Dom 15.04.2012
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PERSONAJES > CARL “LIBERTINE” BARâT TOCA EN BUENOS AIRES

Medio libertino

› Por Micaela Ortelli

Es verdad que su disco solista no le cambia la vida a nadie. Pero hay que darle una oportunidad a Carl Barât: ponerle voluntad, leer las letras (siempre fueron buenas), escucharlo con la simpatía que en verdad se merece, la que se ganó en todos estos años. Después de todo, fundó una de las bandas clave del cambio de siglo, tanto por su sonido como por su idiosincrasia (quizá, también por haber durado tan poco). Al cabo de varias reproducciones, el álbum –que compuso en piano y, por eso, ya supone un desvío de sus trabajos anteriores– adquiere personalidad, consistencia; deja de parecer un enredo de canciones grises e indecisas. O el que deja de parecer gris e indeciso es él, ahora que finalmente rompió con la banda protectora y se la juega mano a mano con un público que difícilmente pueda alguna vez desligarlo de su pasado.

Eso no sería nada del otro mundo para un músico si no fuera que, en su caso, también implica seguir pegado al nombre de otro: el nombre Pete Doherty. El estigma Pete Doherty. No se puede decir nada de Carl Barât sin hablar de Pete Doherty. Aunque mucho no se puede decir de ninguno de los dos hasta el día en que se conocieron, a través de Amy Jo, compañera de la universidad de Carl y hermana de Pete. Fue un flechazo: conexión musical inmediata y natural. Cuando se veían eran una máquina creativa, puro estímulo y complemento. Los dos dejaron lo que venían haciendo –uno estudiando teatro y el otro, literatura– y se subieron al barco llamado Albion, rumbo a Arcadia, un lugar libre, sin reglas ni restricciones. “Hacelo por el Albion” eran las palabras mágicas, la causa que los convocaba.

Pete tenía lo que le faltaba a Carl: irreverencia, patoterismo; era el optimista, el que decía “nosotros podemos”, con la convicción irresistible de los que no piensan y siguen la zanahoria. Esa actitud lo llevaba a hacer cosas como ir al trabajo de su amigo –Carl era acomodador en un teatro– y gritar delante de todo el mundo: “¿Qué estás haciendo acá? ¡Nosotros tenemos que estar haciendo canciones!”. Pero funcionaba: Carl, el hermano mayor, el más centrado e inseguro, terminaba confiando, creyendo que podían. Era una verdadera relación de amor. Decidieron que la banda se llamaría The Libertines, inspirándose en el Marqués de Sade; y aunque la completaban otros dos (John Hassall y Gary Powell), el motor siempre fueron ellos dos: el timón del Albion funcionaba a cuatro manos embrutecidas.

Se apropiaron de Londres, o del Londres que definen Camden y Soho, en las calles, los bares y los tugurios donde dormían, cuando lo hacían. El Londres de la boca pastosa, el dolor de cabeza, las ojeras, la ropa sucia. Ese Londres turbio y marginal –sus personajes extraños, tristes, locos, solos– llenaba sus días y letras. Porque entre toda esa confusión, Carl y Pete componían canciones y grababan demos. Después los llevaban a la discográfica de Blur y se les reían en la cara; pero eso es historia repetida. Más adelante, una abogada de Warner vio en ellos el equivalente inglés de los Strokes, y les consiguió un contrato con Rough Trade. Up The Bracket, el disco debut, salió en 2002.

La dupla Bârat-Doherty se entendía tanto al componer como alguna vez lo había hecho la de Morrissey y Johnny Marr, sólo que la química entre aquellos era tan profunda, tan vital, que se respiraba cuando tocaban en vivo. Los dos mirándose, buscándose en el escenario o cantando con el mismo micrófono son marcas registradas de los recitales de los Libertines, que arrancaron en formato “guerrilla” (tocaban en bares o en su casa, y lo anunciaban en el día, a través del incipiente sistema de foros de Internet) y solían convertirse en eternas noches ese reviente que terminó con la banda antes de lanzarse el segundo álbum, The Libertines, en 2004.

Pete había llegado al límite de la autodestrucción y Carl le pidió que no volviera a tocar hasta rehabilitarse. Entonces vino el momento más trash de la historia: la banda salió de gira con otro guitarrista y, en venganza, Pete entró en la casa de Carl y le robó –entre otras cosas– una guitarra antigua y un premio NME. Estuvo dos meses preso. A la salida lo esperaba su amigo, sin rencores, creyendo que lo peor había pasado, que todo volvería a su caótica normalidad. Fue un día interminable, borroso. A la noche tocaron en un bar y se sacaron la foto que los inmortalizó (la de la portada del disco): Carl mirando a cámara, tomando del hombro –protegiéndolo, pareciera– a Pete, que mira para abajo. Los dos completamente borrachos, mostrando el tatuaje: Libertine, en letra de Carl.

La noche de optimismo duró lo que Pete en tener una recaída. El álbum salió, pero los Libertines –la banda que hablaba el idioma de su tiempo y lugar; la herida que Inglaterra no puede sanar– ya eran leyenda. En los años que siguieron volvieron a tocar juntos en varias ocasiones pero ya no a componer. Carl y Pete formaron nuevas bandas: Dirty Pretty Things y Babyshambles, respectivamente, inactivas ambas. A las dos les falta el componente del otro, sobre todo a la primera: la chispa Doherty es tan nociva como encantadora. En 2010 cedieron a una oferta multimillonaria y tocaron en los festivales Reading y Leeds. De ese proceso –el encuentro, los ensayos, los shows– quedó un documental, There are no innocent bystandars, que dirigió Roger Sargent (el mismo que sacó aquella foto), incluido en el lineup del próximo Bafici.

Todo indica que Carl Barât –que todavía no tiene ni canas– hizo catarsis y dio vuelta la página. El mismo año de la reunión de los Libertines, sacó su disco solista (que es, en sus palabras, “introspectivo más que evasivo”) y un libro autobiográfico, Threepenny Memoir: The Lives of a Libertine, donde da su versión del melodrama de la escena musical más manoseado de Inglaterra. ¿Y qué fue, entonces, de la amistad, del Albion, de los sueños con Arcadia? “Realmente creo que seguimos arriba de ese barco”, dice Carl en el libro, “en extremos opuestos ahora, pero todavía anclados en el mismo puto mar”.


Carl Barât toca el miércoles 18 de abril a las 21, en Niceto Club (Niceto Vega 5510).

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