Domingo, 26 de febrero de 2012 | Hoy
Por Eduardo Pavlovsky
No sé qué se les ha dado ahora por querer informarse sobre mi infancia. Me resulta gracioso.
Históricamente recuerdo que Adriano, el emperador, un día se levantó y dijo “¿¡pero cómo llegué yo a esto!?” y trató de buscar antecedentes, ilusiones, fantasías de él, fantasías de los padres, pero no llegaba a ninguna conclusión, nada le daba una explicación de cuál habría sido el camino desviante que lo había llevado a ser emperador.
Yo no voy a intentar hablar de mi infancia, es una cosa tonta. No voy a tratar de hablar y de explicar los orígenes de mi vida para los estúpidos que todavía buscan explicaciones sobre una única conducta férrea que he tenido en mi vida. Conducta que no dejé desde mis primeros años de vida hasta mi muerte. Siempre fui el mismo.
Tal vez mi presencia daba miedo por... no sé... por la manera indeclinable en que defendía mis derechos y la igualdad. Yo había vivido bien... lo que me desesperaba era la negación de la desigualdad. Cómo podía ser que hubiera un sector con palacios extraordinarios, con magníficos lugares de residencia, con lugares lujosísimos, donde se podía ir a hacer grandes fiestas, grandes comidas y por otro lado, al mismo tiempo y en el mismo lugar, hubiera un sector de menesterosos (si esa es la palabra que se me permite) que no solamente no disfrutaban sino que no tenían odio hacia esos lugares, los admiraban como si fueran de ellos, de su ciudad. Y cuando un extranjero venía a Tífilis, algún menesteroso, pordiosero, hambriento, se le acercaba y le mostraba con orgullo ruso los lugares más bellos de la ciudad.
Esa fue una de las grandes preguntas de mi vida. O tal vez la pregunta más importante que me llevó a interesarme poco a poco por estudiar el marxismo, el leninismo y traté de ponerme en contacto con sus jerarcas que podían pensar igual que yo. Siempre tuve la impresión de ser un extraño en un extraño movimiento. Siempre tuve la sensación de que me miraban como el inaccesible. Es curioso. Qué curiosa es la vida porque cuando tuve que eliminar del partido a ciertas personas que habían abandonado sus principios, me volvía tremendamente duro para discutir y con pocas palabras, con muy pocas palabras. Porque tenía una tremenda seguridad de que la persona que estaba discutiendo conmigo, aún dentro del partido, estaba rompiendo las reglas de ese ideal que siempre tuve en la cabeza: la igualdad social, el derecho de todo para todos.
A través de la vida sé que he cometido muchos “crímenes” (así le dicen ahora) o muchas traiciones. Yo solamente puedo decir que siempre sentí que lo que yo defendía era un ideal revolucionario y la ilusión de llegar a tener el poder suficiente para lograr ese ideal.
Uno se preguntará, como se lo preguntó Adriano, ¿y de dónde esto me convirtió en un exterminador de amigos? y yo digo muy sencillo: la única pieza ética que yo tenía en mi vida era el Partido, la lucha por todo lo que llevara al crecimiento del Partido en contra del zarismo y de su gobierno. Era joven, muy joven.
No piensen que voy a hacer retazos cronológicos de mi vida, voy a tratar si es posible las imágenes que me vienen al pasar, en este diálogo tan onírico. Yo diría, en la Historia, cuando un individuo se propone cumplir con su ideal, tiene que eliminar todo lo que no sea su ideal, si es que se lo propone en serio.
Estas líneas son un fragmento de Stalin, la nueva obra que está escribiendo Tato Pavlovsky, inspirado en el libro Llamadme Stalin de Simon Sebag Montefiore.
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