MúSICA > CHRISTOPHER OWENS, EX CANTANTE DE GIRLS, DEBUTA COMO SOLISTA
› Por Micaela Ortelli
Cuando apareció en escena con su banda Girls y la explosiva canción “Lust For Life”, Christopher Owens se convirtió en el nuevo personaje pintoresco del indie estadounidense. Su largo cabello rubio, androginia y actitud entre aniñada y reventada lo volvían una extraña mezcla de Kurt Cobain y Macaulay Culkin: alguien decididamente perturbado. Pronto se conocieron sus peripecias, su desopilante biografía –una infancia de abusos, una vida extrema– y su locura no sólo resultó lógica, sino que generó una inmediata afinidad. Cuando canta baladas, su voz suave y algo rasposa, a menudo comparada con la de Brett Anderson y Elliott Smith, puede sonar infinitamente triste; pero el conjunto nunca lo es del todo. Tampoco lo son del todo sus canciones más cálidas y alegres; y aunque el video de aquella canción hipnotizaba con sus chicas y chicos lindos bailando arriba de la cama, cantando en la bañera y tomando champagne de la botella después de un revolcón, él cantaba que le habría gustado tener un padre, y que estaba loco, completamente loco.
Chris nació en 1981 en Miami, pero podría haberlo hecho en cualquier lugar. Su familia pertenecía a la secta misionera Niños de Dios, una especie de cristianismo libertino inventado en 1968 por un proxeneta y pedófilo llamado David Berg. Antes de que Chris cumpliera un año, la madre se lo llevó a Puerto Rico, y tiempo después, a Oriente. Nunca vivió con su padre, que había abandonado la secta cuando otro hijo murió de una neumonía no tratada (el grupo no cree en la medicina tradicional). Hasta los seis años Chris pasó una infancia semiconvencional con su madre y hermana mayor; pero cuando se mudaron a Japón la vida se volvió completamente sectaria: la comunidad estaba asentada en un mismo lugar y dividida en grupos según las edades; los más chicos no se criaban con sus madres biológicas sino con “niñeras”, no los mandaban a la escuela y se los mantenía, en lo posible, aislados del mundo.
“¡Si existe un Dios que me parta con un rayo!”, gritó Chris de arriba de un techo a los doce o trece años, ahora en Francia, en momentos en que Niños de Dios recibía denuncias en todo el mundo por abuso sexual infantil y prostitución de mujeres. Bajó del techo y les dijo a los otros que no, que no había ningún Dios. Chris era de los problemáticos, de los que podía esperarse que siguiera el ejemplo de los más grandes, los que empezaban a huir, como su hermana. A los 14 lo mandaron a Noruega a una especie de campamento para adolescentes cuestionadores, solución poco inteligente viniendo de una organización perversa: entre pares la rebeldía se fomentaba; y a los 16, mientras vivía en Eslovenia, Chris decidió abandonar la secta y mudarse a Estados Unidos con la hermana.
No fue de un día para el otro. Antes estuvo en Italia y Austria y juntó el dinero para el pasaje tocando la guitarra en la calle. Hacía covers de los clásicos: Everly Brothers, Cat Stevens, Simon and Garfunkel, la poca música laica –o creada fuera del grupo– a la que había tenido acceso hasta entonces. Se instaló en Amarillo, Texas, y entre las dificultades de adaptación –usó un teléfono por primera vez a los 16 años– y la falta de título secundario, le alcanzó para un trabajo de repositor nocturno en un supermercado. Se hizo punk, conoció las drogas, comió basura y terminó preso varias veces. A los 21 se aburrió del punk, conoció el Vicodin (un analgésico tipo morfina muy adictivo, o lo que toma Dr. House), a Suede y a Stanley Marsh, un empresario petrolero y artista multimillonario que le dio contención, buenos consejos y trabajo: la única figura paterna de su vida. (Casualmente, a Marsh también se lo acusa de abuso de menores; fue arrestado y liberado bajo fianza en 2011.)
El peregrinaje terminó en San Francisco, adonde Chris llegó con 25 años y donde se enamoró de Liza, “la chica más popular de la ciudad”. Por ella conoció a Holy Shit, la entonces banda del prodigio Ariel Pink, de la que fue guitarrista. La relación con Liza duró dos años, y fue en ese ínterin que Chris empezó a componer sus primeras canciones; la tremenda balada “Vomit”, por caso, trata del momento en que ella empieza a alejarse. Para cuando finalmente lo dejó, Chris se había hecho de un gran amigo, JR White, que sabía grabar y producir. Así nació Girls, una banda lo-fi multigénero –rock clásico de los ’50, country, surf, shoegaze– que en 2009 lanzó un fabuloso disco debut, Album.
Fue un éxito a escalas menores, pero demasiado intenso y repentino quizá. Girls salió de gira enseguida, antes de que la banda terminara de consolidarse. Hubo un EP, Broken Dreams Club (2010), y un segundo disco, Father, Son, Holy Ghost (2011) mundialmente aclamado. Sin embargo, para sorpresa de todos, en septiembre del año pasado Chris anunció vía Twitter que Girls dejaba de existir: “Tengo que hacerlo para progresar”, dijo. En una entrevista con Pitchfork explicó que su idea original fue tener una verdadera banda, con miembros estables, que durara para siempre; pero dado que los músicos no dejaban de ir y venir de la suya –él y JR fueron los únicos fijos–, era preferible lanzarse solo y ser libre de hacer cualquier cosa que no tuviera que encajar en un proyecto grupal.
Finalmente, Christopher Owens llegó al primer trabajo que firma con su nombre: un disco folk algo místico, hecho de guitarras clásicas y flautas, que le dedica a un amor tan verdadero como pasajero, una chica que conoció en Francia durante la primera gira de Girls. Por eso Lysandre –así se llaman el disco y ella– es en cierto modo un homenaje a esa banda: “Es una historia de crecimiento, de viaje, de amor”, dice en la biografía de su sitio web donde cuenta el origen de cada canción: los preparativos para la gira, las ciudades, el pánico antes de los shows, el comienzo y el fin de la historia de amor. ¿Y si sólo soy un mal compositor y todo lo que digo ya se dijo?, se pregunta en “Love Is In The Ear Of The Listener”. En verdad no es asunto mío, se responde: Porque la belleza está en los ojos del que mira y el amor en los oídos del que escucha. Y ciertamente, lo que dice él, aunque trillado, suena distinto: revelador y desgarradoramente honesto.
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