Dom 15.07.2012
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TODOS ESTOS AÑOS DE GENTE

120 actores en escena, de todas las edades y de todas las procedencias, cada uno con su propia historia y su pertenencia a un grupo, pero también parte del conjunto total, unidos y separados por el amor, las conquistas, las pérdidas, los aprendizajes y los consuelos. Ya desde su debut a los 22 con Cachetazo de campo, Federico León acostumbró a los espectadores a historias crudas, de climas envolventes y una emotividad poderosa. Más de diez años, media docena de piezas propias y una película después, sube a escena su trabajo más ambicioso: Las multitudes, una obra de una intimidad sorprendente que abreva en los coros griegos y la imaginación shakespereana para hablar de la reconstrucción del tejido social durante la última década.

› Por Mercedes Halfon

Ciento veinte actores arriba de un escenario es un acontecimiento. Más en el teatro independiente, más en Buenos Aires, más no tratándose de un musical, ni una ópera, más si los que aparecen no son sólo los jóvenes que actúan casi siempre en el teatro, sino también niños, adolescentes de bigote/pelusa gris, ancianos que caminan muy, muy lento. Ciento veinte actores que en su escala de edades conforman una muestra de la humanidad. Ciento veinte actores contando una historia obligan al espectador a ejercitar una mirada y un pensamiento sobre lo colectivo. Uno piensa: cómo habrá hecho el director para poner a todos esos de acuerdo, para que vayan a los ensayos, para organizarse, para que no se atropellen o hablen al mismo tiempo, para alcanzar alguna clase de consenso. Ese pensamiento ya es el germen de la política, la práctica del bien común. Por eso mismo, más allá de lo extraordinario de la experiencia ciento-veinte-actores-arriba-de-un-escenario, lo que pone en escena Las multitudes, la nueva y apabullante obra de Federico León, es un pensamiento de lo político que atraviesa todas las instancias de la obra: la de los espectadores que se preguntan cómo, por qué; la de la dirección, que debe dejar de pensar en protagonistas, en unicidades, para pensar en pluralidades; la de la actuación misma que debe reconvertirse, buscar la expresividad de lo comunitario, abandonar la idea de grandes estrellas para volverse todo un cielo.

Es difícil explicar lo sorprendente que resulta ver Las multitudes porque para marcar la diferencia hay que desandar siglos de teatro psicológico, naturalista, intimista, de living, de conflictos de pareja, de familia, de una mesa y dos sillas. Hay que retrotraerse mucho hasta llegar al teatro griego donde un coro cantaba y bailaba y opinaba a veces crudamente sobre los hechos que acaecían a alguna estirpe maldita. Un par de siglos más cerca tenemos a Shakespeare y el teatro isabelino, donde grandes reyes poseídos por las peores cualidades del ser humano paseaban por castillos y bosques contando sus penas al viento y a quien quisiera escucharlos. Con Las multitudes estamos cerca de una y otra cosa, de la idea de poner la polis entera arriba del escenario, pero a la vez de que todo suceda en un bosque, de construir una fábula donde todos podamos encontrarnos iguales y diferentes. Como si en una obra pudieran estar contenidos todos esos mismos conflictos, simplificados y estallados, economizados y amplificados por la poesía que el teatro posee, por su lugar privilegiado de vínculo con lo originario. Una vez, todos estuvimos juntos en una ronda alrededor del fuego. Todos, los más chicos y lo más viejos, dedicaron palabras al cielo, a los dioses y de ahí nació el teatro. De pronto vuelven a escena todas esas cosas.

Las multitudes puede resumirse así: en un claro del bosque, en medio de la noche, niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos se encuentran. Están agrupados por edad y por sexo, pero están separados por el amor: los hombres y las mujeres adultas se han peleado, ellos tienen la barba crecida y quieren recuperarlas, pero ellas, muy ofendidas, marchan tras su capitana y no quieren saber nada de reconciliación. Los adolescentes varones buscan desesperadamente a las adolescentes mujeres, pero ellas siempre se han ido unos segundos antes, persiguiendo a los jóvenes de los que se han enamorado porque son algo más grandes y, además, músicos. Los jóvenes también se sienten atraídos por las adolescentes que son verdaderamente lindas, pero el problema es que tienen novia. Y estas chicas, las jóvenes novias, corren por el escenario como Ofelias enceguecidas, están furiosas por el engaño de sus muchachos con las adolescentes. Los ancianos guiarán con sus linternas gastadas a los adolescentes, que entre los árboles ensayarán los pasos y las canciones para la conquista. Las ancianas consolarán a las adolescentes cuando los jóvenes vuelvan con sus novias. ¿Qué es toda esta historia? ¿Qué son todos estos cruces? Algo así como si en una fiesta alguien encendiera la luz y empezara a armar la genealogía de las relaciones sentimentales. E hiciera eso yendo hacia atrás en el tiempo, mirando lo que les sucedió a sus padres, y también lo que les sucederá a sus hijos.

Pero, para terminar de entender toda esta historia fascinante, hace falta una pieza fundamental, que es precisamente, su director. Un hombre que también fue un niño que miró teatro, empezó a hacerlo siendo adolescente y llegó a cierta madurez en una obra en que todas las generaciones se cruzan por un amor, que es también el amor al teatro. El origen de todas las historias.

CACHETAZO DE TEATRO

Federico León suele vestirse de negro, en un degradé de tonos que denotan los distintos grados de antigüedad de la prenda. Es serio, reconcentrado, pero cuando se ríe la cara se le trasforma totalmente y hasta se pone un poco colorado. Tiene fama de raro, neurótico, de procesos de creación largos y sinuosos, por eso, es posible imaginarlo al borde del colapso frente a este nuevo y espectacular proyecto: una obra teatral multitudinaria llamada Las multitudes. Sin embargo, está muy tranquilo en el bar de la esquina del galpón donde vienen ensayando desde hace un año y medio, pide un té verde con una pavita, habla durante casi dos horas y luego saluda con confianza a cada uno de los actores que van llegando, un nene que le regala un bombón por la semana de la dulzura, un grupo de ancianas que se encuentran a tomar un cafecito antes de ponerse a actuar.

Es interesante que para hablar de la nueva obra que trae entre manos tenga que viajar muy atrás, justo hasta a su niñez, cuando conoció al Colectivo Catalinas Sur: “Yo vivía enfrente de la plaza Malvinas y ahí está ese anfiteatro natural de la plaza, así que los veía desde la ventana de casa”. Se trataba de un grupo de teatro comunitario de Barracas donde la vida de los vecinos se cruzaba con el teatro y en medio de choriceadas gigantescas, las madres y los hijos actuaban, construían ficciones que ponían un nombre a una identidad popular que se reconstruía en el retorno a la democracia, desde las mismas no-tablas de ese teatro que inventaron en la plaza. Tiempo después la actividad del grupo se concentró en el mítico galpón donde aún se pueden ver sus producciones.

La irrupción de León en el teatro de Buenos Aires fue en 1997 con Cachetazo de campo, donde dos actrices lloraban durante la hora entera que duraba la pieza y se les iban deslizando por la nariz mocos, que se mezclaban con las lágrimas, la saliva y las palabras que construían la historia, un trabajo de una potencia difícil de mensurar incluso ahora y que dirigió con tan sólo veintidós años. Luego vinieron Museo Miguel Angel Boezzio, un biodrama avant la lettre, Mil quinientos metros sobre el nivel de Jack, donde una familia entera pasaba su tiempo dentro de una bañadera y el agua llegaba hasta los pies de los espectadores y también hasta algunas peligrosas instalaciones eléctricas. La adaptación de Dostoievski en El adolescente y la mezcla de lenguajes audiovisuales que fue Yo en el futuro continuaron una estética personal cruda, radical, de cuerpos en escena que revelaban su edad y ponían las convenciones teatrales en peligro: verdad, sustancias corporales, chispazos, vejez, juventud extrema.

A sus trabajos en el teatro, León incorporó a partir de 2001 una variante: la producción cinematográfica. Dirigió la película Todo juntos, un drama helado que protagonizaba con su novia Jimena Anganuzzi, en la que eran justamente una pareja joven separándose; luego el documental Estrellas, sobre la vida del manager de no actores en la villa 31 Julio Arrieta –fallecido en circunstancias extrañas el año pasado– y por último codirigió con Martín Rejtman Entrenamiento elemental para actores, una reflexión acerca del oficio del actor, centrada en cómo éste se manifiesta en la infancia, a través de un profesor loco que les daba unas clases endemoniadas y les exigía comportarse como “artistas en miniatura”.

Toda esa experiencia cinematográfica fue crucial en Yo en el futuro, una obra teatral estrenada en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín que incluía una pantalla que interactuaba con los personajes, quienes por momentos llegaban a ser una suerte de perturbadora versión de Michael Fox en Volver al futuro. Allí, unos ancianos intentaban que un grupo de niños y jóvenes elegidos por ellos repitieran sus videos de infancia y juventud. El inexorable paso del tiempo, la mirada entre las generaciones como juego de espejos, el pensamiento acerca del modo en que el pasado repercute en el presente y el presente reinventa el pasado, aparecían mediadas por la figura de esos enigmáticos videos caseros que se proyectaban una y otra vez.

La influencia cinéfila también se filtra como un chiflete en Las multitudes donde, sin embargo, no hizo falta la pantalla para que estas ideas emergieran. La dimensión titánica del proyecto hace pensar en el cine. También la idea de ver una obra como un gran plano general apaisado donde por momentos estamos mirando muy concentrados unas zapatillas sin que sepamos bien por qué. Uno hace foco en una pareja en el centro, pero también ve al grupito de adolescentes que se entusiasma detrás, a los ancianos que desaprueban y así. “Cuando vas a ver una película –dice León– no te preguntás cuánta gente actúa, entrás en la historia y por ahí viste doscientos actores. A mí me gustaría que el que entre en esta historia se olvide de la cantidad de gente que participa.” Si bien es difícil lograr semejante distracción, la idea de los planos está y es mucho más que un procedimiento robado. “La mayoría de las escenas son íntimas, sin embargo participa mucha gente. Son situaciones pequeñas rodeadas de decenas de personas observándolas. Uno pensaría que mucha gente genera caos, dispersión, masa, pero quería que pase lo contrario: escenas de intimidad, silenciosas, para poder distinguir dónde está el foco y que éste a su vez vaya circulando.” Vemos, por ejemplo, a Roberto, el líder de los ancianos, preguntar repetidamente por el paradero de su esposa, “¿la viste?, ¿la viste?”. Y también lo vemos después cuando intenta reconquistarla. Algo tan íntimo como un matrimonio de años y años, intentando una nueva vuelta. Tan íntimo como un adolescente de quince diciendo torpemente las primeras palabras de amor a la chica que le gusta. Un chiste malo que inicia o reinicia la confianza. Así de pequeño y así de importante.

UN DRAMATURGO COMO BALZAC

Al comienzo de todo el proceso, explica León, lo primero que probó fue teoría de conjuntos: poner a todos los hombres juntos, todas las mujeres juntas, después en pareja, dividirlos por altos, por bajos, que salgan todos, que entren todos. El objetivo primero fue trabajar con lo numérico, ver la cantidad de variantes y de resultantes que se podían encontrar con ese número de personas. “Ese fue el punto de partida, como en Jack fue una bañadera con agua y una familia que iba a estar permanentemente adentro. Pero después empecé a escribir y apareció la idea de una obra para 120 actores: quería que fuera una historia y no sólo ‘un experimento escénico’.”

Es significativo que Las multitudes sea precisamente una obra escrita. Después de sus últimos trabajos que fueron más bien obras armadas en el proceso de ensayos, León cuenta que volvió a sentarse a escribir. Ese había sido el modo de trabajo de sus primeras obras. Por supuesto que después hubo un importante trabajo escénico, encontrar cosas en los ensayos, pero había un texto de inicio. Las multitudes, entonces, es una obra de texto. Parece imposible, pero no lo es. Y lo shakespereano, lo clásico si se quiere, también pasa por ahí, por pensar a un dramaturgo escribiendo una obra para 120 actores. ¿Cuál es hilo que, secreta o no tan secretamente, los une? ¿Cuál es el propósito de esta misión? Contar una historia donde cada uno de los grupos puede ser pensado como un personaje. Y cada personaje vinculado a otro por un intrincado romance. Lo que se cuentan, al fin y al cabo, son historias de amor. Y no deja de ser extraño que sea una multitud la que las protagonice. Un gentío de diferentes edades poseído por sentimientos abrasadores: “Pensaba que frente al amor todos somos iguales –reflexiona León–. Parece que los ancianos son los que instruyen a los adolescentes para que logren estar con las adolescentes, pero a la vez ellos están totalmente involucrados en un drama muy similar, quieren volver con sus mujeres y no pueden”. La idea de la igualdad debe matizarse, porque somos iguales pero cada persona es única, uno en medio de la multitud. “Otra idea que estaba presente es que el espectador logre recordar a cada uno de los 120 cuando termine la obra. Quería que empiece viendo un grupo de personas anónimas y al final pueda recordarlas, algo de ejercitar la memoria y a la vez lograr que cada uno diga o haga algo singular, cada uno de los actores.”

¿Quiénes son, de dónde salieron entonces estos 120? La persona indicada para responder a ese interrogante es María Laura Berch, quien hizo –y continúa haciendo hasta el último día– el desmesurado casting de la obra. Ella explica que la búsqueda, que se abrió como un árbol de mil ramas, en la que intervinieron recomendando actores, amigos, colegas, parientes, médicos, padres de los amiguitos de sus hijos, tuvo que ver con personas que fueran en sí mismas representativas de su edad. Personas en las que, por ejemplo, las arrugas o el acné fueran reales y no hiciera falta graficarlos, ni componerlos, sino que se nos revelaran naturalmente en la escena. La idea no fue trabajar con no actores, como hizo León en otras oportunidades, si bien algunos de los participantes no tenían experiencia sobre las tablas. Ella explica: “Todos probaron el proceso de actuar, a algunos la vocación les empezó con el proyecto, otros la traían de antes. Muchos de los ancianos o de los adultos están retornando a un viejo sueño que habían dejado de lado durante años de su vida, y ahora, porque sus compañeros ya no están o porque sus hijos se han ido, tienen la posibilidad y el tiempo de dedicarse de lleno”.

Algunos casos: Ricardo Coniglio y Néstor Gallo habían sido compañeros en una obra de teatro hace treinta años y no se habían vuelto a ver. Ricardo, que encarna al líder de los ancianos, nunca había abandonado completamente la actuación, pero sí la había dejado en un segundo plano respecto de su trabajo como matemático. Néstor, que cocina habitualmente dulce casero y lo lleva para compartir con sus compañeros, siguió durante estos años en un grupo de teatro vocacional junto a María del Carmen Diz y Nelly Carmen Muraca, del grupo de las ancianas. Oscar Grilli, que es visitador médico, pero ahora debe alternar su trabajo con su nueva pasión. María Elena Miceli, que cuidaba y cuida chicos, y siempre había anhelado actuar. Néstor Segade, que estuvo vinculado al teatro toda su vida a través de su trabajo como escenógrafo en el San Martín, pero no había actuado nunca. Isaac Fain, que además de actuar, pinta mandalas y los expone en la Sociedad Argentina de Actores. Dora Mils, que es de las ancianas la actriz con más trayectoria y había hecho cine y teatro independiente. También es el caso de Raúl Arrieta, que se había iniciado con Federico León en Yo en el futuro. Elsa Espinosa, que conoció la profesión de grande, pero su entusiasmo es tal que trajo a su nieto adolescente, un rasta llamado Hipólito. Porque otra de las particularidades de la obra es que entre sus intérpretes hay novios y novias, padres e hijos, abuelos y nietos, hermanos y hermanas. Vínculos tanto o más complejos que los que suceden en la ficción.

En relación a la experiencia concreta de los ensayos, Carolina Martín Ferro, líder de las jóvenes, cuenta: “Me acuerdo del primero al que fui: niños corriendo por un galpón enorme, sillas alrededor, gente de todas las edades saludándose, personas mayores compartiendo galletitas caseras. Era como un club, o como una imagen de barrio de otra época. Después, una vez incorporada a la multitud, empecé a conectarme con la obra y con la manera de trabajar de Federico. Hasta surgieron charlas multitudinarias para hablar del proceso de la obra, de sus sentidos, de lo que se estaba probando, de cómo podía continuar. ¿En qué tuve que esforzarme para seguir adelante? ¡Paciencia, mucha, mucha paciencia! Somos muchos, organizar cualquier cosa requiere de un esfuerzo extremo”. Martín Tchira, también del grupo de los jóvenes, describe la sensación interna que atraviesa a todos los actores: “Perderse en la multitud es lindo aunque haya que desprenderse un poco de la idea de que uno es importante; lo es, sí, pero en relación de algo mayor que se arma entre todos”. Gabriel Zayat, del mismo grupo: “Participar de Las multitudes es formar parte de un dispositivo escénico que se asemeja bastante a cualquier otra obra de teatro. Hay que respetar los pies, estar atento a las marcas del director, respetar posiciones en el espacio, buscar la luz y tener siempre la plena conciencia de estar siendo visto. A pesar de estar rodeado por 119. Yo soy uno. Cada uno está en el espacio por una razón. Y también soy uno que está disuelto, parte de la multitud. Pero además hay otra cosa en escena, más allá de todos nosotros siguiendo el camino que le marcó el director. Es una suerte de máquina que funciona por fuera de uno, por alrededor, una máquina en funcionamiento que una vez que se echa a andar parece que funcionara sola. No depende de ninguno en particular. Y no se sabe muy bien por qué avanza, por qué se despliega, por qué existe. Pero avanza, se despliega y existe. Será por la voluntad de todos, un deseo compuesto. Tiene algo de juego de la copa. Todos los que estamos queremos que suceda. Y sucede sin que nadie sepa muy bien cómo lo hace. Casi que anda sola”. María Laura Berch concluye: “Lo que coincidió en todos, desde los ancianos a los niños, fue una exquisita vocación por el trabajo conjunto. Los divismos quedaron afuera”.

QUE EL HOMBRE NO SEPARE LO QUE EL AMOR HA UNIDO

Singularizar personas en una multitud, buscar semejanzas entre las diferencias, parecen procedimientos opuestos y sin embargo construyen un mismo gesto unificador. Imponerle al espectador una distancia –la del plano general– pero para que justamente aguce la mirada: este ejercicio de acercamiento a lo colectivo es la apuesta de la obra. Si, como cree Jacques Rancière, la política consiste en hacer visible aquello que no lo era, escuchar a seres que no tenían la palabra, todo el proceso de Las multitudes constituye una estética política para el teatro contemporáneo. Porque el gesto irónico, desacralizador que fundó el teatro de los 90 frente a esa década y que se ha perpetuado hasta nuestros días, ha perdido la eficacia para nombrar el presente. Aquel deslumbrante uso del ingenio para la pavada, la parodia, la falta de solemnidad, el relegar los temas importantes siempre para más tarde. Estos tiempos, desde el 2001 hasta hoy, son cada vez más Otros: las polaridades, los choques, vemos y vivimos el retorno (eterno) de la política. Si una obra de teatro es también un documental sobre su propio proceso de creación, es imposible no pensar con Las multitudes la idea de reconstrucción de un tejido social: toda esa gente yendo a ensayar una vez por semana, viniendo de barrios distintos, a través de distintos medios de transporte, las chicas de veinte arreglando para salir después, los señores de sesenta fumando en la puerta. Un documental sobre un esfuerzo de organización.

El centro es, claro, el teatro. Crear un consenso de actuaciones: “Somos gente muy diferente, que se formó en lugares distintos, que tenemos una idea del teatro muy diferente y queremos lograr que todos nos encontremos en un lugar. Cada persona es un material diferente y en el encuentro producen algo que es nuevo, justamente ese encuentro de dos. Me entusiasmaba lograr que todos entendiéramos lo que estábamos haciendo, desde una persona de ochenta años a una de catorce, cada uno desde su mirada. Las preguntas de una nena de nueve me interesan, me inspiran, me hacen construir”, dice a días del estreno, León.

Hay un texto de la obra que dice el líder de los ancianos que sintetiza todas estas ideas: “Lo más previsible es que nos desencontremos, que no podamos organizarnos, tratemos de ver a donde sí podemos”. Federico León afirma que ahí, en esa frase, él ve un signo de la época. “Mucha gente, muy diferente, logra ponerse de acuerdo durante una hora y durante un tiempo largo de construcción de una obra. Y eso que se construye tiene que ver con todos. Cada uno aportó algo propio. No es que el texto estaba totalmente acabado. No es que uno viene, cumple su función y se va. Hay algo de una pertenencia también. Las ancianas caminan de esa manera y por eso se construyó la escena pensando en el tiempo que dura esa caminata.” La pertenencia es, entonces, a un tiempo histórico: el presente. Afirmarlo es detenerse a contemplar el paso lento de una anciana, pero también el acelerado de una corrida o el sincopado de una canción que hace mover los pies. Y nos pone a bailar. A todos. Como una danza tribal, como un recital, como una rave. Imágenes que se suceden en Las multitudes, el Aleph donde también estamos nosotros.


Las multitudes realizará seis únicas funciones en el Tacec los días 20, 21, 22, 24 y 29 de julio a las 21.30 y el sábado 28 a las 17. Entradas: $ 20. Pueden comprarse anticipadamente por tuentrada.com o en la boletería del Teatro Argentino de La Plata.
Después viajará a Berlín para presentarse los días 28, 29 y 30 de septiembre. En noviembre volverá a Buenos Aires y se podrá ver en el Centro Cultural San Martín.

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