Dom 22.04.2012
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CASOS > SE ESTRENA SHAME, LA PELíCULA COMPULSIVA SOBRE LA COMPULSIóN SEXUAL

El pudor del pornógrafo

› Por Hugo Salas

Luego de su première en la última edición del Festival de Venecia, Shame (que aquí llevará el subtítulo sin reservas) se convirtió en una de las novedades más comentadas de 2011, tanto por entusiastas como por detractores. Promocionada como el duro drama de un adicto al sexo, imposibilitado de establecer lazos con las personas que lo rodean, esta segunda incursión en el largo del director y artista visual Steve McQueen sorprende, en realidad, porque va más allá del horrible pornosoft que semejante sinopsis haría temer. Es más, Shame es una de esas raras películas que consiguen ser más inteligentes de lo que quiso su director.

Brandon, en la piel de Michael Fassbender (el espía inglés de Bastardos sin gloria, que ya había trabajado con McQueen en su ópera prima Hunger) es exitoso en lo que hace, vive solo en un impecable departamento neoyorquino, tiene múltiples relaciones casuales, contrata a prostitutas, consume ingentes cantidades de pornografía y se masturba con frecuencia. Contra lo que podría creerse, esta vida agitada parece al mismo tiempo sujeta a una rotunda quietud, como se encargan de marcar la morosidad de algunas escenas, ciertas superposiciones cronológicas y una cámara que otorga un lugar fundamental al plano fijo (dicho sea de paso, esta tensa paradoja entre lo móvil y lo estático ya estaba presente en la obra visual de McQueen, en piezas tales como Drumroll, Prey o Bear). La inesperada visita de su hermana (Carey Mulligan), luminosa y vulnerable, pondrá en riesgo ese equilibrio ascético y apacible, a medida que su constante demanda de afecto se entrometa en sus hábitos solitarios y su sola presencia constituya un recordatorio de ese pasado afectivo, la familia, del que nunca se habla.

Caso curioso el de estas películas dominadas por la polémica de su planteo. Su primer error es su único error: ¿por qué pensar el comportamiento de su protagonista en términos patológicos? Sí, es compulsivo, frenético, promiscuo, pero no son menos compulsivas, frenéticas o promiscuas las conductas de su hermana, las intenciones de su jefe o las acciones de distintos personajes anónimos con los que el protagonista se cruza en el desarrollo de la trama. Antes que una afección psíquica personal, las imágenes de Shame configuran la compulsividad y la alienación, la separación del mundo, como un mal de la época, un hecho social, en un contexto donde el sexo se ha convertido en una moneda corriente de aparente autosatisfacción, desligada del placer (y a veces la presencia) del otro e incluso del propio deseo, como lo demuestra una de las últimas escenas, en la que Brandon llega al extremo de satisfacer la urgencia de la gratificación instantánea prestándose a un deseo que no es el suyo. El sexo es relevante justamente porque permite advertir el grado de alienación que estos personajes guardan incluso respecto de su propio cuerpo.

De esta forma, quitando al sexo los ribetes seudoescandalosos que pudiera despertar en ámbitos puritanos, cobra mayor importancia la desconexión entre las personas, su imposibilidad de comunicarse, su soledad, su aislamiento y su deriva, y la película de McQueen se erige como una polémica respuesta a Perdidos en Tokio. A diferencia de lo que ocurría en la película de Sofia Coppola, aquí los personajes no parecen deambular perdidos en un espacio social distinto, exótico, sino en un espacio que si bien es extranjero (los hermanos son irlandeses) es totalmente apropiable. No es el mundo exterior, entonces, el que aísla (como les ocurría a Scarlett Johan-sson y a Bill Murray), sino las personas mismas las que se alienan del espacio social por medio de consumos abusivos en los que encuentran una autosuficiencia ilusoria. No hace falta ir “al otro lado del mundo” para encontrarse frente a esa soledad absoluta, obvia ya en la vida cotidiana, confrontación que resulta palmaria entre la escena en que Carey Mulligan interpreta una versión extremadamente lenta y melancólica de “New York, New York” y el karaoke kitsch de Murray (“More Than This”).

Lamentablemente, Shame termina pagando el precio de una concepción ingenua, tal vez en uno de los puntos más sensibles de su construcción. Según varias declaraciones, McQueen está convencido de haber hecho “un film sobre sexo que no es sexy”, y puede creerlo porque parte de una perspectiva timorata, la misma que lo lleva a hablar del “duro problema de este adicto” como si ese grado de alienación fuera el problema particular de otro y no –como parece sugerir, de manera más inteligente, su película– una condición social compartida. Esa perspectiva dicta que uno o dos desnudos frontales ya son “fuertes”, “sucios” y por eso mismo las escenas sexuales de Shame terminan formando parte de la misma imaginería masturbatoria que la película parecería poner en tela de juicio: todos los actores y actrices son excesivamente “bellos” en términos convencionales y las actividades sexuales que emprenden están demasiado signadas por la estética pornográfica e insulsa de la industria del entretenimiento como para resultar incómodas, agotadoras, aplastantes. Una vez más, triunfa el design, esa estética que aliena el mundo ajustándolo a una concepción burda del valor estético como chuchería. Paradójicamente, la agudeza de la película, la calidez desgarradora de Mulligan y la solidez de Fassbender logran hablar, así y todo, del dolor que se esconde bajo la enorme cantidad de público que alquilará Shame en DVD sólo para rebobinar las escenas calientes.

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