevivientes”, decía Gramática. Es cierto. Basta mirar la alucinante coda del libro, un listado de dónde están hoy aquellos punks que parecen breves perfiles de los protagonistas de una novela de Roberto Bolaño. Algunos ejemplos. “Alberto Villaverde, alias Beto, bajista de Los Violadores: después de dejar la banda, ingresó a la policía y en 1994 se suicidó”; “Carolina Vera Antolinetti: alias Carol, cantante de Cadáveres de Niños: tiene una academia de flamenco en Hong Kong, donde vive con sus hijas”; “Pablo Esaú, baterista de Los Laxantes: desapareció en la selva boliviana en febrero de 1990, junto con su novia, Mónica Vidal”; “Pedro Braun, alias Hari B., guitarrista y fundador de Los Violadores: trabaja como guía de montaña”; “Woijtek Niemiec, bajista de Antihéroes: de acuerdo con los últimos datos conocidos, vive en el número 4 de la calle Kmieca de la ciudad polaca de Szczecin”. Pero el clima en la presentación no era fúnebre: tenía algo de justa celebración, de reconocimiento. “A mí el punk rock me salvó la vida”, decía Patricia. “Nuestra época fue bisagra entre dictadura y democracia: las minorías salían a resistir contra las condiciones que te hacían difícil la vida, y no sólo la policía, también la gente, que nos rechazaba, a nosotros y a todo lo que no consideraba normal. Vivir como queríamos era un gran desafío y una gran intensidad. Me hizo revivir esos sentimientos y me despertó la veta de historiadora, volver a mi archivo, querer contar esa escena, que no está en ninguna parte.” Y Marcelo Pocavida, que está por editar un disco homenaje al punk argentino con su grupo Star Losers, se niega a hablar de si el punk está muerto o no. “¿Cómo voy a hacerme ese planteo? Tenemos 47 años y seguimos acá. Es nuestra vida.”
Los puntos de venta de Derrumbando la Casa Rosada. Mitos y leyendas de los primeros punks en la Argentina 1978-1988 se pueden chequear en www.pilotodetor menta.com.ar. La colección Libros de una Isla incluye además La manera correcta de gritar, una historia del ska en la Argentina y Gente que no sobre bandas “pospunks” de los ’80. Como están a punto de agotarse, pronto se reeditarán los tres juntos, en una caja especial para coleccionistas. Más información en facebook.com/pages/Derrumbando-la-Casa-Rosada/
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