Dom 14.07.2013
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CINE > TITANES DEL PACíFICO, DE GUILLERMO DEL TORO

UN NUEVO MUNDO DE ROBOTS Y MONSTRUOS

› Por Mariano Kairuz

En alguna frecuencia entre el cuadro El Coloso, de Goya, los destrozos de Godzilla y el animé Neon Genesis Evangelion, vibra la nueva película de Guillermo del Toro, Titanes del Pacífico o, para definirla en una línea, su cachivache gozosamente infantil de 180 millones de dólares sobre monstruos y robots gigantes trenzados en salvajes cuerpo-a-cuerpo por el dominio del planeta Tierra.

Al grito de guerra “¡Hoy cancelamos el apocalipsis!”, el comandante Stacker Pentecost encara la batalla final. Pentecost es Idris Elba, el extraordinario actor de The Wire y Luther, y en él y la actriz Rinko Kikuchi (Babel) y Charlie Day prácticamente se agotan los recursos, digamos, humanos, de Titanes del Pacífico. Porque el resto es lo dicho: monstruos contra robots. Sin vueltas, sin culpa, sin pretextos: puro disfrute nerd de uno de esos auténticos autores con los que lo que antes era considerado material clase B, inmaduro y un poco descerebrado, terminó de apoderarse del Hollywood vacacional, a la vez que adquirió la categoría de arte mayor y de vanguardia.

Y la belleza de Titanes del Pacífico reside justamente en su sencillez, en que no intenta volver innecesariamente “inteligente” ni profunda una premisa argumental que se parece más a una excusa para vender juguetes y videojuegos; en su calidad de fantasía felizmente irreflexiva y desbocada, que se entrega al espectáculo de estos colosos destrozándose unos a otros mientras derrumban ciudades a su aplastante paso. El concepto es básico y parece hecho de un rejunte frankensteiniano de cosas que ya vimos antes, aunque la criatura resultante no es igual a nada. Los monstruos, llamados Kaiju –que es como se conoce genéricamente a las bestias gigantes en el cine japonés– surgen de pronto, en el futuro cercano, de una brecha interdimensional ubicada en las profundidades del océano (y mejor no preguntar). Como criaturas lovecraftianas, sus orígenes son milenarios; han esperado pacientemente para azotar al planeta. Cuando aparecen, destruyen nuestras urbes más importantes. Una, dos, tres veces. La primera gran respuesta defensiva de la humanidad consiste en construir unos robots antropomórficos a escala, los Jaegers, que son comandados desde adentro por una dupla de pilotos unidos en una conexión física y neurológica entre ellos y con cada armatoste (ahí es donde resonará Evangelion para los fans del animé). Tras una serie de derrotas, el proyecto es dejado de lado, y la humanidad decide amurallarse. Por supuesto que habrá que reclutarlos de nuevo cuando quede claro que no hay muro que alcance ante la descomunal fuerza física de estos bichos que en toda su imaginativa deformidad evocan a los viejos enemigos y sucedáneos de Godzilla –como Gamera, la tortuga voladora, o Mothra, la polilla gigante, o Rodan, el pterosaurio mutante–. Si se rasca un poco más bajo su pintura digital, no son tan distintos de los villanos de series japonesas legendarias como Ultraman o sus herederas, los Power Rangers. Productos cuyos orígenes, a esta altura un poco lejanos, se remontan al trauma atómico de Hiroshima y Nagasaki. Los mismos films y series que Del Toro consumió apasionadamente durante su infancia mexicana. Sólo que los monstruos ya no están representados por tipos atrapados en poco flexibles trajes de goma, sino a través de inspiradísimos diseños en CGI de última generación (y convertidos al 3D), que aspiran a cierta textura fotorrealista, a la vez que se entregan sin escrúpulos al artificio total: por sus colores fluorescentes, saturados, y sus anatomías que replican parcialmente animales terrestres –son especialmente tremendos el monstruo tiburón y el crustáceo– se presentan como si se tratara de fuerzas de la naturaleza, y a la vez no parecen concebidos en este mundo. Hay mucho, como dijo el propio Del Toro, de la imaginería y los colores imposibles de los que el ilustrador Richard Corben dotó a algunas de las páginas más hipnóticas de la revista Heavy Metal en sus mejores tiempos. Sobre esta superposición de irresistibles calamidades, y envolviendo a sus desproporcionados titanes en vientos huracanados y olas gigantescas como la de Kanagawa, Del Toro convierte la pantalla en una sucesión de pinturas animadas del exceso. El fin del mundo una y otra vez, saturado por la banda sonora del compositor Ramin Djawadi, que se nos incrusta en la cabeza hasta bastante después de terminada la película.

Titanes del Pacífico es el proyecto en el que el director de Blade II, Hellboy, El espinazo del diablo y El laberinto del fauno se sumergió casi sin pensarlo después de dos grandes frustraciones: su largamente anhelado proyecto de filmar En las montañas de la locura de Lovecraft y su propia versión de El Hobbit, que finalmente completó Peter Jackson. Tomando como punto de partida un borrador del guionista Travis Beacham, juntos llenaron páginas y páginas con sus hermosas aberraciones de colores, y entre unas y otras insertaron a los pequeños personajes humanos con sus pequeños traumas personales, que cumplen menos la función de darle un punto de referencia “normal” a tanta barbarie, que la de proveer alguna pausa entre una escena de crash-bang-bum y la siguiente. Y también la de encontrar una excusa para meter al actor fetiche de Del Toro, Ron Perlman, que interpreta a Hannibal Chau, bizarro traficante de órganos de Kaiju, aptos, al parecer, para todo tipo de funciones: curativas, lisérgicas, de estimulación sexual. Nunca del todo humano, Perlman aporta, con su sola presencia, el toque más autoral de esta desmedida orgía sensorial.

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