CINE > REALITY, LA NUEVA PELíCULA DE MATEO GARRONE, DIRECTOR DE GOMORRA
La posibilidad de que Luciano, un napolitano seductor y simpatiquísimo, ingrese al casting de Gran Hermano le sirve al director Mateo Garrone para pensar la cultura popular y la sobreexposición de la vida íntima convertida en espectáculo. Pero Reality también reflexiona sobre el rumbo de la sociedad italiana en la era post Berlusconi, con guiños tanto al Fellini de El jeque blanco y La dolce vita como a la comedia all’italiana de Mario Monicelli.
› Por Paula Vázquez Prieto
La mirada satírica y amarga sobre la obsesión por la fama en la era de los reality shows que propone el director italiano Mateo Garrone en su nueva película Reality –ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes el año pasado–, despierta una inquieta curiosidad sobre el engranaje fantástico que sustenta a la cultura popular actual y la lenta inmersión del espectador moderno en un sueño tan embriagador como peligroso. Luego de la celebrada Gomorra (2008), un retrato áspero y distanciado sobre el presente de la Camorra italiana, que recordaba la vocación ética y estética del neorrealismo de la posguerra en su acercamiento desprovisto de encantamiento a los hechos crudos de la realidad, Garrone reflexiona, en esta oportunidad con un tono más relajado pero no por ello menos incómodo, sobre la nueva realidad mediatizada por los shows televisivos como Gran Hermano.
“La historia está basada en una experiencia real, en algo que vivió un amigo. Cuando me lo contó pensé que podía desarrollar una historia diferente de Gomorra, así que traté de pensarla como una comedia ácida, y de realizar a partir de ella un viaje por mi país y por la mente de mi personaje”, cuenta Mateo Garrone a The New York Times durante la presentación de la película en el Festival de Toronto. El protagonista de la historia es Luciano, un napolitano simpático y seductor, que vive con lo que vende en una pescadería de feria –y alguna que otra changa non sancta que realiza en el vecindario–, que tiene una familia numerosa y pintoresca –casi salida de una comedia all’ italiana de Mario Monicelli–, que se disfraza en las fiestas, y que divierte a propios y extraños con sus bufonadas. Su generosidad, su encanto y sus modales histriónicos lo muestran propenso a ser el centro de atención, a ser mirado y admirado, a disfrutar de ese placer de sentirse elegido como diferente entre sus iguales.
Esa escena de celebridad cotidiana se sumerge en las aguas revueltas del sueño prometido cuando sus hijos y su esposa le insisten para que participe en el casting de la nueva edición de Gran Hermano. “¿Quién mejor que él que es todo un personaje en su vida real?”, le insisten. Ese paulatino autoconvencimiento de la posibilidad del estrellato trae a su memoria deseos postergados, frustraciones, cuentas pendientes, aquello que siempre quiso y nunca pudo concretar. La realidad se diluye y su vida se convierte en una representación continua que asume el rumbo de la más absurda paranoia: imagina que está siendo observado, que lo acechan constantemente para evaluar su idoneidad como personaje, que la pantalla ha invadido su vida y debe moverse en ella siguiendo los códigos de la ficción. “La televisión se ha convertido en el certificado de validez de la realidad. Estar en televisión significa existir. Y, para Luciano, su deseo de estar en Gran Hermano se convierte en algo existencial, en algo que va más allá del dinero que pueda obtener. Supone la esencia del cuento de hadas moderno”, explica Garrone.
Interpretado por el increíble Aniello Arena, descubierto por Garrone en la compañía de teatro de la prisión de Volterra, en la Toscana, que integra desde hace tiempo mientras cumple su condena, Luciano es la puerta de entrada a un mundo donde la realidad se convierte en una serie de ceremonias y celebraciones, que incluyen fiestas de casamiento, bailes en discotecas, recreaciones acuáticas, visitas al shopping y experiencias religiosas, todas ellas atravesadas por el pulso irracional de lo festivo, que se entremezcla con la omnipresente sensación de que asistimos a un paraíso artificial pronto a evaporarse. Los colores y la artificialidad del universo de reality se condensan en una puesta en escena estilizada y onírica que comienza con una toma aérea de Nápoles, siguiendo el recorrido de un carruaje dorado tirado por dos caballos blancos que lleva a una pareja a la celebración de su boda. Un escenario kitsch y atemporal inicia el relato como un cuento de hadas, donde el peso de la fantasía torna aparentes los acontecimientos reales, donde los disfraces se hacen reveladores de los secretos íntimos de los personajes, como en los juegos hipnóticos de una feria. El registro se hace poético y conmovedor sin perder la distancia que le permite la caricatura: Garrone desnuda a su personaje sin juzgarlo, acercándonos tímidamente a su delirio como única forma posible de lidiar con un mundo que ahora desconoce.
La reflexión sobre la dimensión fantasmagórica de una realidad que se vuelve inestable en sus infinitos recorridos, alimentándose de sueños, recuerdos y alucinaciones, evoca conscientemente la figura de un director como Federico Fellini. Maestro de toda una generación de directores modernos que pensaron el mundo a partir de la ilusión y el espectáculo, que desde su primera película cuestionó ese mundo de fantasía y ensueño pleno de barroquismo y contradicciones, Fellini puso en entredicho el realismo al centrar su perspectiva en los mundos interiores. En El jeque blanco, Wanda viaja a Roma con su marido para conocer a su familia política y visitar el Vaticano, pero nada de eso resulta tan excitante como su verdadera búsqueda: un encuentro con el máximo ídolo de la fotonovela interpretado por Alberto Sordi. Grotesca y banal, la impostura del jeque anticipa el choque frontal de Wanda y sus inocentes aspiraciones contra un muro de cinismo y frivolidad.
La Italia de los ’50 en la mirada de Fellini, que emergía de la pobreza y la destrucción de la guerra y se encaminaba al consumismo vano y decadente del milagro económico, no es muy distinta de la visión actual que tiene Garrone sobre el rumbo de la sociedad italiana en la era post Berlusconi. Esa cruda exposición, que luego haría Fellini en La dolce vita, de un presente orgiástico y fetichizado en las instantáneas de los paparazzi y en la parafernalia de Cinecittà, reaparece hoy en la sobreexposición de la vida íntima convertida en espectáculo, confinada al encierro en una casa llena de cámaras y a la glorificación del simulacro como única forma de existencia.
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