Dom 03.06.2012
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CINE > LA EXTRAORDINARIA MARILYN DE MICHELLE WILLIAMS

Hay una chica en mi cuerpo

En 1956, Marilyn Monroe viajó a Inglaterra para filmar El príncipe y la corista a las órdenes del tótem shakespeareano Laurence Olivier. La inseguridad de su espíritu de por sí frágil ante la situación fue demasiada, y Marilyn colapsó. Durante una semana se refugió en Colin Clark, el aristocrático asistente de Olivier. Mi semana con Marilyn es un viaje emocionante a aquellos días con un regalo único: vislumbrar a Marilyn en la interpretación de Michelle Williams.

› Por Paula Vazquez Prieto

El 5 de agosto próximo se cumplen 50 años de la muerte de Marilyn Monroe. Cincuenta años de un mito largamente alimentado por la industria del cine, la publicidad y el entretenimiento. Un mito que renace permanentemente, con mayor fuerza en cada aniversario, fragmentado en infinitas anécdotas, en historias descubiertas o inventadas, en recuerdos vagos de una vida tan intensa como efímera. Esas imágenes que inundan remeras, carteras, posters y otros souvenirs, casi como parte del merchandising de la tragedia prematura, son los retazos de una actriz devorada por la misma industria que la consagró una estrella, que resiste en los rincones de la memoria colectiva a la cruda tiranía del olvido.

Como una pieza más en el rompecabezas que forma aquel pasado artístico de la Marilyn real, llega al cine el diario íntimo del rodaje de El príncipe y la corista, ambientado en Inglaterra en 1956. Un diario escrito por la pluma de un participante fortuito de aquella epopeya cinematográfica: Colin Clark, un joven de raigambre aristocrática que desafió los mandatos paternos para ingresar en el negocio del cine, determinado a vivir entonces la mejor aventura de su vida.

Basada en el testimonio autobiográfico de Clark, escritor y documentalista, Mi semana con Marilyn es el relato fílmico, en primera persona, de aquellos días en Londres. Producida por la factoría de Harvey Weinstein, ex pope del cine indie norteamericano, quien hoy se dedica al llamado cine “artístico” en el seno de la industria norteamericana, la película se estrenó en Estados Unidos en noviembre pasado, en la misma semana que la multipremiada fantasía vintage El artista, también producida por Weinstein. Con claras aspiraciones al Oscar, el biopic dirigido por Simon Curtis, responsable de algunos telefilms y miniseries para la BBC, evoca la consciente idealidad de las comedias de los estudios Pine-wood donde se hiciera entonces El príncipe y la corista.

Marilyn Monroe viajaba a filmar bajo las órdenes del prestigioso sir Laurence Olivier, actor shakespeareano si los hay, estricto y obsesivo profesional de la escena, que intentaba reflotar su alicaída carrera con un poco del glamour de la estrella de moda. Clark era el novato asistente de Olivier, atraído por la magia de las cámaras, deslumbrado por el oropel de Hollywood, lleno de curiosidad y nerviosismo por la llegada de quien entonces era el símbolo sexual de toda una época.

Acompañada a toda hora por su manager y ex amante Milton Green, su profesora de interpretación Paula Strasberg (la segunda esposa de Lee Strasberg, fundador del

Actor’s Studio), y su flamante marido, el prestigioso escritor Arthur Miller, Marilyn se sentía sola, incomprendida, desesperada ante el desafío de poner a prueba su talento frente a las miradas severas de quienes la veían tan sólo como una sombra en la pantalla. De pronto, su soledad se agrava: su marido viaja a París y ella decide abandonar el set, presa de las inseguridades que la abruman. La producción se paraliza y el rodaje queda en suspenso.

Durante ese hiato, que se extiende a la semana de la que habla el título de la película, ella se refugia en Colin, en su cálido enamoramiento adolescente, en su intensa devoción, casi como un escape hacia la intemperie, donde el desamparo se torna más refrescante que la asfixiante adulación. Ese desparpajo seductor, efervescente, a tientas descarnado, desborda los límites del personaje, sumergiendo el espacio del relato bajo un halo ingenuo y cautivante.

La historia de Colin Clark ya era conocida. Los libros que detallan aquel encuentro, El príncipe, la corista y yo (1995) y Mi semana con Marilyn (2000) fueron la materia prima de un documental televisivo estrenado en 2004 por la BBC. Sin embargo, este nuevo recorrido por la misma historia incorpora un condimento esencial: la presencia de la Marilyn de Michelle Williams. Su sentida interpretación se revela como uno de los mejores aciertos de la película. El retrato preciso de una mujer emocionalmente frágil, extremadamente demandante, que coquetea abiertamente con el desequilibrio (una serie de tips recurrentes a la hora de delinear su etapa ciclotímica, si es que hubo alguna otra interesante) es tan honesto que la conciencia del mito se evapora para dar aire a una mujer carnal, adorable, con una ternura espontánea que contagia aquel encanto que la hacía distintiva.

En una oposición ligeramente esquemática, el Olivier de Kenneth Branagh se muestra tieso y constreñido por el peso del propio prestigio teatral, expuesto en frases declamatorias, que lo aíslan de la vulnerabilidad humana. La presencia de Vivien Leigh (interpretada por Julia Ormond), la mítica Scarlett O’Hara de Lo que el viento se llevó, predecesora de Marilyn en el papel de la corista en su versión teatral, algo mustia y amargada por el paso de los años y los conflictos matrimoniales, fortalece el contrapunto explícito entre la omnipotencia del narcisismo y la incertidumbre de la dependencia. Esa misma dependencia que marcó la vida de Marilyn Monroe, y que representó uno de los principales factores en la atracción que ejercía sobre el público.

Ese mundo de opuestos se complejiza en la huida de la actriz hacia el exterior, en sus paseos por los jardines de la mansión londinense que hizo de vivienda y prisión, en los recovecos de la campiña inglesa. El clima tenso y opresivo de la filmación deja paso a la algarabía de los espacios abiertos. Una de las escapadas clandestinas de Marilyn y Colin la retrata sumergida en una laguna verde, despojada de la ropa exigua que la cubría, consciente de los efectos de su sexualidad sobre sus devotos espectadores. Y en la concreción de esa magia, Williams da la talla, emerge exuberante, con ese aire de sabiduría inconsciente que sólo poseen las grandes personalidades de la pantalla.

La corista apasionada de Marilyn reaparece hoy en la piel de Michelle Williams como en aquel 1956. Con esa agilidad retozona e indescriptible, que evoca el biógrafo Donald Spoto en Marilyn Monroe. The Biography (1993), su rostro expresa varios sentimientos, su voz tararea de improviso una balada conocida, sus pasos recuerdan algún número musical y así, sin más, ella se divierte con su propia diversión. Entrelíneas, casi al pasar, el tiempo se detiene y el cuadro se completa: como un destello la magia se recrea y es posible vislumbrar, por un momento, el delicado límite entre la actriz y el personaje.

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