› Por Osvaldo Soriano
Cada noche de Año Nuevo recuerdo, aunque sea por un instante, la última que vivió mi padre. Estaba envuelto en una bata raída, en la puerta de la casa que alquilaba en la calle Santo Tomé. El pucho seguía en sus labios, pero ya lo estaba matando. Levantaba un brazo para saludarme mientras alrededor estallaban petardos y bengalas de colores. Nos habíamos peleado, creo, porque yo odiaba las fiestas tanto como él y no sé qué estúpida costumbre nos hacía reunirnos a brindar y desearnos cosas en las que no creíamos.
Me parece que ya habíamos discutido antes de comer. Mi padre estaba sin trabajo y deambulaba por la ciudad en busca de una changa. Había perdido el Gordini y ya no le quedaba nada por empeñar. Mi madre presentía que el final estaba cerca, pero cuando supimos que hasta se le podía poner una fecha, ella se negó a aceptarlo. Salimos al patio de baldosas y ahí se puso a llorar. Afuera, detrás de los cohetes, López Rega gobernaba el alma del General. Si lo menciono es porque en esos últimos días de 1973, uno de mis tíos, que era un tarambana, fue a visitar a mi padre para empujarlo a entrar en la guerrilla.
Era un disparate: mi padre tenía sesenta y dos años y era radical. Ni siquiera había aceptado que Balbín se abrazara con Perón. El Jefe podía perdonar y hacer política por su cuenta, él no. Me contó la ocurrencia de mi tío con una sonrisa. “Quiere que me gane la vida como bandolero”, me dijo, y empleaba esa palabra para herirme porque sabía que algunos de mis amigos eran montoneros y no lo habían aceptado como fotógrafo en el diario Noticias. Ya estaba grande para trances de guerra y de algún modo se lo dieron a entender. En mi cabeza, el episodio es muy confuso: mi padre necesitaba trabajo y en el único lugar donde yo conocía gente con posibilidad de dárselo era en el diario de los montoneros. Le expliqué a uno de ellos que se trataba de darle una oportunidad, algo en el laboratorio de fotografía. Me preguntó qué sabía hacer y no supe explicarle. Le dije, sí, que mi padre era antiperonista por lo menos desde el 17 de octubre del cuarenta y cinco.
Seguro que eso no lo ayudó a conseguir trabajo y fue una pena: andaba tan bajoneado que no tenía nada que perder. Igual, en la entrevista enseguida metió la pata: oyó la palabra “compañero” y empezó a cagarse en Perón como si estuviera en sus mejores tiempos, allá por los años cincuenta. Después me contó que habían sido amables con él y le dijeron que lo citarían a la brevedad. Yo quedé mal con mi amigo por mandarle un gorila y con mi padre porque nunca lo llamaron a revelar las fotografías del General.
Creo que todo eso pasó para que discutiéramos aquella noche. A mí no me levantaba la voz, pero al hablar se le notaba el disgusto. En esos días le había dado un relato mío para que lo pasara en limpio y lo hizo mal. Se lo dije y, súbitamente, se entristeció. Lo había juzgado desde mi pedantería juvenil y ni se me ocurrió pedirle perdón. Nunca lo había hecho y no iba a empezar esa noche, aunque mi madre presintiera que aquél era el último Año Nuevo que pasábamos juntos. Mi padre dijo algo así como “si no te gusta hacételo vos”, y se levantó a buscar otro paquete de cigarrillos. La bata que llevaba parecía salida de una novela de Gogol y el piyama, abajo, tenía tantos años como su inquina por Perón. Tal vez ya he escrito lo suficiente sobre él y tal vez no. Nadie conoce el instante en que muere de verdad. Tengo una fotografía que mi padre se tomó a sí mismo en la que está reclinado sobre una gran regla de cálculos. Esa es la imagen que quería dejarme de él. Años después, en Brasil, un funcionario me contó que de joven había aprendido dibujo industrial a su lado. “Me hablaba todo el tiempo de vos”, deslizó después para congraciarse. Uno de mis primos, que fue su dependiente en una oficina de Morón, se me acercó en la Feria del Libro para decirme que era un gran tipo mi viejo. Entonces, ¿dónde está su parte oscura? ¿Cómo adivinar su lado odioso? Acaso cometo el error de vestir a los perdedores con el ropaje de los sueños. No estoy seguro de que mi padre haya sido digno de elogio. Hacía su deber de controlar el agua corriente por puro orgullo, y de hecho siempre permaneció en el más rotundo anonimato. Resulta triste admitir que mi padre era un don nadie. Un tipo de cuarta perdido en las provincias. Un oso de invierno jugando a la escondida.
Para las fiestas de fin de año y para los carnavales, algún comando hacía saltar la red de agua para demostrar que había resistencia y ahí iba él, de noche y en bicicleta, a recoger peones y a restablecer el servicio. Como a esas horas los tipos eran remolones y se negaban a trabajar en nombre de la familia y la religión, mi padre acordonaba la bicicleta en la vereda, avanzaba unos pasos y en voz alta, para que escucharan los vecinos, les enumeraba las veinte verdades del buen peronista. Eran pocos los que se resistían. A veces la disputa giraba en torno de si mi padre decretaba San Perón para el día siguiente o si lo dejaba para el lunes de la semana siguiente. Cuando llegaba la ocasión todos eran felices, menos él. A veces, con otros chicos, en lugar de asistir a clase nos íbamos a nadar o a jugar a la pelota y al otro día, si la maestra me pedía el justificativo, yo me ponía de pie y respondía que en la víspera Obras Sanitarias había festejado la fiesta del General. Nadie tenía nada que objetar, salvo el cura que era más contrera que mi padre. Antes del cincuenta y cinco, a los gorilas se los llamaba contreras y Enrique Santos Discépolo los gastaba con un personaje al que llamaba “Mordisquito”. Entre el cura que lo criticaba desde el púlpito y Discepolín que lo cargaba por radio, mi padre vivía atormentado en busca de una identidad. Todavía faltaban veinte años para que mi tío lo tentara con la guerrilla y yo lo mandara a buscar trabajo en el diario montonero, pero él ya estaba tironeado por los símbolos de nuestras discordias. Cómo iba a imaginar que un día Alfonsín, urgido por figurar, iría a rendir el pabellón radical a la puerta de un caudillo riojano.
Pero volvamos al Año Nuevo del setenta y cuatro. El relato que ha pasado en limpio trataba sobre la guerra entre peronistas y eso debe haberlo sobresaltado un poco, lo suficiente como para hacerlo tipiar algunos párrafos a la bartola. No había computadoras en ese tiempo y cada teclazo dejaba una marca indeleble. No guardé aquella copia suya: nadie piensa que lo que hoy tiene entre sus manos con indiferencia será mañana un recuerdo. Y aquellas páginas anunciaban el final. Cuando a uno le vienen ganas de morirse puede elegir la forma que le venga mejor. Mi padre era de la época del tango, de cuando había peronistas y radicales, así que decidió sufrir. Yo me empecino en discutir con mi padre aquel Año Nuevo en el barrio de Versalles. Siguen los buscapiés, las estrellitas y los rompeportones. Zumban las saetas y se nos ponen los pelos de punta. Cualquier aficionado a las letras podría describir la desazón de esas horas. Al filo de la medianoche se desata un tiroteo y enseguida, desde el centro, llega la sirena de La Prensa. No recuerdo con qué vino brindamos, pero él y yo tenemos el estómago revuelto. Todos los malos augurios se cumplen ese año. Se mueren mi padre y el General. Buenos o malos, esos hombres me tienen, todavía, en vilo. Desde el fondo de los tiempos, mi padre me saluda en la puerta de su casa, con la bata raída, mientras el General escucha por última vez esa música maravillosa que es la voz de su pueblo.
Este texto de Soriano abre Piratas, fantasmas y dinosaurios, uno de los libros en los que recopiló sus artículos publicados en Página/12, y que Seix Barral acaba de reeditar por estos días.
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