AVENTURAS ILUSTRADAS 2 > ANéCDOTAS, ENCUENTROS Y MEMORIAS DE REP. HOY: CON HUGO PRATT EN VENECIA
› Por Miguel Rep
Recién llego a Venecia. Es la parte oscura de la madrugada. En Informes de la Stazione Ferroviaria me indican que, para ir al Albergue para la Juventud, tengo que cruzar con el vapporetto.
Pero el lanchón, en su parada, se mece solo, sin nadie alrededor. Nadie hace cola, nadie expende boletos, nadie pretende manejar la nave. Es muy temprano y hace un frío de calarse. Mi pulóver de anchas rayas grises y blancas no alcanza a protegerme del rocío.
Camino, y le pego un besazo a la petaca. Cansado y todo, tras un viajecito desde Viena hasta aquí, recibo las primeras impresiones de esas callecitas sin autos. Olores raros, gatos, ventanas cerradas, laberintos donde choco mi pesada mochila con esqueleto de aluminio. Primeros ruidos de Venecia, pisadas de las espaldas que van adelante y doblan y se pierden, agradable fragancia de una panadería. Amanece, como quien dice, clarea, y me siento encima de la mochila, bajo una arcada, en un final de calle que da al agua, y observo el golpetear de ese cacho de mar urbano en la veredita.
Soy un fantasma en este paisaje medieval. Las luces cambian, se acerca la hora de la salida del vapor. Voy para allá.
De golpe me topo con una amplitud. La Plaza de San Marcos, esa postal tan conocida de antemano. Allá está el mar verde. De pronto baja una neblina, y veo las primeras gaviotas. Qué lejos estoy de casa.
Un marinero está leyendo un Corriere. En la portada alcanzo a leer sobre la muerte de Rock Hudson. Un fantasma recorre Europa, lleno de sangre contaminada, justo la primera vez que se me ocurre venir a este continente. Le pego otro chupón a la ginebra.
Veo algunas lanchas en el canal, entonces enfilo hacia la parada. Cada vez más gente, de la laburante, y ningún turista. Me guardo las ganas de tomar un café humeante y oloroso para cuando llegue a la Giudecca.
Estoy en el batello de la línea 82, el vaivén me salpica la cara. Detrás del ruido del motor resuenan los chillidos de algunas aves. Hay palos clavados en el agua, y bestias aladas marinas descansan ahí, paradas, atentas. Allá aparece una curva, y tras ella, la Giudecca. Estamos cruzando el canal, y ya esbozos de sol rebotan en el dorado de algunas iglesias orilleras. El agua está cambiando de verdes. Un anciano italiano con gorra negra mastica un emparedado. Emparedado, ¿cómo me vino tremenda palabra de historieta?
Tengo una nostalgia que no es mía, y siento que estoy viajando como llevando a otros que quedaron en mi tierra y no pueden hacerlo. Quizá sea por la despedida que varios colegas me hicieron en una casa de la avenida Nazca: en sus rostros veía las ganas de emprender la aventura por el viejo continente, el sueño argentino de volver al origen.
Pero yo no estoy en mi origen, no tengo sangre tana. Pero sí la cultura, es increíble lo familiar que siento este idioma y estos ademanes casi árabes. Desde que crucé la frontera austríaca y sentí el griterío del norte de Italia, me relajé. Atrás quedaron los periplos españoles, franceses, belgas, holandeses, daneses, suecos, alemanes y vieneses que gasté en este mes y medio. Ahora me siento como en el conventillo de Boedo, oyendo el griterío de doña Carmela y Don Salvador.
Estacionamos en la Chiessa del Gesuati, atan la soga, y me dan una mano para pasar al muelle. La Giudecca.
Miro el mapa y encuentro que el Albergue está en esta misma calle costanera. Hacia allá voy. Necesito el cafecito y un colchón.
Llego y, oh, está cerrado para los nuevos, hasta las 11. Y es muy temprano aún. Me invitan a volver a la calle, y a esperar.
Deambulo por la Giudecca. Es bien distinta a la Venecia que está enfrente. Aquí se vive. Su nombre deriva de que en esta isla vivían los judíos.
Veo que hay una obra de succión del agua del canal, cercada con chapas. Por un agujero descubro el barro gris verdoso, denso, y no muy profundo, la profundidad exacta en la orilla. Si vaciaran toda el agua del canal veríamos este barrial histórico, y algunos de sus misterios en su fondo.
La cosa es que el sol ya está acá arriba y tengo hambre. Me compro unos panes enormes y manteca. Me siento en una grada frente al mar.
Una gaviota huele mi hogaza, y se para en uno de esos palos que salen del agua. Unto el pan. Estudio al bicho. Es muy grande, y temible. Con ese pico te puede sacar el ojo. No mira hacia el agua. Mira el pan. Grazna de vez en cuando. Varios panes con manteca deglutidos después, le tiro migas. Se queda un buen rato conmigo, y luego vuela hacia algo más consistente. Yo también necesitaría un buen pescado para acompañar el pan, maldita gaviota.
Estoy hace un rato aquí, ya es cerca de las 11. Me saqué un montón de bolitas de lana del pulóver, me sacudí las migas. Preparo la mochila para ir al Albergo.
Me estoy por levantar, y ahí lo veo.
¿Será él?
Salgo corriendo hasta la puerta donde desapareció su cuerpazo. Me detiene un gigantón con anteojos de sol, en la entrada. El lugar se llama Harry’s Dolci y es un restaurante paquete.
El urso me pregunta quién soy, qué quiero. Es normal: soy un peludo mal trazado, con ropa de mochilero, indigno de entrar en ese reducto.
Le grito, para que aquel que entró escuche:
-–¡Es Pratt! ¡Hugo Pratt!
Y Hugo emerge, preguntándome: –-Eh, ¿chi sei?
–¡Soy un dibujante argentino, Pratt! ¡Soy dibujante, y estuve con usted en Córdoba, en el ’79!
Hay dos referentes mundiales de Venecia. Uno es Fellini, el otro, está frente a mí.
Llegué hace un rato nomás a esta mítica ciudad, con el recuerdo permanente de todas las historietas de Corto Maltés que leí, imaginándome a Pratt saliendo de esta ciudad tras la guerra, habiendo dibujado L’Asso di Picche, para desembarcar en Buenos Aires y encontrar su madurez y el inicio de su mito en aquel lejano y entrañable Sur que le dio su primera fama y estilo. Si me dicen Venecia digo Pratt. Y ahí está, en mi primera mañana, antes siquiera de alojarme en su piso flotante. Y eso que es grande, Venecia. Y tiene miles de recovecos. Gente que aparece y desaparece en sus callejuelas. Ya me doy por hecho. No me lo van a poder creer allá.
Y entonces el Tano me hace un ademán, y me hace entrar.
–Pasa. Siempre hay un plato para un dibujante argentino.
Y almuerzo con el gran Hugo.
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