Domingo, 21 de abril de 2013 | Hoy
MUESTRAS > UNA DéCADA DE JUAN JOSé CAMBRE CON EL COLOR, EN EL MACBA
Desde hace una década, Juan José Cambre, un artista que parece transitar a veces con pudorosa atención y otras con educada displicencia las épocas que atraviesa, se viene entregando a una investigación meticulosa del color. Con pinturas basadas en fotos de sombras, ramas y paisajes acuáticos, superposiciones y maridajes casi analíticos, la muestra en el flamante Museo de Arte Contemporáneo revela lo que parece el santo grial cromático del trabajo de estos años: un estado de atención sin foco, plácido, secreto y siempre al borde de la revelación.
Por Claudio Iglesias
La obra de Juan José Cambre (Buenos Aires, 1948), en el contexto de las últimas décadas del arte argentino, se podría comparar con la situación de un automóvil que recorre una extensión irregular de terreno, en condiciones atmosféricas cambiantes. A veces la brisa molesta, las ventanillas se cierran y la música que sale de los parlantes cobra un espesor notorio. Otras veces se pueden bajar los vidrios y entrar en mayor contacto con el afuera, cambiar miradas o algunas palabras con otros automovilistas o con paisanos. Eventualmente, alguien puede subirse al auto que, además, puede ir lento o rápido, devorar la autopista o perderse entre los caminitos de tierra que crecen a la vera del terraplén. El conductor puede prestar atención a los detalles más sensibleros e improductivos de la topografía o puede concentrarse monotemáticamente en describir una línea recta y llevar a la perfección el compás de los mojones ruteros.
En algunos momentos, Cambre se muestra receptivo y comunicado, participa de grupos y situaciones compartidas, se camufla con el entorno o la época; en otros momentos se encierra sobre interrogantes formales unidireccionales, se aleja y se aísla, más concentrado en reducir y abstraer que en conectar y compartir. Entre una cosa y la otra pasan las muestras, los años y las décadas, de cuyo relato Cambre participa oblicuamente, con la conciencia de que las cosas son transitorias: sin dejarse absorber totalmente, involucrándose y desinvolucrándose, dejándose llevar por lo que está alrededor o pegando un volantazo cuando hace falta.
Esta metodología le permitió salir a la luz como pintor en el enigmático paisaje artístico argentino de la década del ’70 (expone, por primera vez, en la mítica galería Lirolay, en 1976), tomar como viento en popa los discursos sobre la vuelta a la pintura de la década del ’80, matizados en el caso argentino por el esplendor del under y la vida nocturna, luego dar un giro a comienzos de los ’90 hacia una pintura más serial y austera y por fin convertirse, en la entrada del nuevo siglo, en un estudioso recalcitrante del plano de color; todo con un sentido de las décadas tan regular como el de los horarios de trabajo, meditación y descanso de un monasterio budista. Su compatibilidad con distintos períodos de la imaginación artística es lo que le permite a Cambre ir pasándolos como páginas de un libro propio: quien hubiera sido así solamente un artista de los inextricables ’70, o un típico pintor de los ’80 lleno de gestos y tics, logró reimaginarse y reposicionarse con respecto a sucesivos cambios de calendario: su tardía conversión al colorismo serial, en efecto, fue tan enérgica que le permitió dejar atrás todo lo anterior, con ánimo de volver a empezar.
La muestra de dos salas (con sus respectivas pasarelas de hormigón) en el flamante Museo de Arte Contemporáneo de Buenos Aires cuenta la trayectoria de este último Cambre, el del siglo XXI. Es, por decirlo así, una retrospectiva de lo más reciente: titulada Cromática, y curada por María Constanza Cerullo, la muestra vuelve a recorrer el camino de Cambre que, desde un Amarillo aplastante fechado en el lejano 2001, asumió el credo del color como problema puro. Las lejanas reminiscencias de un paisaje acuático y la elaboración del color por yuxtaposición de distintas tonalidades muestran el peculiar aparato de investigación de Cambre: una relación entre el color, la luz y el motivo en la que los tres elementos se integran y se diferencian mutuamente. De la misma serie se presenta también un Blanco (2003), con un motivo vegetal.
Estas obras “tempranas”, que anuncian gran parte de su producción en este siglo, surgen de fotografías que Cambre reduce a dos valores y que luego utiliza como soporte para una obra final monocroma. Se manifiesta así su interés por entender el color en su carácter relacional, a través de un estudio práctico, realizado en vivo frente a la tela. Utilizando un juego complejo de veladuras y fondos, Cambre construye variaciones de tono y sombra en torno de un único color y la forma en la que se relaciona con otros colores previamente pintados en distintas superficies (madera, papel, tela, lona). En otros casos estudia superposiciones, capturas (un color que encierra a otro) o divorcios (dos colores que se anulan mutuamente, como conversadores incómodos sentados en una mesa de bar): todo un teatro costumbrista del color desplegado en su potencial para la estructuración de la percepción y en el carácter incierto y complejo del protagonista, el color mismo, con el cual Cambre aporta a los grandes dramaturgos que trataron el tema, de Johannes Itten y Joseph Albers en adelante.
El color, en estas obras monocromas, parece surgir de una especie de Edipo, una relación entre tres términos: un fondo, preparado o crudo; un primer color aplicado en partes de la tela, describiendo un motivo; y un color final, aplicado homogéneamente en toda la superficie, que reacciona diversamente con el fondo y el color previo, ya sea saturándose, volviéndose más sombrío o luminoso, o virando parcialmente. De manera que cada imagen aparece dividida en dos tonos del mismo color que a su vez repiten el patrón preexistente: vegetación, sombras, brillo acuático. La imaginación sistemática del color apela a procedimientos de impresión industrial e incluso coquetea con técnicas más cercanas al universo del grabado y cierto imaginario textil.
¿Qué ocurre con la figura, es decir, el patrón? Cuando la información procedente de la fotografía se simplifica (un grupo de árboles queda reducido a un grupo de manchas planas, etc.), el color gana preeminencia al matizarse y jugar con su fondo y con la retina, que empieza a sospechar, como una aduana repentinamente atenta a un creciente contrabando cromático. Un mismo amarillo entonces puede ocultar un cobre, un rosa, un verde. Un naranja puede encubrir un gris. Ni hablar de los análogos: los distintos azules comprendidos en una nomenclatura tan enredada como la historia de las familias reales de Europa, y los rojos que se comportan como mellizas engañosas, en sendos “retratos” (Rojo de cadmio y Rojo magenta, ambas de 2010) que le harían pedir vacaciones a cualquier cámara digital. Pero lo importante del proceso al que Cambre somete al color y su interacción con lo que queda en pie de una imagen referencial es que la atención se mueve del ámbito de la figura y el fondo al ámbito de la oscilación cromática, permitiendo una especie de atención sin foco.
Sobre los patrones originados en las fotografías, ya sean manchas o sombras, es imposible enfocarse: por su misma morfología, las imágenes de hojas de hierba o nubes distribuyen la atención, disolviéndola en una atmósfera visual de descanso. Y hay algo en la experiencia de la atención visual de la actualidad de lo que Cambre parece consciente. Una vista del mar salpicado por el sol, o una imagen de la luz filtrándose entre los árboles, son por definición lo contrario de algo a lo cual le prestamos atención focalmente. Si se quiere, son lo contrario de una notificación o un mail en la bandeja de entrada en horario de trabajo: son signos eminentemente vinculados con dejar de prestar atención, con descansar la mirada. Por eso es que historias de los fondos de pantalla, surgidos al calor de las primeras interfases gráficas de usuario, remitían originalmente a los antiguos patrones textiles (fáciles de renderizar con los magros recursos gráficos de las computadoras de los ’80) y luego incorporaron fotografías de cielos, mares o montañas: en imágenes como el close-up de una gota, las dunas del desierto o la sección helicoidal de una ola a punto de romper, la mirada atenta y focal, concentrada en manejar datos y producir respuestas, la mirada que tenemos cuando trabajamos, encuentra un empapelado morfológico en el que disolver el foco de atención. Las obras de Cambre apelan a este estado visual de descanso, de distensión y ocio visual, pero tendiéndole una trampa: al reposar en el patrón sombreado sobre fondo plano, la complejidad hamletiana del color gana un extraño protagonismo sobre el cual es imposible hacer foco, por más atento que uno esté. Enfocarse en el color es enfocarse en lo que por definición no tiene foco; lo que genera un estado flotante y no alienado de la atención y la conciencia visual (algo parecido a lo que sentiría un obrero metalúrgico de los años ’30 si lo sacaran de la fábrica para tirarlo en una colchoneta a hacer yoga).
Quien conociera la obra de Cambre por esta exhibición simultáneamente retrospectiva y actual se sorprendería luego al enterarse (leyendo, por ejemplo, la Historia del arte argentino de López Anaya) de que un artista del mismo nombre participó, en 1982, del grupo La Nueva Imagen, ideado por Jorge Glusberg como un mecanismo para apiñar pintores de muy distinto signo en un discurso homogéneo y en ese momento predominante. Le sorprendería saber que otro Cambre, menos serialista y más noctámbulo, frecuentó el Barbaro en los ’70 y luego el Café Einstein en los ’80, asistió a la inauguración de un espacio emblemático como el bar Bolivia y mostró en ámbitos tan disociados en la imaginación como la galería Lirolay, la Bienal de San Pablo de 1985 y la discoteca Cemento. Todos forman el mismo Cambre, presente a lo largo de las décadas como una radiación de fondo en el arte argentino. Un artista que participó o se alejó del microclima del arte como si subiera o bajara el volumen de una radio, parece haber encontrado en la curiosidad el instrumento necesario para prevalecer y sobrevivir a sus diferentes encarnaciones. Cambre no tiene formación de pintor o, como le gusta decir, tiene una formación puramente práctica: dejando de lado su paso por el taller de Yuyo Noé, fue él mismo quien se abocó a estudiar distintos aspectos de la pintura en sucesivas exhibiciones, a lo largo de casi cuarenta años, pero siempre con la actitud de estar empezando.
Cromática Juan José Cambre Macba - Museo de Arte Contemporáneo de Buenos Aires Av. San Juan 328 [email protected] Tel.: 5299-2014 Lunes a viernes de 12 a 19 Sábados y domingos de 11 a 19.30 Martes cerrado Hasta el 16 de mayo
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