JORGE GLUSBERG 1932-2012
› Por Rafael Cippolini
El pasado jueves 2 de febrero falleció Jorge Glusberg.
Si en el mundo del arte suele hablarse de circuitos y de escenas, en nuestro medio nadie más tuvo tantas vidas en las últimas cuatro décadas. Ni siquiera Romero Brest, tan amado y odiado por igual, supo cosechar la cantidad de polémicas que siempre rodearon a sus acciones. La razón es simple: desde la fundación del Centro de Arte y Comunicación (Cayc) en 1968, hasta la renuncia a su cargo como director del Museo Nacional de Bellas Artes en el 2003, no existe otro que haya hecho tanto. La suya es una biografía excesiva, en todos los sentidos.
Inventó su propia historia de los orígenes del arte argentino contemporáneo (no hay más que releer su Del Pop Art a la Nueva Imagen), así como realizó algunas de las estrategias curatoriales más memorables: el envío a la Bienal de San Pablo de 1977, que tendría como saldo la consagración internacional de Víctor Grippo.
Glusberg era arriesgado, apostaba fuerte y sus modales podían desconocer la amabilidad. Pero al mismo tiempo fue una máquina de generar: la tercera parte de sus logros duplican lo realizado por la gran mayoría de sus detractores. Esto lo escribe un antiguo (valga el adjetivo) detractor suyo que lejos está de retractarse. Sigue siendo más fácil denostarlo que admirarlo, aun cuando resulta fácil encontrar tantísimos motivos para esto último.
Como empresario hizo negocios con la gestión de Cacciatore (Glusberg estuvo al frente de la empresa de iluminación Modulor), luego fue funcionario en tiempos de Menem, actuaciones que no sin causa caen pesadas. Pero no menos cierto es que la Asociación Argentina de Críticos de Arte jamás fue tan activa como en su presidencia, que el fin de las Jornadas de la Crítica produjo un vacío que no ha vuelto a llenarse y que su labor como difusor de la arquitectura actual en el país sigue sin tener competencia.
Roland Barthes lo consideraba insufrible, tan legendaria es su desmedida insistencia. Pero ¿cuántos más, en los medios culturales locales, crearon lazos con la intelectualidad internacional con la generosidad que él lo hizo?
Fue colaborador de infinidad de medios (desde Latin American Arts hasta su creación, Buenos Aires Bellas Artes –o simplemente BABA, ya que así la rebautizaron sus enemigos–), y autor de decenas y decenas de publicaciones, si sumamos libros y catálogos. Era vox populi que la intervención de secretos colaboradores daba forma a esas páginas, tan cierto también que no fue un hombre de pocas ni obvias ideas.
Expansivo incurable, Glusberg recuperó varias tradiciones a su modo heterodoxo: pensemos en la serie de muestras recordadas bajo el título de “Harrod’s en el Arte”. Si el Cayc era lo nuevo, sus salas se prolongaron tanto más allá encontrando otros espectadores. No existe quien pueda tildarlo de elitista.
En muchos aspectos, sus días frente al Museo Nacional fueron brillantes. Sólo a modo de ejemplo, basta con repasar las exhibiciones individuales realizadas a lo largo de esos años. Es cierto, solía conducirse con los clichés de un patrón de estancia, pero ¿eso le resta méritos?
Del mismo modo en que confió y defendió muchas veces irracionalmente a un grupo de artistas que crecieron bajo su tutela, no todos recordables, supo defenestrar con igual facilidad y con desigual tino y desdén propuestas que luego fueron canónicas. Faraónico es un adjetivo que por su desproporción le sigue sentando bien. Sin dudas, a diferencia de Brian Sweeney Fitzgerald, el lunático magnate interpretado por Klaus Kinski en Fitzcarraldo, sus deseos –incluso a su pesar– llegaron a buen puerto.
Para decirlo en pocas palabras: seguirá siendo un personaje incómodo, incluso extendidamente antipático para no pocos, pero lo extrañaremos.
Rechequeando la Historia, argumentos no nos faltan.
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