Hace veinte años Steven Spielberg resucitaba a los dinosaurios cuando llevó a la pantalla la novela Jurassic Park, del escritor y médico Michael Crichton. Así lograba darle un baño de realismo y no poco terror a la saga de los monstruos prehistóricos, a la vez que plasmaba el interés por la manipulación genética y los dilemas de la bioética que ahora son moneda corriente. El reestreno en 3D de la película de Spielberg, que llega a la Argentina esta semana, prueba la vigencia de esa creciente fascinación por los dinosaurios, más allá de modas y entretenimiento. Además de un recorrido por los hitos principales de la dinomanía, aquí se ofrece un panorama de la paleontología y su relación con la divulgación, el cine y la especulación científica.
› Por Mariano Kairuz
Veinte años después, los dinosaurios de Jurassic Park siguen vivos. No es que la película de Steven Spielberg ni el bestseller publicado tres años antes por el escritor científico Michael Crichton hayan inventado la dinomanía, pero seguro que ayudaron a resucitarla y su efecto parece no extinguirse aún, y se multiplica en documentales, nuevas series y películas, juguetes y un fanatismo que logró devolver a los chicos a los museos (y, aparentemente, incrementó la matrícula de los estudiantes de paleontología). Veinte años y sigue dando ganancias: Steven Spielberg decidió que si había alguna película en su larga y exitosa filmografía que ameritaba reestrenarse en 3D era la del catastrófico parque de dinosaurios. Así lo hizo, en abril del año pasado, con la excusa de celebrar el vigésimo aniversario y no le fue nada mal: 45 millones de dólares extra para un film que jamás dejó de verse en DVD y cable. El próximo jueves llega a la Argentina, en versión estereoscópica y en IMAX, donde las dentelladas del T-Rex son más mortales.
Basta echar un vistazo a los kioscos, y comprobar la cantidad de revistas educativas (la Billiken, por ejemplo) con tapas dedicadas a los mastodontes extintos, o con láminas, stickers, figuritas. O darse una vuelta por las jugueterías y pasar lista a muñequitos y muñecotes –mayormente tiranosaurios y tricerátops, pero básicamente de todo tipo– de goma y de plástico, con o sin cresta; un éxito de ventas casi único en su tipo, ya que no responde a ninguna franquicia televisiva como las de superhéroes, princesas o autitos animados. O por la sección infantiles de las librerías, donde hay una cantidad abrumadora de volúmenes destinados a todas las edades: hay una colección particularmente atractiva (de la editorial El Gato de Hojalata) que consiste en cuatro libros, pocas páginas, todas de cartón duro, en forma de cabeza de algún saurio en particular que enseñan hábitos y características de los bicharracos prehistóricos con una trivia breve y sencilla que confirma para los padres su virtud como género de divulgación científica: el dinosaurio como el lugar por el que los chicos pueden interesarse por la ciencia, por temas como las edades de la Tierra, la evolución, eventualmente la arqueología, la paleontología y la genética. (Existe también un libro mucho más reciente, el Alfabeto Saurio, de Diego Alterleib, que es el ilustrador de buena parte de las tapas del suplemento Futuro de Página/12, y que se propone enseñar el abecedario con sus dibujos algo cubistas de dinosaurios.) O darse una vuelta por la zona de los muñecos animados tamaño natural de Tecnópolis, donde están dispuestos en un pequeño bosque, como si fuera su hábitat real, y donde se encuentran tanto tiranosaurios, como pterodáctilos y velocirraptores, esa criatura vil casi desconocida antes de Jurassic Park, hoy el villano favorito del mundo extinto; todos rodeados, casi sin pausa, por decenas de chicos que los fotografían y los filman (y, con un poco de suerte, un rato después se meten en el pequeño museo de reproducciones de fósiles que también alberga el predio de Villa Martelli). O por el Museo Bernardino Rivadavia, más conocido como el museo de ciencias naturales de Parque Centenario, digamos, en medio de las vacaciones escolares, cuando los párvulos acuden en masa a dejarse impresionar por el tamaño de esqueletos como el del Patagosaurus o la fiereza del Amargasaurus.
Quizás esto solo no explica el impacto que tuvo la película en la dinofiebre, pero el paleontólogo norteamericano Jack Horner –descubridor del Maisaura, en parte responsable de la teoría de que los dinosaurios eran buenos padres y no abandonaban a sus crías a su suerte como se creyó largamente– asegura que el éxito de Jurassic Park consistió en concitar por primera vez el interés de un público adulto “al mismo nivel en que ya existía entre los chicos”. Está bien, hay que saber que Horner fue el asesor del film de Spielberg, de sus dos secuelas y de la tercera, que ya tiene fecha de estreno para 2015, y que es en él en quien se inspira parcialmente el personaje de Alan Grant (Sam Neill) en la primera y tercera películas, pero habrá que creerle cuando asegura: “Todos mis estudiantes de grado dicen que empezaron a interesarse en los dinosaurios a partir de la película”. El mismo publicó hace cuatro años el libro How to Build a Dinosaur: Extinction Doesn’t Have to Be Forever (Cómo construir un dinosaurio: la extinción no tiene que ser para siempre), en el que describe su plan para recrear un dinosaurio manipulando el ADN de una gallina.
Es común que a Jurassic Park se la defina retrospectivamente como un game-changer: el tipo de evento cinematográfico cuyo éxito cambió ciertas reglas del juego en Hollywood, determinadas nociones de lo que se espera de una película-evento de temporada alta. Parte de la crítica y el propio Spielberg dijeron en su momento que Jurassic Park venía a ser algo así como el verdadero Tiburón 2, tanto narrativa –por su historia del hombre luchando contra una bestial fuerza de la naturaleza– como industrialmente: Tiburón, acaso la obra maestra del tipo que más tarde dirigiría ET y las Indiana Jones, fue la película que inventó el blockbuster e instaló en las cabezas de los estudios el imperativo de crear películas más y más grandes y caras capaces de ganar muchos millones en muchas salas en muy poco tiempo. Jurassic Park no fue la primera película de dinosaurios, un subgénero con una tradición considerable, pero sí fue la primera en representarlos de modo fotorrealista, en dar la impresión de que estaban vivos: todo lo que la ciencia había conseguido deducir sobre estos mostrencos a partir de los fósiles desenterrados estaba ahí, en pantalla, ya no había que imaginar ni especular.
Cómo se verían en la vida real, cómo se moverían, qué sonidos emitirían; todo estaba expresado en la película con la mayor verosimilitud posible, gracias a algo que hoy está por todos lados en las películas, pero que entonces era una novedad de la que los directores criados sobre el final del cine clásico –como Spielberg– aun desconfiaban seriamente: el CGI, es decir, los gráficos generados por computadora. Porque hoy todas las películas tienen efectos digitales, pero hace veinte años, el primer plan de la producción de Jurassic Park fue convocar a los grandes expertos en efectos especiales artesanales, de los de antes, al gran realizador de animatronics (muñecos electrónicos) Stan Winston, para que fabricara los cosos necesarios para la película y a Phil Tippet. El problema era que hacer estos bicharracos no era fácil ni barato, y muchos menos evitar la tosquedad que suele venir asociada a sus limitados movimientos. Entonces les propusieron probar con tecnología digital. Recuerden: esto es dos años antes de Toy Story, un par después de Terminator 2. El resultado –obtenido finalmente mediante una combinación de muñecos y CGI– fue extraordinario: estos dinosaurios respiraban, movían expresivamente los ojos, se desplazaban con fiereza a la par de los personajes humanos.
El software desarrollado para poner a estos mastodontes en movimiento se multiplicó por todas partes. La televisión empezó a producir documentales de “naturaleza” con criaturas extintas, como los que antes se hacían sobre animales vivos. El más importante y prestigioso de todos fue Walking with Dinosaurs (Caminando con dinosaurios), una miniserie en seis capítulos producida en 1999 por la BBC y narrada por Kenneth Branagh. En 2000 Disney estrenó una de sus mejores películas animadas recientes, Dinosaurio, que aunque no era tan hiperrealista como Jurassic Park, se alejaba de las más populares y caricaturescas expresiones del tema en dibujos animados.
Lo cierto es que hay poco más de 15 minutos netos de dinosaurios en pantalla en todo Jurassic Park, pero Spielberg los administra tan bien que tenemos la sensación de que hay bichos gigantes asustando a los pequeños humanos y haciendo sus destrozos materiales durante casi dos horas. Aunque estuvo lejos de la maestría de Tiburón, dos o tres escenas clave le bastaron a Spielberg para clavar la película en el imaginario de una generación, en particular aquella en la que el Tiranosaurio anuncia su llegada con varias señales (la pata del animal que se le ofrece de cena; luego la inolvidable vibración en círculos concéntricos en el vaso de agua producto de las pisadas mastodónticas) y luego la de los velocirraptores aterrorizando a los niños en una cocina. Pocos directores contemporáneos tienen el sentido del espectáculo de Spielberg.
El resto de la película consistió en aplicar en los “tiempos muertos” los temas universales que suelen acompañar a los films de terror con elementos científicos: el más importante, los pecados de la ciencia. Ahí estaba el matemático Ian Malcolm (Jeff Goldblum), quien después de la impresión y la fascinación inicial al conocer los dinosaurios vivos creados genéticamente en la isla Nublar (cerca de Costa Rica), le advertía al resto de la selecta concurrencia sobre los riesgos de permitir que los científicos jueguen a ser Dios, a crear vida. “Están tan obsesionados con que pueden hacerlo, que olvidaron reflexionar acerca de si deberían.” Y al exponer la teoría del caos, vaticinaba el desastre que se lanzaría sobre todos ellos no mucho después. La buena conciencia y cierta sensiblería del Spielberg adulto, apto para todo público y gran hombre de negocios, lo llevaron a plantear machaconamente el costado moral de toda la empresa de los dinosaurios clonados. Es decir, la idea de intervenir en contra de los designios de la naturaleza, que extinguió a una especie bajo sus propias reglas, sin intervención humana.
Crichton ya había planteado una idea similar, de catástrofe en el parque de diversiones, a partir del descontrol de seres recreados artificialmente en su film como director, El mundo del futuro (Westworld) y la preocupación por el lado oscuro de la ciencia es una constante en su obra. Pero esta vez era uno de los temas del fin de siglo: la ingeniería genética. Y vale recordar que la película se estrenó tres años antes de la gestación de la ovejita Dolly.
Después de todo, es probable que la clave del triunfo de Jurassic Park, de su vigencia, sea su combinación alquímica de ciencia y espectáculo. Libro y película fueron recibidos con simpatía por la comunidad científica, y en parte eso se debe a que escrita como estaba por un hombre de ciencia –Michael Crichton era médico– , su idea argumental incorporaba buena parte de los últimos descubrimientos o inferencias que se habían hecho sobre los dinosaurios. Entre ellos, una corriente que hoy es más bien de conocimiento popular, según la cual los dinos se parecían más a las aves que a los reptiles. Muchos dinosaurios tenían inclusive plumas. El velocirraptor y hasta el T-Rex (lo cual, hay que reconocerlo, reduce un poco su factor de temeridad). Esto estaba claramente expresado desde el inicio del libro, donde una nena tenía un encuentro mortal con unos pequeños dinosaurios parecidos a ñandúes diminutos y de aspecto inofensivo. La película omitía esa escena porque para Hollywood mostrar la muerte de un niño es demasiado tremebundo (aunque Spielberg lo haría más tarde ese mismo año, en La lista de Schindler), pero el linaje plumífero quedaba perfectamente graficado en otras escenas, como la de la estampida de los Galliminus, que corren con la agilidad y la gracia de ñandúes, o inclusive de gallinas. Y de algún modo en los sonidos que emiten los animalejos, que fueron creados a partir de combinaciones de cisnes, halcones, monos aulladores y serpientes de cascabel. También cuando los paleontólogos de la película (interpretados por el ya mencionado Neill y por Laura Dern) se encuentran con que todo lo que habían creído sobre los bicharracos que venían desenterrando estaba equivocado. Es que la película, suele decirse, llegó justo para el clímax del Renacimiento de los Dinosaurios, una corriente científica que se inició en los ’60, y por la que los ex monarcas de la Tierra dejaron de ser percibidos como bichos torpes y lentos, de sangre fría, para ser vistos como los cazadores ágiles, inteligentes y de sangre caliente que el film describe con eficacia escena a escena. En la más oscura y violenta El mundo perdido (Jurassic Park 2, 1997) una larga y aterradora secuencia parte de otra deducción reciente de la paleontología: que, a diferencia de lo que se había creído por años, los dinosaurios sí tenían instinto paterno y protegían a sus crías. Inclusive, aquellos detalles de las dos primeras películas que eran científicamente incorrectos, no lo eran por desconocimiento o falta de información de Crichton o del equipo de la película, que sabían muy bien de qué estaba hablando, sino que se trataba de licencias dramáticas, hechas en nombre del espectáculo. Como que los velocirraptores, verdaderos malvados de la película –depredadores que cazan en manada–, que eran casi desconocidos para el público general hasta 1993, son en el film dos veces más grandes de lo que fueron en la vida real, según los fósiles encontrados. Sin embargo, apenas antes del estreno del film, varios paleontólogos encontraron en EE.UU. un animal muy semejante al velocirraptor, de mucho mayor tamaño, al que bautizaron Utahraptor. Los responsables de la película estaban que se salían de la vaina: “Nosotros los inventamos, después los descubrieron”, dijo Winston.
Los paleontólogos abrazaron la película no solo porque era divertida, o prometió incrementar su popularidad: también se tomaron en serio inclusive sus ideas principales, que si eran improbables, también eran como mínimo ingeniosas. La principal: la posibilidad de clonar un animal extinto. El procedimiento explicado en la película era que el ADN dinosáurico se había conservado por 65 millones de años en la sangre de mosquitos prehistóricos atrapados en ámbar. Y que la secuencia genética incompleta hallada en esta fuente había sido completada en un laboratorio con unas ranas. El proyecto jurásico se había propuesto crear solo dinosaurios hembras para poder controlar su reproducción, sin contar con que ciertas ranas africanas tienen características hermafroditas y pueden cambiar de sexo. Se impone la teoría del caos, de que es imposible controlar todos los factores, y en un momento el científico interpretado por Sam Neill descubre huevos en medio del bosque de la isla jurásica, y se dice a sí mismo, con una mezcla de pavor y admiración: “La vida se abre camino”. Que ciertas ranas (la West Bullfrog africana) pueden cambiar de género en ambientes unisex para garantizar su preservación es un hecho científicamente comprobado.
En cuanto a la posibilidad de clonar animales extintos, lo del ADN fosilizado habrá parecido para el que desconozca estos asuntos un disparate propio de las afiebradas mentes de la ciencia ficción, pero no: muchos científicos abrigaron la esperanza de poder hacer algo así eventualmente. Lamentablemente, desde hace apenas un tiempo se sabe que esto será imposible, ya que el ADN se descompone más rápido de lo que se creía, y no hay manera de que se preserve la información de un ser vivo por decenas de millones de años. Lo que sí podría llegar a reproducirse, se cree, es un animal extinto pero más cercano, como el mamut –cuyo ADN solo debería haber sobrevivido unos miles de años, y a bajísimas temperaturas– y actualmente hay varios emprendimientos científicos dedicados a hacer realidad esta locura.
Cuando Michael Crichton murió, en 2008, Spielberg anunció que se cancelaría la larga y dilatada preproducción de Jurassic Park IV. Pero finalmente, unas semanas atrás, la cosa está en marcha de vuelta, tiene fecha firme de estreno (verano boreal de 2015), director asignado –el casi ignoto Colin Trevorrow, responsable de una pequeña película independiente sobre un viaje en el tiempo, Safety Not Guaranteed– y un título más que prometedor: Jurassic World; “Mundo Jurásico”. Así que vuelve la dinomanía, como si no se hubiera ido.
Veinte años, y el dinosaurio todavía estaba allí.
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