› Por Marcos Zimmermann
En 1998, el país parecía vivir un tiempo de vacas gordas. Era el tiempo del despilfarro procaz del dólar. Pero había también, en el interior del país, sobre todo, otra Argentina.
Por entonces, yo estaba terminando mi libro Norte Argentino y había ido a fotografiar la gran inundación que había afectado a gran parte de la provincia de Corrientes, con idea de incluir algunas imágenes del desastre en el libro. Corrían allí muchas historias. En la Isla de las Damas, que queda frente a Goya, por ejemplo, sobre uno de los techos que surgían como islotes solitarios en el medio del río, Nemesio Sanabria se había refugiado con su abuela Obdulia de Aguirre. Después de tres días sin ayuda ni comida, el muchacho dormitaba. Y, en su sueño, recordaba el pasado: los dibujos que dejaban en su rostro las ramas del monte en época de seca y los cortes en las manos producidos por los bordes de las riendas endurecidas por el sol en el verano. Pero, sobre todo, recordaba cómo era el patio de su rancho y los dos árboles frutales, de los cuales ahora sólo se veían sus copas.
–¡Nemesio, despertate! ¡Te vas a caer! –exclamó Obdulia de Aguirre, apoyando su grito con varios golpes que dio con un palo sobre el techo.
Nemesio Sanabria se sobresaltó. Y ese sobresalto lo salvó de caer en la corriente turbia, que pasaba por debajo de él. Desde donde estaba, el muchacho podía ver a Angela Zabala, su novia, sobre el techo del rancho de enfrente, muerta de pánico. Ella también lo miraba, sentada sobre una caja de cartón que contenía las pocas cosas que habían alcanzado a salvar del agua con su madre. Ninguno podía hacer nada por el otro. Cercados por ese río abismal y mirándose de techo a techo, sólo podían desprender sus sentimientos a través de sus miradas que se cruzaban como dardos, sorteando a los animales ahogados que pasaban flotando, cada tanto, entre los dos ranchos. Así se decían todo lo que jamás habían podido decirse frente a frente, no por temor, sino por falta de tiempo. Y no apartaban sus ojos de sus ojos sabiendo que, en cualquier momento, los postes de pindó que sostenían los techos de sus casas podían ceder.
En medio de aquellos pensamientos, Nemesio Sanabria volvió a cabecear. Desde atrás, Obdulia de Aguirre volvió a golpear el techo y a gritarle:
–¡Nemesio! ¡Nemesio! ¡Dale! ¡No te duermas que te vas a caer al agua, te digo!
Pero Nemesio Sanabria cedió al sueño. Un vuelo tenue, profundo y sencillo se apoderó de la cabeza. Su cuerpo giró despacio sobre sí mismo y, lentamente, se deslizó por el techo hasta hundirse en la corriente furiosa que se lo llevó de golpe. Obdulia de Aguirre intentó sostenerlo, pero tres días de vigilia habían horadado también sus fuerzas. Y Nemesio Sanabria se ahogó.
Angela Zabala también vio cómo la corriente se llevaba a su novio. Cómo, el mismo río, junto al cual hacía poquísimo había despertado a ese primer amor, ahora se lo quitaba. En un momento le pareció que descendían las aguas y que Nemesio Sanabria la saludaba alegremente desde el otro lado del terraplén del sur. Pero con el siguiente trueno esa esperanza se desangró. Y su sueño se disolvió en medio de aquella enorme masa de agua que no respetaba, no sólo la vida... sino, ni siquiera, los sueños de aquella joven que todavía no había cumplido los catorce años.
Tres años después de este episodio, el país se convirtió en un infierno. Sobrevino una enorme crisis y otra súbita creciente dejó a casi todos con el agua al cuello. El dólar explotó. Pero, con el tiempo, el agua bajó y muchos se repusieron. Angela Zabala no. Hoy tiene tres hijos de diferentes hombres. Pero, cada tanto, suele mirar el río y preguntarse por qué, desde entonces, nunca pudo volver a enamorarse.
Quizás haya sido porque, entonces, cotizaba muy bajo el dólar de los ranchos.
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