CINE > SE REESTRENA SCARFACE, LA PELíCULA DE MAFIOSOS QUE MARCó LAS úLTIMAS DéCADAS
Todo empezó como una remake del clásico de Howard Hawks: el ascenso y caída de un gangster de Chicago. Pero nadie quería hacer otro Padrino o competir con su fantasma. Así aparecieron los inmigrantes cubanos en Miami, la cocaína, los carteles sudamericanos y unos jóvenes Oliver Stone y Brian DePalma. Tres décadas después vuelve a los cines para mostrar en pantalla grande su ascendencia sobre el cine violento y cocainómano que vino después.
› Por Mariano Kairuz
En diciembre de 1983, veinte años antes de sus entrevistas con Castro y de poner en evidencia la noción, por decir lo menos, limitada, que maneja del continente latinoamericano en el que tanto pretende interesarse (Al sur de la frontera), Oliver Stone asistió al estreno del film basado en uno de los guiones más importantes de su carrera, que abría con las imágenes de numerosos cubanos, entre ellos el propio Fidel. Los protagonistas de estas imágenes iniciales grabadas en video eran los llamados “marielitos”, los cubanos que tres años antes habían llegado a Miami, autorizados por el gobierno de La Habana para viajar y reunirse con sus familiares instalados en Estados Unidos. Se cree que unos 25 mil de aquellos marielitos (llamados así por el puerto cubano de Mariel, abierto para aquella migración masiva), llevaban consigo un prontuario criminal, y que Castro los había enviado para sacárselos de encima. En imágenes de archivo aparece Fidel diciendo que a aquellos que no estén dispuestos a adaptarse “al esfuerzo y al heroísmo de una revolución, no los queremos, no los necesitamos”.
La idea de incorporar a la historia a los “marielitos” fue, al parecer, de Sidney Lumet, que en su momento estuvo a punto de dirigir la película. Sin embargo, hasta poco antes, al comienzo de su producción, Scarface tomaba no sólo su título sino también su estructura narrativa de un clásico del cine criminal italoamericano, el film que hizo famoso a Paul Muni en 1932, escrito por Ben Hetch y dirigido por Howard Hawks, básicamente la historia de ascenso y caída de un gangster en Chicago. Pero lo cierto es que para principios de los ’80 existía un nuevo hito en el cine de mafia, y ni Stone ni el director con que Universal reemplazó a Lumet, Brian DePalma, tenían intenciones de hacer otro El Padrino, sino que aspiraban a crear una película más sucia, más caótica, más callejera que la ópera de la cosa nostra de Puzo-Coppola. Más scorsesiana, si se quiere.
La primera escena de Scarface sigue siendo probablemente la mejor, la que sienta de un golpe el tono para esta aventura violenta del cubano de pocas pulgas y autoproclamadas “pelotas de acero” en Miami: Tony Montana enfrenta la inquisición de los autoridades de la frontera no bien acaba de pisar el país. “Soy un prisionero político”, les espeta a los burócratas en su diatriba anticastristra este isleño que, dice, aprendió a hablar inglés con las películas de Bogart y James Cagney. “¿Es usted comunista? Los comunistas te dicen lo que tenés que hacer, lo que tenés que pensar, lo que tenés que sentir. ¿Quieren ser una oveja, berreando como todos los demás? ¿Trabajar diez horas por día para tener nada, para tener un chivato vigilando todo lo que hacés o decís? Estoy harto de comer pulpo, me sale por las orejas; y de los zapatos rusos desvencijados. Soy Tony Montana y soy un prisionero político que viene de Cuba, y exijo mis putos derechos humanos, ahora. Como dice el presidente Carter”.
De ahí Tony es enviado a “Freedom Town”, el asentamiento improvisado bajo un puente en la Florida, donde los cubanos ilegales o sospechosos terminaron hacinados y de donde Montana escapa pronto junto a su mejor amigo Manny Ribera (Steve Bauer, el único verdadero cubano del reparto principal de la película) para dar comienzo enseguida a su ascenso en el crimen más o menos organizado, un ascenso ultraveloz, a la velocidad que le da la cocaína, que es la que marca el tempo de la película.
Y podría decirse que hoy, casi treinta años después de su estreno, Scarface sigue siendo una película extraordinaria, pero la verdad es otra: en su momento muy pocos críticos en Estados Unidos la consideraron (o se animaron a decir que era) valiosa, y le dieron más bien duro. Fue condenada por su violencia gráfica (que es un chiste al lado de la porno-tortura que caracterizó al cine de terror y no sólo de terror, 25 años después), entre su profusa trivia puede leerse por ejemplo que Kurt Vonnegut y John Irving abandonaron asqueados tras la famosa escena de la motosierra, en la que un compañero de Tony es desmembrado hasta la muerte en una bañera. También provocó la protesta de la comunidad cubana en Miami, por su retrato “desfavorable” pero también porque casi no había cubanos verdaderos en el reparto. Uno de los pocos críticos influyentes que en su momento se alzó en su defensa fue el hoy legendario Vincent Canby, quien escribió en el New York Times que se trataba del “film más estilizado y provocativo, y tal vez el más vicioso y a la vez serio sobre el submundo criminal norteamericano desde El Padrino”.
Hoy es una película de culto, influencia desmedida de infinidad de raperos y hip-hoperos, cita inconfundible (“¡Díganle hola a mi amiguito!”: la frase de un Montana colocadísimo y en llamas con su M16, hoy convertida en el best-seller de los ringtones para celulares), y un ícono visual bestial e hiperparodiado que inspiró uno de esos videojuegos ultrapopulares que asumen el punto de vista cargado de adrenalina de un asesino despiadado. Hoy, a casi tres décadas de su estreno, integra el “Ten Top Ten”, es decir, el ranking organizado por género del American Film Institute, ocupando el décimo puesto entre las mejores películas de gangsters de la historia. Y, a casi tres décadas, sigue siendo una película absolutamente contemporánea, por más que se encuentre inexorablemente anclada en su época, desde el espantoso vestuario pre-División Miami, a la banda sonora enteramente creada por Giorgio Moroder, o incluso los hipnóticos rulos de Mary Elizabeth Mastrantonio (Gina, la hermana de Tony) y la anoréxica pero hermosa delgadez de la joven Michelle Pfeiffer, cuya inolvidable Elvira se pasa la mayor parte de la película desatendiendo su propio consejo: “Nunca te intoxiques demasiado con tu propia merca”.
Acaso su vigencia se deba a que en ella se inaugura el retrato de un mundo y de un tipo de violencia que sigue imperando en el cine y afuera del cine. Es el mundo que se había ido configurando en El Padrino, película que abordaba esencialmente el final de una era y el comienzo de un nuevo modelo de negocios, es decir, el paso de las putas, los casinos y el alcohol al narcotráfico que Vito Corleone rechaza y que empieza por costarle un hijo y su lugar entre las “Familias”. El reestreno de Scarface permitirá poner ambas películas en línea y seguir la salvaje transformación de Al Pacino de una a la otra: Scarface funda de algún modo el Pacino monstruoso, gritón y desatado que al día de hoy sigue buscando otro papel a su altura. Lejos del Michael Corleone recién llegado de la guerra y todavía renuente a los métodos de su padre, un casi caricaturesco Tony Montana se apodera de los últimos intensos veinte minutos de Scarface con la nariz embarrada de blanco, completamente solo (lo más alejado posible del concepto de Famiglia) y a punto de hacer estallar el infierno mismo.
Cuenta la leyenda que, en plena premiere de la película de Stone y DePalma, Scorsese –que había tenido sus propios problemas con la cocaína no mucho antes– le dijo a Bauer que él y Pacino estaban muy bien, pero que estuvieran preparados: “En Hollywood”, les dijo, “la van a odiar, ya que trata sobre ellos”.
Scarface se reestrena en copia digital en varios cines el próximo jueves 8 de marzo.
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