Dom 25.08.2013
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CINE > LA INSóLITA REMAKE DE RED DAWN, ARTEFACTO DE LA ERA REAGAN DIRIGIDO POR JOHN MILIUS.

EL SUCIO TRAPO ROJO

› Por Mariano Kairuz

John Milius es un personaje complicado. Para el Hollywood demócrata, la liberal California, es una especie de bestia: republicano militarista, quiso ir a Vietnam a pelear pero no lo dejaron (porque tiene asma) y entonces volcó su vocación en sus películas: por ejemplo, es el tipo que en los ’70 le dio su identidad a Harry el Sucio coescribiendo las dos primeras películas del maldito policía e incorporó lo que muchos consideran “sensibilidad fascista” a su versión para cine de Conan, el bárbaro. Y, además fue miembro durante años de la junta de directores de la Asociación Nacional del Rifle, y en las entrevistas suele verter opiniones más bien polémicas sobre temas candentes del tipo de cómo-acabar-con-el-narcotráfico-en-México (“Hay que bajar hasta allá, aniquilarlos a todos, y pasar una topadora para que a la mañana siguiente parezca que allí no hubo nada. Si tenés un ejército, tenés que usarlo”). En los ’80, esta bestia filmó una película, Red Dawn, sobre una invasión cubano-soviética a EE.UU.: parte de la crítica la describió como “el sueño húmedo y paranoico de la ultraderecha norteamericana”.

Ocurre también que Milius es muy talentoso: perteneciente a la legendaria generación del New Hollywood que a fines de los ’60 refundó el cine norteamericano –es decir, la camada de la que salieron Coppola, George Lucas, Scorsese, Spielberg, De Palma y otros–, estuvo detrás de varias de las obras maestras de este selecto grupo de amigos y compañeros. Fue, por ejemplo, quien tuvo la brillante idea de adaptar El corazón de las tinieblas de Conrad al escenario de Vietnam y convertirla en Apocalipse Now! –es decir, es el autor de frases como “Amo el aroma del napalm por la mañana”–, fue y sigue siendo un gran script-doctor –los productores lo llaman cada vez que sienten que es necesario agregarle algo de onda o, mejor, agresividad a un guión: a él se le debe el inolvidable monólogo de Robert Shaw sobre la guerra en Tiburón–, y fue, de nuevo, el coautor de Harry el Sucio, de Conan, el bárbaro, y de... Red Dawn.

Que acá se llamó Los jóvenes defensores, y que es, 29 años después, un producto extraño, casi lisérgico, un raro artefacto de la era Reagan, al que no obstante todo esto, la MGM juzgó sensato rehacer en el siglo XXI. La remake, titulada también Red Dawn, se estrena acá el próximo jueves rebautizada como Amenaza roja.

Volver a Los jóvenes defensores es regresar a un monstruito sólo concebible en su contexto, uno de los puntos más álgidos de la Guerra Fría, pero que por su fantástica, salvaje falta de sutileza, fue único en su tipo. Un texto introductorio nos pone en situación: la Unión Soviética vive una de sus peores cosechas históricas, Polonia se ve sacudida por el hambre y el desempleo, México ingresa en un proceso revolucionario, y mientras tanto, los ejércitos cubano y nicaragüense alcanzan el medio millón de hombres. La OTAN está disuelta, “los EE.UU. han quedado aislados”. Fiel a su estilo seco y duro, Milius no ofrece más prólogo que ese, y enseguida pasamos a la acción: decenas de paracaidistas aterrizan frente a una escuela en medio del desierto montañoso en Colorado. Un profesor de historia abandona su clase sobre Gengis Khan para ver qué pasa, y los paracaidistas abren fuego, liquidándolo a él y, sin advertencia, a los alumnos que huyen en masa. Entre las imágenes del desastre, hay planos de cadáveres adolescentes acribillados que hoy seguramente ningún estudio se atrevería a poner en pantalla. Lo que sigue es la organización de un grupo de chicos, muy jóvenes (Patrick Swayze, Charlie Sheen, Thomas Howell, Lea Thompson, Jennifer Grey), que, tras sobrevivir al ataque inicial, se arman como pueden, se refugian en las montañas, y emprenden su pequeña pero perseverante campaña de resistencia. En el pueblo, los militares soviéticos ya se han instalado en el gobierno, y la propaganda del régimen toma las calles.

Para el Hollywood progre, este considerable éxito comercial no fue otra cosa que una delirante fantasía guerrera, una desvergonzada propaganda anticomunista y en favor de las armas. Dos décadas después, el crítico Keith Phipps escribió en el sitio A.V. Club: “La película parece menos el producto de la paranoia sobre una guerra que nunca tuvo lugar que la historia de unos jóvenes norteamericanos forzados a enfrentar la fragilidad de las estructuras que mantienen a salvo a su país”. Concebida por el guionista debutante Kevin Reynolds (futuro director de Waterworld) como una especie de alegoría tipo El señor de las moscas sobre nuestra naturaleza violenta y represora, Milius somete a los chicos a un proceso trágico de responsabilidades, miserias, traiciones y las correspondientes ejecuciones. Políticamente, Red Dawn es lo que es, y no podía sino provocar reacciones extremas, pero a su vez es narrativamente clásica, irreprochable.

Unos años más tarde, una miniserie con Kris Kristofferson reeditó la hipótesis de Red Dawn de invasión y sovietización forzosa de Norteamérica. Acá se vio en la televisión abierta como Amérika, con K. Era 1987, y todavía tenía algún sentido, dentro de ese trance ridículo que atravesaba el mundo. En cambio, el anuncio hace cuatro años, de la remake Amenaza roja sólo pudo producir perplejidad. Sus productores no terminaron de decidir si debían capitalizar la paranoia post 11-S o venderla como una reversión “apolítica y pochoclera” (sic). Lo cierto es que si el original fue acusado de ser un delirio del ultraconservadurismo, seguro tendía, al menos, lazos con la realidad mental de buena parte de su país. Cada modificación que la remake –dirigida por el experto en dobles de acción Dan Bradley– opera sobre aquélla es un despropósito. Esta vez, la resistencia ya no está liderada por un chico común y corriente sin preparación militar, sino por un auténtico soldadito recién regresado de Irak (el inexpresivo Chris Hemsworth, antes de Thor). La acción –una sucesión de escenas de tiros y explosiones– se traslada a una más urbana Spokane, Washington. Y los invasores son ya no soviéticos sino... norcoreanos. Una opción –la de un régimen internacionalmente aislado, dirigido por un chiflado peligroso– digamos, inofensiva.

Lo cierto es que originalmente, los invasores eran los chinos. Así fue escrito y así, también, fue filmado. Luego pasó algo insólito: cuando la película estaba casi lista para estrenarse, la MGM se fue a la quiebra. Sin dinero para distribuirla, iniciaron una infructuosa búsqueda de socios comerciales; pero nadie quería estrenar una película capaz de ofender a China, quinto mercado mundial del cine de Hollywood y creciente socio coproductor de los estudios. De la desesperación surgió la poco elegante opción de cambiar la nacionalidad del villano, mediante enmascaramientos digitales, redoblaje de diálogos y alguna escena vuelta a filmar; en suma, un acto de barbarie narrativa que no funcionó comercialmente y que finalmente no debería conseguir otro efecto que el de reivindicar a Milius frente a la pacatería demócrata-liberal de los estudios.

Para recordar que la bestia negra del New Hollywood, el fascistoide proarmamentista, el Bárbaro, el Sucio, el guerrero surgido del corazón de las tinieblas de Norteamérica, tiene más convicciones y cuenta mejor que cualquiera de estos mercachifles que se empeñan en volver a hacer lo que ya estaba bien hecho la primera vez.

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