Dom 10.02.2013
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LA COMUNIDAD INVISIBLE

› Por Juan Carlos Kreimer

Los intrusos en el tránsito de ayer, hoy somos bandadas, y pronto seremos plaga. Sin hablar y sin tocarnos, nos multiplicamos con naturalidad. Se forman asociaciones, los municipios organizan bicicleteadas, se trazan redes de ciclovías para cruzar la ciudad de Norte a Sur y Este a Oeste, aumentan el número de bicicletas públicas y de estaciones para tomarlas y dejarlas, se debaten temas de seguridad y conciencia vial, se demarcan lugares para estacionarlas, y algunos municipios hasta financian su compra. Algunas ciudades pequeñas del interior promueven jornadas turístico-ciclísticas rescatando lugares clásicos. La bicicletería tradicional vuelve a tener un lugar en los comercios de barrio. Se organizan festivales de películas en los que la bici tiene algún tipo de rol; la palabra ciclismo ya no se asocia sólo a las carreras y, cada vez con mayor frecuencia, los medios emplean la expresión cultura ciclista (traducción de bike culture y culture vélo) para englobar el fenómeno.

En el etcétera de frentes y actividades que van surgiendo en torno de la bici y el ciclismo urbano, algunos fabricantes promueven talleres de mecánica sencilla para chicos y adultos como puntapié inicial a la capacitación profesional. Se calcula que el crecimiento demandará doscientos nuevos bicicleteros de oficio por año.

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Los que andamos en bicicleta desde hace años reconocemos también cierto cambio en la conciencia de los conductores de vehículos: ahora respetan más. Tal vez porque se dan cuenta de que, a pesar de que vamos más despacio y tenemos un andar menos estructurado, les convenimos: apaciguamos la calle. Tal vez porque sus hijos también usan bici. O porque los usuarios somos muchos, cada día más.

Una encuesta oficial de octubre de 2011 estableció que cincuenta y cuatro de cada cien ciclistas porteños la usan para ir a la oficina, doce para ir a clases, once como actividad física, dos como transporte de reparto. Los restantes, para cualquier tipo de desplazamiento. Tiempo promedio de cada viaje: veinte o treinta minutos, velocidad crucero diez o quince kilómetros por hora. De cada cien usuarios, setenta son varones. Todos los consultados coinciden: esto recién comienza.

Nunca pensé que esto sería parte de una revolución, me confía, muy circunspecta, una señora que pedalea con mucha gracia sobre una bici de ruedas pequeñas. ¿Cómo la llamo? Mi chiquita. Vamos, mi chiquita, le dice a menudo.

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Cuando se cruzan dos ciclistas, se saludan con los ojos, sin sacar la vista de adelante. Un segundo. A veces, un parpadeo fugaz. No necesitan conocerse. Ese mínimo gesto es suficiente para corroborar eso que tienen en común y seguir adelante, cada uno en lo suyo.

En otros tiempos, los conductores de autos de la misma marca, al cruzarse en la ruta, de noche o de día, se hacían señas con las luces largas. Entre los ciclistas, monte uno una superequipada y otro una básica, más pelada imposible, se establece un reconocimiento tácito, pleno de sentidos, que articulan una sensación de pertenecer a la misma corriente. Tampoco necesitan poner palabras a lo que sienten. Al menos en esto, el otro es alguien como uno. Pasó por un mismo lugar (interno), sabe que es posible usarla en la ciudad.

Pueden pertenecer a tribus urbanas, sexos, edades, idiosincrasias y entusiasmos diferentes. Pueden estar usándola por distintas razones. En todos hay una actitud silenciosa, íntima y, a la vez, sólida: me juego por esta. Me conviene, “va” con una parte de mí.

Más allá del hecho de que las bicis son para un solo pasajero (la ley de tránsito prohíbe llevar otro), en principio su uso tiene que ver con la elección tomada por uno y para sí. Y con frecuencia, contra el criterio temeroso de quienes nos rodean.

De todos modos, ande entre otros o con otros, uno siempre anda solo, casi siempre sin hablar. Piensa y se deja pensar. Los pensamientos van y vienen, se intercalan con lo que vamos viendo. Llega un momento en el que nos olvidamos de que estamos pensando. Hasta dejamos de dialogar con nosotros mismos. Esté donde esté tu mente, el ciclista hace el viaje en solitario. Es un solitario.

Solitario no es quien está solo, sino alguien que está consigo mismo. Sin necesidad de respuesta o presencia de algún otro para sentirse acompañado. No teme que lo consideren un bicho raro. Es capaz de permanecer con cierta tranquilidad en ese espacio. Más aún, necesita en su vida tiempos como ése.

Este fragmento pertenece a Bici Zen (Planeta), el último libro de Juan Carlos Kreimer, que plantea el ciclismo urbano no sólo como movilidad sustentable y alternativa, sino además como una experiencia cercana a la meditación.

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