CINE > SE ESTRENA LINCOLN, DE STEVEN SPIELBERG
Después de doce años de idas y vueltas, al fin Steven Spielberg estrena Lincoln, una mirada sobre el gran líder alejada de la biopic y el bronce para concentrarse en un episodio particular: la 13ª enmienda, con la que el presidente se aseguró de que los esclavos permanecieran libres después de la guerra civil. Con Daniel Day-Lewis en una interpretación directa al Oscar, Lincoln revisa la historia admitiendo todos los episodios turbios, con la grata comprensión de que la política y la democracia son algo más que buenas intenciones.
› Por Mariano Kairuz
Los estrenos, bastante cercanos entre sí, de la nueva película de Tarantino y la última de Steven Spielberg, motivaron enojosas comparaciones alrededor de un mismo tema: la esclavitud en la historia norteamericana. Para algunos críticos, inclinados hacia la más fantástica y visceral visión de las cosas que ofrece Django sin cadenas, ésta consiguió abordar –por medio de una puesta en escena estruendosa y un argumento de ficción especulativa– un aspecto fundamental del asunto, su carácter violento y sangriento; mientras que, desde esa misma óptica, Lincoln sería la película “blanda” que sólo atina a ver el costado legal y burocrático de la emancipación. Lo cierto es que la película que Spielberg finalmente concretó tras un proceso de doce años de marchas y contramarchas, con un guión del dramaturgo Tony Kushner (Angeles en América) y un Daniel Day-Lewis lanzado de cabeza al riesgo de quedar para siempre en el bronce y la piedra –o la gloria–, sí asume, a su modo, la violencia que desgarró al país, el escenario salvaje sobre el que se construye este relato; aunque su objetivo es distinto del de Tarantino. La escena introductoria consiste en unos breves planos, tan elegantes –por su preciosista y precisa fotografía, por su composición pictórica– como brutales, en los que vemos a soldados blancos y negros estaqueándose y hundiéndose las cabezas en el barro. Son apenas un par de minutos, pero filmados con esa maestría que confirma que la guerra es una de las más auténticas obsesiones de este director de larga y ecléctica filmografía, acaso por pertenencia generacional. Ese par de minutos nos dicen sin discreción: de acá venimos, así estábamos, este es el país en el que Abraham Lincoln hizo lo que hizo. Sobre este fango y esta sangre derramada se construyó la democracia.
Y los críticos que elogiaron la película –que fueron la mayoría de los de su país– escribieron reiteradamente que Lincoln trata de otra cosa, no exactamente de la esclavitud, sino de la democracia y su funcionamiento. Esto, que puede sonar a patrioterismo cabeza-hueca, adquiere una dimensión particular y muy interesante en el guión de Kushner, que se inspira en una parte de la novela Teams of Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln, de Doris Kearns Goodwin: los cuatro meses que van de enero a abril de 1865, a lo largo de los cuales se definió sin vuelta atrás la abolición de la esclavitud y el fin de la Guerra Civil. Después de aquellos tremebundos instantes iniciales, ya no veremos más –por mucho que lo esperemos– escenas del campo de batalla, sólo algún recorrido sobre cadáveres desgarrados y poco más. (Para el caso, también se omiten las imágenes del magnicidio: conviene saberlo de antemano y bajar las expectativas al respecto porque se trata de una decisión deliberada y coherente con el resto del relato.) La guerra es algo que no se muestra, sino que es algo sobre lo que se conversa, todo el tiempo: se mencionan las apabullantes cifras de muertos –unos 600 mil se dice, aunque hoy se sabe que fueron más bien 800 mil–, o se sigue un ataque particular sobre el ejército confederado –en una escena notable– a través de cables telegráficos. La guerra es una realidad salvaje allá afuera y una estrategia política a puertas cerradas, en la Cámara de Representantes (la antigua Cámara de Diputados) en la que Lincoln se empeña en hacer aprobar la 13ª enmienda, la que proclamó libres a los esclavos. Lincoln sabía que la Emancipación proclamada en 1863 sólo había sido posible en virtud de sus extraordinarios war powers, los poderes de los que estaba investido durante la guerra, pero que una vez que la contienda terminara, no habría manera de impedir que los Estados del Sur volvieran a reclamar para sí su vieja propiedad: los hombres y las mujeres negros en cuya explotación se sostenía la economía de los campos algodoneros. Lincoln debía hacer aprobar por dos tercios del Congreso el fin de la esclavitud; que fuera un asunto legislativo cerrado, antes de que la guerra llegara a su fin. Y estaba dispuesto a extender la contienda un poco más para ello; a sumar más bajas, si era necesario.
Por ende, de eso trata Lincoln, la película: de la estrategia, el lobby, la extorsión y el apriete, y también de las legítimas instancias de debate y argumentación, los caminos por los cuales el 16º presidente y sus hombres lograron, contra reloj, una de las medidas más importantes para la libertad en su país. La guerra sangrienta es el trasfondo desesperante sobre el cual ocurre esto, pero lo que presenciamos, el centro de la apuesta de Spielberg y Kushner, es esa larga y presuntamente civilizada disputa entre hombres blancos de galera y levita. Y así como no vemos la guerra, casi no aparecen personajes negros en la película: hay unos pocos, significativos pero contados dentro un reparto de cientos. Pero ésta es la historia de la contienda legal, no la fantasía del cowboy afroamericano que, liberado de sus cadenas, se lanza al rescate de los suyos liquidando a sus opresores con sus tambores de seis tiros. Y por lo tanto, sí, es una muy conversada película de dos horas y media. El gran logro de Spielberg y Kushner es que no se trate del tremendo sopor que pudo haber sido. Es, también, como dicen sus defensores, una película sobre la democracia, pero la democracia como una cosa mugrienta, llena de trampas, de vueltas, contradicciones, negociaciones y sacrificios, de sangre; no una mera sucesión de procesos eleccionarios. “Tiempos desesperados exigen medidas desesperadas, pero lo que Lincoln, el lobbista de la 13ª enmienda, hizo para conseguir que la aprobaran, no fue ilegal”, aclara Spielberg, “pero sí fue algo turbio, a la vez que noble y grandioso. Lo que hicieron para conseguir que la gente votara la enmienda, no es nada que hoy no siga siendo común. Hacer una película sobre un personaje exageradamente limpio cuyos principios morales lo pusieran más allá del común mortal, no me hubiera resultado interesante. Me gusta el hecho de que haya cierta turbiedad en la política del siglo XIX, con el objetivo de lograr algo que era tan necesario y que fue tan perdurable”. Esa es la idea que se aloja en el corazón de la película, su motor y lo que la convierte, contra toda expectativa, en un buen espectáculo, un retrato que le mueve un poco las cejas y le tuerce la sonrisa al Lincoln tallado en la roca del Monte Rushmore.
Lo primero que puede llamarle la atención no sólo al espectador no norteamericano sino también al local –tal como vienen consignándolo las reseñas publicadas– es el cambio de signo, en espejo, del sistema bipartidario: esos progres fieramente convencidos de la necesidad de hacer iguales a negros y blancos ante la ley, Lincoln a la cabeza, son los republicanos. ¿Y quiénes se oponen con más fuerza? Los representantes del partido demócrata. “Cuando empezaba a escribirlo era una sensación muy rara”, dijo Kushner en una entrevista. “Estar escribiendo esta suerte de argumento a favor de los republicanos fue algo que nos puso nerviosos, dado que finalmente estrenamos la película durante el ciclo electoral del 2012. Pero confiamos en que la gente lo entendería bien, el hecho de que los republicanos estaban a la izquierda durante la Guerra Civil y los demócratas a la derecha. En lo personal, siempre me ha intrigado el arco que llevó al Partido Republicano de ser este grupo progresivo, pro-gobierno, a la cosa que es hoy.”
Lo que le da vida a todo el parloteo de la campaña abolicionista es la cantidad de personajes impresionantes que entran en escena en el corto período que abarca el Lincoln de Kushner y Spielberg. Suele creerse –y está más o menos documentado– que Mary Todd Lincoln (Sally Field) estaba loca; una locura precipitada por la muerte de su hijo Willie, de 11, por fiebre tifoidea, en 1863. La película no narra las sesiones espiritistas en las que Mary intentaba comunicarse con Willie, pero el fantasma del chico muerto rodea la composición de la castigada y sufrida mujer que hace Fied. Esto da pie a un par de significativas escenas de Lincoln en la intimidad, alejadas de los mamotréticos procedimientos propios del género biopic. En una, el hombre expresa su comprensión de un dolor para el que no existe ningún consuelo; pero en la otra, aparece su contracara, cuando Lincoln –tras rajarle en la cara a Mary: “¡Debería haberles hecho caso cuando me dijeron que te metiera en un manicomio!”– confiesa que el hecho de no mostrarse permanentemente abatido por la muerte de su hijo no significa que no piense todo el tiempo en “escarbar la tierra para ir a abrazar su cuerpo”. La escena tiene lugar en medio de una discusión privada, pero reverbera en su figura de líder político, que ya no encuentra argumentos para impedirle a su hijo mayor, Robert, que se enliste en el ejército, mientras admite el sacrificio de los hijos de miles de familias de todo el país.
También le da vitalidad a lo que pudo haber sido otro relato tallado en piedra, la participación de James Spader como William Bilbo, suerte de matón republicano encargado de hacer el trabajo sucio de extorsión y coerción cuando el tiempo apremia y hay que juntar votos como sea (incluso comprándolos mediante cargos y otros favores políticos). Podría decirse que Spader/Bilbo encarna –en un sentido especialmente físico– esa noción sucia, dura, pragmática y funcional de “democracia” que describe la película. Y ahí está, devorándose cada escena en que aparece, Tommy Lee Jones, la jeta de piedra, la peluca espantosa, como el republicano “radical”, el congresista Tadeus Stevens, el gran adversario político que se convierte en el mejor aliado posible de Lincoln y que aprende de él su esencial lección política, ésa de la mugre y la sangre; la de la transa y la guerra, en nombre de objetivos mayores. Las razones por las que Lincoln cree que los negros deben ser libres tal vez no queden enteramente claras en la película, que tiene la honestidad de enfrentarlo a una mujer “de color” a la que le dice: “Yo no conozco a su gente”. En este panorama, probablemente Stevens sea el único ferviente humanista que cree en la igualdad esencial de blancos y negros, pero que, por las razones pragmáticas, políticas, aprendidas del Lincoln estratega, se ve empujado a decir ante el Congreso que no, no está diciendo que unos y otros hayan sido creados iguales, pero sí “que deben serlo ante la ley”.
Finalmente, Day-Lewis: tan arrojado a la misión de perderse en su personaje que camina por el filo de la caricatura, hace lo mejor que podía hacer con una imagen tan icónica y pétrea: la vuelve viva y ligeramente extemporánea. Su Lincoln es un hombre que no duerme, pero que a veces se queda dormido, extenuado; al que le encanta contar historias, que hace chistes y se ríe antes de empezar a contarlos, que duda en su interior pero no vacila, muestra autoridad, que no parece tener conciencia de su lugar en la historia pero está impulsando el futuro, que trabaja sobre el diálogo y el consenso, pero aplica sin miedo todo su poder. Despojado de la voz grave que le hubiéramos imaginado a Liam Neeson (el otro candidato a interpretarlo en la larga preproducción de esta película), caracterizado hasta alcanzar un parecido por momentos sobrenatural, este Lincoln parece emerger vivo de una de las grandes taras del cine histórico. Hitchcock decía que le costaba mucho hacer cine de época porque no podía imaginarse a toda esa gente, con su ropa abundante y su rigidez, yendo al baño. Bueno: Spielberg y Day-Lewis no muestran a Lincoln cagando, pero por un instante parece que podrían haberlo hecho, o al menos que se les cruzó por la cabeza (seguro que a Day-Lewis sí), y al menos lo ponen a contar una historia escatológica sobre un hombre evacuando sus necesidades frente al retrato impertérrito de George Washington.
Lincoln no es una película perfecta: inevitablemente, Spielberg se pone parsimonioso a la hora de hacer aparecer algunos personajes clave; cede a cierta grandilocuencia propia de las Historias Importantes (arghhh, ¡la efigie del presidente triunfante sobreimpresa sobre la llama encendida! ¿de la libertad?) y permite los subrayados emocionales de la banda sonora de John Williams. Pero todo lo que tiene de imperfecta lo tiene de viva, y eso la convierte en un digno complemento de la otra película abolicionista de la temporada, la explosiva, salvaje e incorrecta locura de Tarantino. Todo un doble programa: serían más de cinco horas, pero qué viaje.
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