CINE > HUGO: SCORSESE EN 3D PARA HOMENAJEAR A GEORGES MéLIèS Y EL NACIMIENTO DEL CINE
Finalmente, los grandes nombres del cine van sucumbiendo al chiche nuevo del 3D: ya pasaron Wenders, Herzog, Spielberg y Peter Jackson. Y Martin Scorsese no se quiso quedar afuera. El estudiante más aplicado de la historia de la pantalla grande, el guardián de su memoria y el conservador de sus reliquias, eligió poner la mejor tecnología al servicio de homenajear a Georges Méliès, el padre del cine que terminó solo, olvidado y con su trabajo en celuloide destruido por la guerra. La invención de Hugo Cabret es un viaje a la París de fin de siglo, una iniciación en los prodigios mecánicos y una pieza de relojería virtual impecable. Entonces, ¿de qué adolece?
› Por Mariano Kairuz
Hace 115 años, pareció que el cine –que todavía no era un arte sino, como suele decirse, un espectáculo de feria– iba a llevarse puesto, como una locomotora, al resto de las artes que lo precedieron. También pareció, por un momento, y al menos para los presentes en alguna de aquellas funciones de 1896 del corto primitivo La llegada de un tren a la Ciotat, de Auguste y Louis Lumière, que iba a llevarse puesto al público. Tal fue la impresión de realidad de la máquina acercándose a la cámara, y la anécdota es conocida: toda esa gente corriendo atropelladamente, tan temerosa de que la locomotora avanzara más allá de la pantalla pasándole por encima. Así que, si de relieve y profundidad e inmersión se trata, aquél fue el primer 3D de la historia del cine, tal como no llega a enunciarlo pero sí a sugerirlo reiteradamente, y sin sutilezas, la nueva película de Martin Scorsese, La invención de Hugo Cabret, la de las once nominaciones al Oscar.
A esta altura –con toda la prensa y la publicidad que lleva acumuladas– no hará falta aclarar que Hugo (su título en inglés) está filmada en 3D digital, que es la primera vez que Scorsese echa mano a este sistema, y también que es la primera vez que filma una película basada en un libro para chicos. El libro, del escritor e ilustrador Brian Selznick –nieto de un primo de David O. Selznick, uno de esos productores legendarios del viejo Hollywood, el de Lo que el viento se llevó y King Kong–, trata sobre un chico que conoce a Georges Méliès, el primer gran ilusionista del cine. El truco de la película de Scorsese es sencillo: partir de la última estación, del recurso técnico y narrativo más moderno, que es el 3D digital (por ahora: todavía falta ajustar algún asunto, atenuar algunos dolores de cabeza, eliminar los anteojitos) para viajar hasta el punto de partida, hasta aquellas otras películas que alguna vez, tan a los comienzos, ya fueron la última estación, el punto de llegada del arte. Y mucho se ha dicho y mucho más se dirá sin duda acerca de que esta es la primera película explícitamente cinéfila de el cineasta cinéfilo de Holly- wood, el preservador, el rostro más famoso de archivo fílmico, el más didáctico y más aplicado estudiante de la historia, Scorsese, que recrea no solo el famoso Viaje a la Luna de Méliès (el de la conocida imagen del cohete incrustado en el ojo del satélite), sino también el pánico del público corriendo de la sala ante la llegada del tren. Una imagen –la de la locomotora que viene un poco más acá y provoca una catástrofe– que tiene un precedente real: en 1895 un tren siguió más allá de la finalización de su carril y atravesó el andén de la estación parisina de Montparnasse, hasta la calle.
La estación de Montparnasse, su imponente hall central, su enorme reloj, sus pasillos y también los pasadizos internos de sus muros son la ambientación principal de La invención de Hugo Cabret, y la imagen del tren descarrilando ataca en sus sueños al protagonista. El tema es la remanida cuestión de la relación entre cine y sueño y unas semanas atrás Steven Spielberg fue citado diciendo, en una entrevista a propósito de su nueva película Caballo de guerra –otra que, como la de Scorsese, apunta a un público juvenil, aunque un poco mayor, y que transcurre en las primeras décadas del siglo XX–, que “el cine es una herramienta no de política, pero sí de sueños”, una declaración teñida de una poco convincente candidez. Y ahora estos dos hombres que se acercan raudamente a los 70, Spielberg (que viene de debutar en el digital 3D con Tintin, y cuyo corcel guerrero, que compite aunque con menos fuerza por el Oscar, llega a los cines una semana después que Hugo) y Scorsese, se empeñan en crear fábulas relucientes, en bañar a sus personajes en una luz “mágica” incluso cuando estos enfrentan la mayor de las adversidades, y en teñirlo todo con la música más empalagosa, y sin embargo todos sus esfuerzos no alcanzan para ocultar el corazón inexorablemente oscuro que alojan sus historias. En última instancia, al filmar el tren que descarrila violentamente despertando a Hugo Cabret en medio de la noche, helado del miedo, Scorsese parece estar al menos reconociendo que si el cine es una máquina de sueños, muchos, tal vez la mayoría de sus sueños son en realidad pesadillas.
Con esa emoción propia del relato de una revelación iniciática, de fin de la infancia, Scorsese contó más de una vez que uno de los primeros y más fuertes impactos que recibió en el cine fue cuando, de chico, su tía lo llevó a ver Nido de ratas. “Por primera vez fue literalmente como si la cámara se hubiera metido en el departamento con mi familia, o en la esquina con nosotros”, contó. Cuarenta años después de su primera película como director, el cine sigue siendo para él ese choque entre sueño violento e inescapable realidad. Al día de hoy, dice, tiene recurrentemente una pesadilla en la que se encuentra en un set de rodaje. Los productores lo presionan para que empiece a filmar, pero él no sabe de qué trata la película, ni quiénes son los actores, ni quién es ese hombre que se encuentra parado detrás de él. Es probable que el hombre sea otro director, presumiblemente uno de sus ídolos personales, tal vez Bergman o Michael Powell, o Jean Renoir u Orson Welles, y está ahí para hacerse cargo de la película en caso de que él no esté a la altura. “Es un golpe de humildad, esa sensación de no ser adecuado para el trabajo, de que me pueden superar, o echar, que sigo teniendo”, dice Scorsese. “Después de todos estos años filmando, creo que es algo que no se va a ir nunca.”
Y un poco de eso trata La invención de Hugo Cabret, porque de eso se trata en buena medida la historia real del pionero Georges Méliès. Tras haber filmado más de 500 cortometrajes en los que abordó todo tipo de géneros pero afianzó a través de innumerables trucos de su invención el cine de ciencia ficción y fantasía; tras gozar de un éxito descomunal, cuando se acercaba la Primera Guerra se vio forzado a presentar la quiebra de su empresa. Solo una fracción de su obra se preservó, y buena parte del celuloide del que estaban hechas las copias de sus films fue derretida y reutilizada para fabricar las puntas de las botas de los soldados del ejército francés durante la Gran Guerra. Arruinado, la vejez encontró a Méliès trabajando siete días a la semana, frustrado y amargado, en una juguetería ubicada en la estación ferroviaria de Montparnasse.
Ese viejo gruñón y oscuro (interpretado por Ben Kingsley con su acostumbrada eficacia e intensidad) es el hombre a quien el huérfano Hugo Cabret conoce mientras vive en la estación de Montparnasse. Hugo (el londinense Asa Butterfield, que algunos recordarán de El niño del pijama a rayas y por esa expresión tan dickensianamente desdichada) se esconde en un altillo atrás del gran reloj de la estación –al que mantiene andando sin que nadie lo sepa, desde que su tío borracho, que era el encargado, desapareció–, hurtando comida y esquivando al policía que se dedica a cazar a los niños que andan sueltos por ahí (Sacha “Borat” Baron Cohen, en clave, se ha dicho, muy Inspector Clouseau) y su doberman. La única compañía que tiene Hugo es un autómata mecánico, un fetiche tecnológico de fines del siglo XIX y principios del XX, del que espera que guarde un mensaje dejado para él por su amado padre poco antes de morir. Su empeño por arreglarlo lo conduce hasta Papa Georges y su ahijada Isabelle (Chloë Grace Moretz, la perturadoramente madura nena de Kick-Ass y Déjame entrar), que jamás fue al cine y no sabe que unos cuantos años atrás su padrino fue uno de los grandes inventores del arte fundamental de un siglo todavía joven.
La invención de Hugo Cabret, el libro, es un tomo de más de 500 páginas compuesto de una gran cantidad de texto y profusas ilustraciones en blanco y negro, estilizadas pero muy lejanas del pulido y brillante diseño digital de la película de Scorsese y de la dirección de arte del veterano de las huestes de Fellini, Dante Ferretti. El efecto tridimensional alcanza una de las aplicaciones más “elegantes” de su breve historia, y hasta contó con la bendición de su principal promotor, James Cameron, que la llamó “la mejor película hecha hasta ahora en este sistema”. Lo cierto es que aunque el tema ya se volvió un poco cansador (este fue el año en que los “artistas-de-verdad”, de Wenders y Herzog a Spielberg y “Marty”, jugaron con el 3D), Hugo ofrece algunos momentos estereoscópicos visualmente deslumbrantes. La secuencia inicial, en la que tras sobrevolar los techos de París, Torre Eiffel y todo, ingresamos en la superpoblada e hiperkinética estación de Montparnasse hasta alcanzar la mirada triste pero encendida del protagonista, es soberbia y abrumadora. Luego, el 3D nos permite perdernos en los pasadizos internos en los que pasa sus días, a escondidas, Hugo Cabret. Y hay otra escena particularmente encantadora, que aunque no tiene tanto que ver con el efecto tridimensional sí es producto de la composición digital, que ocurre en los primeros minutos, cuando Méliès le confisca a Hugo su libreta de anotaciones y diseños del autómata, y en el movimiento veloz de las páginas los dibujos cobran vida como en un flip-book, ese otro juguete óptico de los comienzos del cine. Es también por potencia del 3-D que las coloridas recreaciones de los imaginativos sets de filmación de Méliès (mundos marinos y cósmicos con sirenas y monstruos) adquieren el relieve un poco falseado, deliberadamente artificioso, de un diorama.
Encandilado como un nene con las posibilidades de la estereoscopía, Scorsese juega a hacerse el adulto argumentando que lo que le impresiona del sistema 3D es cómo realza cada expresión de sus personajes, la de Hugo, la de Isabelle, la de Méliès. Sin embargo, es ahí justamente donde la película encuentra su límite: por más que la música y los tiempos y las caras de sus golpeados personajes digan otra cosa, Hugo maravilla, pero no conmueve. Su truco es demasiado perfecto, digitalmente preciso; sus movimientos son demasiados fluidos, su historia demasiado circular, su aventura controlada, su magia demasiado calculada. El gesto –de moverse entre los extremos del cine: de la primera a la última de las vanguardias técnicas– es aventurado, pero Scorsese es excesivamente prolijo, casi un autómata. Hasta cierto punto, su fantasía francesa es equivalente a la de Medianoche en París, la película de Woody Allen que hace chocar a personajes reales y legendarios de una época cercana y que compite también por el Oscar a mejor film; y de hecho por acá vemos pasar, como extras, a Dalí, a James Joyce, a Django Reinhardt. Sólo que, a diferencia del disparate de Allen, no hay nada de humor (ni siquiera cuando cita a Harold Lloyd colgado del reloj), sino nostalgia, melancolía, solemne homenaje.
Es por esto que Hugo es el sueño un poco académico del gran cineasta-preservador, el de mantener vivo el cine de todos los tiempos, y el sueño deviene pesadilla. Porque a través de su perfecta superficie digital no hace otra cosa que una réplica que no busca emocionar ni hacer reír, sino congelar el tiempo, intentando resistir el hecho incontestable de que hoy el lugar de espectáculo mayor que el cine ocupó en sus comienzos y hasta mediados del siglo XX pertenece a otras artes y otros artefactos. Hugo es sí, sorprendente, tiene momentos increíbles, pero se parece menos a la celebración del cine que Scorsese terminó de descubrir cuando sintió que una cámara había entrado a su casa y reflejaba su vida en la pantalla, que a una elegía triste y en el fondo desesperanzada por algo que ya no existe más.
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