Dom 03.02.2013
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CINE > EL LADO LUMINOSO DE LA VIDA, DE DAVID O. RUSSELL , EN LA CARRERA POR EL OSCAR A MEJOR PELíCULA

CORRER BAILAR AMAR

Jugando con las convenciones de la comedia romántica, el director David O. Russell (Tres reyes, Yo amo a Huckabees) sale de los tópicos habituales del cine indie de amores disfuncionales con El lado luminoso de la vida. Y, además de devolverle riesgo y filo al enamoramiento, logra tres extraordinarias actuaciones: la del inestable protagonista Bradley Cooper, la de Jennifer Lawrence –jovencísima nominada al Oscar, en un papel de mujer fuerte hawksiana– y la de Robert De Niro, en su mejor trabajo de los últimos años.

› Por Paula Vazquez Prieto

En El deporte predilecto del hombre (1964) Abigail (Paula Prentiss) persigue insistentemente a Roger (Rock Hudson) a lo largo de toda la película. Su espíritu de conquista es abrumador, implacable. Como debe enseñarle a pescar –porque el hotel para el que ella trabaja patrocina un torneo de pesca en el que Roger debe participar– lo instala en una cabaña en el bosque, al borde de un lago, rodeado de vida silvestre. Ahí, en la naturaleza, lo tiene a su merced. Los códigos del mundo urbano, que definen la existencia de Roger, no explican este nuevo escenario, que resulta tan atractivo como desconocido. Y lo que descubrimos, con el correr de los enredos y las idas y vueltas de la futura pareja, es que lo que Roger desconoce no es el arte de la pesca sino el placer de la conquista amorosa. Algo que, con encanto e inocencia, Abigail maneja a la perfección.

Jugando un poco con su estilo inconfundible de mujeres fuertes, independientes y decididas –bautizadas por la crítica como hawksianas–, el director Howard Hawks nos convencía en los ’60 de que era ese deseo femenino irrefrenable, impetuoso, casi anarquista, el motor de toda aventura amorosa. Muchos años después, David O. Russell –Tres reyes, Yo amo a Huckabees, El ganador– ensaya una comedia agridulce con una mirada similar, donde la locura forma parte de la vida moderna, se hace carne en sus personajes, pero siempre les deja un resquicio para vivir el amor como la más febril de las aventuras.

Escrita y dirigida por Russell –basada en el best seller de 2008 de Matthew Quick–, El lado luminoso de la vida ya en la primera escena nos presenta, sin más preámbulos, la salida de Pat Solitano (Bradley Cooper) de un psiquiátrico en el que ha estado internado durante ocho meses. El episodio que lo llevó a la reclusión fue encontrar a su esposa con otro hombre mientras sonaba de fondo la canción elegida para su boda, My Cherie Amor, el clásico hit de Stevie Wonder. Melosa, pegadiza, envolvente, la melodía que estrenaran en 1969 los Jackson Five en su álbum debut simboliza la locura: una locura que anida en la frustración conyugal, en el fracaso de su vida en pareja. Una pareja concebida en los términos de un matrimonio convencional que su bipolaridad le impide llevar adelante con éxito.

Pat quiere terminar con esa vida anterior y demostrar que ha cambiado; sin embargo, ese cambio no llega fácilmente. Todavía se siente perdido, sumido en estados de ánimo ambivalentes que van desde la euforia hasta la depresión, alimentados por una ilusión que lo atormenta: recuperar a su mujer. Eso es lo único que lo motiva a seguir adelante, aunque ella se haya mudado y haya interpuesto una orden judicial para que no se le acerque. Entonces, asiste a la terapia, sale a correr, visita a sus amigos, pero todo le resulta extraño todavía, hasta el regreso a la casa de sus padres en la Filadelfia de siempre. Su padre, Pat Solitano Sr. –una de las mejores interpretaciones de Robert De Niro de los últimos años– se ha quedado sin trabajo y vive de apuestas en el fútbol americano, mientras intenta lidiar con su propia neurosis. Su madre, cariñosa y comprensiva, lo acepta y lo sobreprotege como si quisiera que su hijo volviera a ser niño otra vez y los problemas se hicieran más llevaderos.

Presentada en el último festival de Toronto como toda una sensación, bien recibida por la crítica de EE.UU. y nominada a varios premios Oscar, El lado luminoso de la vida no se queda ahí y nos tiene reservada una sorpresa. En una visita a sus amigos, Pat conoce a Tiffany (Jennifer Lawrence), quien ha convertido el duelo por su temprana viudez en una voracidad sexual irrestricta. Asustado por el deseo concreto que ella le despierta, la elude sin éxito en sus trotes mañaneros por el barrio, mientras ella lo persigue sin disimulos. La vitalidad de Lawrence, su rostro redondo y juvenil combinado con ese vozarrón tenue y seductor, hacen de esa conquista una tarea para el disfrute. Los recovecos narrativos que toma la película, muchos de ellos arbitrarios y hasta forzados –uno podría aventurar–, están al servicio de esa danza de dos que se hace apasionada y tempestuosa, y que los reconduce sin calma una y otra vez al encuentro. Como señala el crítico Andrew O’Hehir, “Silver Linings Playbook es una comedia romántica, incluso si no se percibe al principio”.

Ese juego abierto con un género popular como la comedia romántica le permite a Russell eludir los tópicos habituales del cine salido del Festival de Sundance, con su gente con problemas emocionales que encuentra su alma gemela y cura todos sus males. Al contrario de lo que uno podría pensar, aquí no hay rescate, no hay salvación. La filosofía de la sanación por el firme voluntarismo de un bienestar de “resquicios luminosos” en medio de la aparente oscuridad –un poco a lo que refiere el título en inglés– se estrella contra la realidad. Con o sin medicación, lo que cambia la vida de Pat es la intervención mágica e intempestiva de esa mujer hawksiana que desafía el orden impuesto por la sanidad. Tiffany, con astucia y desenfado, glorifica el mismísimo placer de la aventura que contagia no sólo a Pat sino a todos los espectadores.

Cuando, a cambio de entregarle una carta de reconciliación a su ex mujer, Tiffany extorsiona a Pat para que sea su partenaire en un concurso de baile de salón, la película hace su mayor apuesta. Giro absurdo, tal vez, pero el fuerte de Russell no es su hilo dramático sino sus grandes momentos. Ya había pasado algo de eso en la última El ganador, pero sobre todo en la extraña e inclasificable Yo amo a Huckabees, fragmentaria pero con un alma intensa que se expande en las escenas claves. Como decía Andrew Sarris de King Vidor, hay directores que son tan irregulares como impresionantes, que logran más momentos de antología que películas perfectas. Y algo de eso pasa cuando la acción nos lleva a esos reiterados ensayos y coreografías, como una especie de terapia amateur que despierta en Pat su lado más tierno y juguetón. Bradley Cooper maneja asombrosamente el cambio de tono, y sus gestos se dulcifican, sus gritos se moderan. Como la pesca para Roger, el baile se convierte en la vía de escape, en la cadena que se rompe y le permite a Pat salir del encierro de la prisión del psiquiátrico, del altillo de su casa paterna, a una naturaleza ambigua, a veces hostil, a veces acogedora, pero que le permite abrazar esa aventura viva y encantadora de sentirse enamorado.

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