› Por Pablo Paredes M.
Desde Santiago, Chile
Hace algunas semanas se conmemoraron dos años desde el segundo terremoto que he vivido. Mis padres recuerdan cuatro terremotos y mi abuela se murió poco después de su sexto gran episodio telúrico. Mi padre dice que el pánico fue lo que la echó a perder. Yo pienso que la vida de los chilenos es, en promedio, de cinco terremotos y que mi abuela andaba burlando a la geología con su biología.
Después de mi segundo terremoto –el último de mi abuela–, mi biología no cambió mucho más allá de un abultamiento del estrés, sin embargo, el país se movió políticamente aún más que los tres metros que se desplazó la ciudad de Concepción. La cosa fue más o menos así: un terremoto de 8,9º y un maremoto que la autoridad no supo anunciar se llevaron pueblos y vidas enteras. Luego vinieron el desabastecimiento, la falta de servicios básicos y lo que los medios chilenos llamaron “el terremoto social”, que en realidad no fue otra cosa que una crisis generalizada de la propiedad privada en un momento en que los cuerpos sintieron colectivamente la urgencia del hambre, el frío y el miedo.
El terremoto se ensañó con pueblos pobres, y los pobres que habían salido de pantalla ya desde los ’90, invisibilizados por el resplandor del “milagro chileno”, volvieron a escena. Sí, los pobres aún existen en Chile tuvo que reconocer a regañadientes el Modelo. La desigualdad, tan evidente ya en la superficie, tuvo que salir desde el fondo de la tierra para volverse un tema-país. Lo que vino después ha sido esa griega comunión entre paisaje geográfico y paisaje social que es Chile, la permanente agudización de las contradicciones entre la Placa de Nazca y la Sudamericana. La gente comenzó a marchar como no lo hacía desde finales de la dictadura, porque una cosa es aceptar que un megasismo nos cambie el paisaje y otra, muy distinta, es darles ese honor a transnacionales que buscan levantar enormes represas para luego lucrar con nuestros servicios básicos. El país que debía reconstruirse pudo mirarse bien adentro por las heridas y, necesariamente, tuvo que preguntarse por la educación, hasta llegar a congregar cerca de un millón de personas en el Parque O’Higgins, demandando educación gratuita y de calidad. Porque fíjese que después del terremoto, “la gratuidad” ya no le parecía un delirio sesentero a la neoliberal conciencia chilena. El discurso hegemónico había sido quebrado en 2 minutos 57 segundos de movimiento subterráneo y su devenir en movimiento social. Sumábamos así un: Sí, los pobres aún existen en Chile y sí, la educación es causal directa de la inequidad social. Ahora, en el 2012, el conflicto suma al abandono de las regiones, la acusación de un centralismo que hace de Santiago una especie de colegio privado y de las regiones unas escuelas públicas abandonadas a las que nadie quiere inyectarles recursos, pero cuyos árboles de sus patios son talados para construir las pizarras de Santiago. La concentración y el saqueo se han vuelto nuestra política económica, entonces todo lo que está fuera del centro de poder –sea ésta una escuelita de un barrio periférico de Santiago o la Patagonia chilena entera– es depositario de injusticia, de violencia económica, política y policial. Completemos el panorama, entonces: Sí, los pobres aún existen en Chile y sí, la educación es causal directa de la inequidad social, en complicidad con el centralismo político que es funcional a la concentración de la riqueza.
Las banderas argentinas en las protestas de Aysén no son una señal aislada, son, antes que todo, una forma de darle donde más les duele a la, aún militar, derecha chilena: su patrioterismo. Sin embargo, son también una forma de cuestionar profundamente al modelo chileno, que nos tuvo tanto tiempo en el perverso status de mejor alumno de la región, pero como peor compañero. Todo lo que el snobismo chileno –que es la expresión cultural que tuvo el neoliberalismo tras la llegada del siglo XXI– rechazó por “pasado de moda”, por “sudaca” o por caribeño, hoy se vuelve un clamor: Queremos un Estado solidario. Crecer al 7 por ciento no nos sirvió de nada, pues el país no se hizo siquiera un 7 por ciento más justo. Todo fue fachada aquí. Y las fachadas son lo primero que cae con los terremotos, a las fachadas se las lleva la ola.
Miro las calles de Santiago, las nuevas multitudes, la chiquillada nacida en democracia y el viejerío que se reencuentra, después de 30 años, con un proyecto político. Me hubiese gustado que mi abuela paterna viera todas estas marchas, las de escolares y las de los patagones, con un mate en una mano y una bandera negra en la otra. Mi otra abuela, la materna, también murió el año pasado: una profesora allendista que nos repartió dignidad hasta que se la comió el cáncer. Imagino a mis abuelas marchando con lienzos en apoyo a los estudiantes y a la Patagonia movilizada. Imagino a dos viejitas por la Alameda, ambas como una preciosa grieta de terremoto.
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