PLáSTICA > LAS NATURALEZAS DE PABLO MOZUC
Blandos y potentes, espesos y alucinados, los óleos de Pablo Mozuc parecen naturalezas copiadas no de la realidad sino de su esencia extática, atormentada y en búsqueda de algo palpable pero invisible: un viaje espiritual, de la negación del espíritu a la aceptación de la magia, que hace de la pincelada un paisaje interior.
› Por Veronica Gomez
¿Son intestinos o alongadas babosas las que se contonean entre pedazos de vegetación que flotan en el cielo? Acordarse de la flora intestinal mirando los cuadros de Pablo Mozuc puede resultar un poquito asqueroso, pero tal vez sea certero recurrir, en este caso, al lenguaje tan curiosamente poético al que suelen echar mano las ciencias que se ocupan de todo lo que esconde nuestro cuerpo de la piel para adentro. En la pintura de Mozuc, hay fuerzas enroscadas y oblongas que, amén de su aparente blandura, no pierden potencia para prensar y casi estrangular cuanto tronco les salga al paso. Y esa voluptuosidad que reina en cada centímetro del cuadro no parece provenir exclusivamente de la voluntad del pintor, sino que es la materia empleada, el óleo, la que dicta la sentencia a las formas y luce desatada, siguiendo el ritmo de sus palpitaciones internas. El óleo es así: pringoso, espeso, aceitoso y sensual. Y cuando pintás con óleo, suele después acompañarte a todas partes, se te pega como un miki moco, te embadurna la piel y no sólo se adhiere a ella, como podría ser el caso del acrílico, más superficial, sino que la penetra. Y el olor es fabuloso y denso, como el perfume de un jazmín en declive en un día caluroso y húmedo.
Si uno se queda ahí el tiempo suficiente, envuelto en la atmósfera del aceite de trementina, intuye que el aire es una cosa que tiene densidad, que al aire se lo puede modelar como un infinito territorio de arcilla. En relación a la imagen, son curiosos algunos títulos de las obras de Mozuc. Por ejemplo, La poética del viento III, donde si hay algo que brilla por su ausencia es el viento. Ahí, las gruesas serpientes, en una especie de primer plano totémico, se enroscan, y por los intersticios salen plantitas, como narices verdes que se esfuerzan por respirar ante la amenaza del ahogo. Y coronando el amasijo yace una especie de huevo brillante. Toda esta masa flota contra un mar y un cielo donde se incrustan un par de nubes. En lo general no hay movimiento alguno, ni atisbo de viento que vaya a correr las cosas del lugar que se les ha asignado en el cuadro. En lo particular sí, hay un dinamismo todo apelotonado, tan revoltoso como la vida en el interior de un átomo. Vincent Van Gogh supo hacer esto muy bien: composiciones casi estáticas cuyas formas están hechas de pura convulsión, de un movimiento extraordinario y lleno de énfasis traducido en pincelada.
“A partir de las siete de la mañana estoy sentado delante de algo que, sin embargo, no es gran cosa; un macizo de cedro o de ciprés plantado en la hierba. El macizo es verde, algo broncíneo y variado. La hierba es muy, muy verde. El cielo es muy, muy azul. La fila de arbustos del fondo es toda de laureles rosas, locos furiosos; las plantas sagradas florecen de una manera que ciertamente podrían atrapar una ataxia locomotriz..., le escribía Vincent a Théo un 17 de septiembre de 1888. Si la naturaleza se nos presenta tantas veces así, como la sentía Vincent, un conjunto de movimientos irregulares y espasmódicos, el esfuerzo del pintor es el de dar cauce y sentido a esos movimientos. Mozuc se comunica con la naturaleza, se sirve de ella, pero antes de quedar atrapado en la materialidad de lo observado, prescinde del modelo exterior para dejar que las imágenes surjan a la manera de visiones internas, de iluminaciones. “Ya no busco sujetos u objetos para pintar, ahora me sumerjo dentro mío y encuentro esas imágenes que suelen aparecer como destellos de lucidez”, confiesa el artista.
Mitos del origen del mundo hay tantos como religiones en el planeta. Para los bantú, de Africa, el mito del origen del Universo está indefectiblemente ligado al vómito. Bumba, quien vivía solo y triste en su reino y sumido en la oscuridad, sintió una agitación en su interior, un terrible dolor de estómago y de la primera náusea vomitó el Sol, que secó la tierra disuelta en el agua y formó continentes. A la noche, cuando la oscuridad volvió a reinar, Bumba volvió a sentirse mal y entonces vomitó la Luna, las estrellas y nueve criaturas animales. Al final, vomitó al hombre, que se esparció a troche y moche por los territorios. Para los griegos, en cambio, el Universo era al principio una mole informe y desordenada. Todo estaba allí: el agua, el aire, la luz y la Tierra, pero nada conservaba su forma y unas cosas obstaculizaban a otras. El mundo surgió entonces básicamente de la discriminación, de poner orden y relación entre elementos. El proceso creativo no dista mucho de estos relatos sagrados. Podemos ver la tela en blanco como un vacío lleno de posibilidades, a lo Kandinsky, o sentir que la imagen ya está adentro, palpitante y toda mezclada con sensaciones, opiniones y recuerdos y lo único que hay que hacer (que no es poco) es ordenar ese cúmulo sobre una tela. Mozuc pareciera tomar esta segunda vía y sus obras, aunque no adscriban a ninguna religión, emulan los relatos míticos del origen. El título de la muestra, Aliento de lo invisible, podría ser asociado, por un espectador judeocristiano, al soplo dador de vida de su Dios invisible sobre el primer hombre de barro. Pero teniéndolas a mano quedémonos directamente con las palabras del artista, profundas y cercanas: “Mi obra narra mi camino espiritual, desde la negación de espíritu hasta el descubrimiento de la magia. Desde la profunda angustia de no saber para qué estar vivo, hasta encontrar mi lugar en el mundo, por ahora mi mundo, mi naturaleza, mis bosques, mis amigos, mis seres”.
Aliento de lo invisible
Pablo Mozuc
Hasta el 15 de junio
Pasto Galería
Av. Santa Fe 2729
Patio del Liceo / Local 43
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