CINE > SE ESTRENA ADORO LA FAMA, DE SOFIA COPPOLA
A partir de un artículo publicado en Vanity Fair en 2010, sobre los robos de una banda de adolescentes ricos en casas de famosos, Sofia Coppola escribió su última película, Adoro la fama, para explorar la experiencia de un mundo mediatizado, consumido en fotos subidas a Facebook, música electrónica, revistas de moda y ropa de diseñador. Pero también se trata de la relación de la propia directora con Hollywood, esa tensión que existe en la pertenencia a un mundo de privilegios que poco a poco se transforma en agobio y autoindulgencia.
› Por Paula Vázquez Prieto
El retrato disgregado con el que Sofia Coppola se acerca al mundo de la fama, el entretenimiento y la frivolidad puede dejar una sensación de vacío, de ausencia, difícil de digerir. Su mirada aguda y desapasionada la convierte en una observadora que se distancia, que no se involucra de lleno en sus propias imágenes y hace de ese reparo, de esa lejanía, una marca soberbia que no oculta sino que exhibe con cierta confianza. Sus pinturas sombrías de la soledad adolescente, la incomprensión de los elegidos, la creciente complejidad de las relaciones humanas más primarias han sido tan ácidas como sentidas, inmersas en ese presente del relato que se hace vivo cuando ella coloca la cámara. Adoro la fama (The Bling Ring), su última película, es el ejercicio extremo de ese estudio de conducta casi entomológico, de esa mirada elusiva que recoge impresiones y momentos sueltos y los despliega con la soltura que le permite sentirse siempre un poco por encima de sus propias criaturas.
“Ese no es mi mundo”, aclara Sofia Coppola en una entrevista con el diario inglés The Telegraph, asegurando que el haber crecido en pleno Hollywood como la hija de una leyenda del cine no la hizo parte del universo que retrata la película: adolescentes inmersos en la crema y nata del show business californiano, que no pueden resistir la seducción de la fama y encuentran en el camino del delito esa absurda vampirización del glamour y el brillo que otorga la vidriera pública. A partir de un artículo periodístico publicado por Nancy Jo Sales en la revista Vanity Fair en 2010, sobre los sucesivos robos que cometía una banda de “niños bien” cuando entraba en las casas de famosos como Paris Hilton, Lindsay Lohan o Megan Fox, nació la historia que Sofia utiliza para explorar los sentimientos encontrados que despierta la experiencia de un mundo mediatizado, consumido en imágenes fotográficas subidas a Facebook, noticias que circulan en Internet, música electrónica estridente, drogas alucinógenas y una euforia impostada y decadente.
Adoro la fama es una excursión vibrante a ese mundo del que nunca nos sentimos parte –como la propia Sofía–, sobre todo porque su extrañamiento es evidente, marcado y hasta por momentos obsesivo. El registro febril, fragmentario, en un estilo de videoclip lunático que salta de escenas nocturnas, plagadas de luces de colores en discotecas y mansiones lujosas, a escenas diurnas y etéreas, fotografiadas en colores pasteles que transmiten una sensación de ensueño, nos reafirma que la realidad ha perdido su entidad y se ha visto absorbida definitivamente por una fantasía de cotillón. Adoro la fama es una historia propia de una ciudad como Los Angeles, donde la vida se halla tan próxima a la de las estrellas que acercarse a sus casas, vestir su ropa, usar sus perfumes y sus carteras convierte a esos jóvenes, de repente, en gente importante. Como la misma directora señala: “Estos chicos tratan de encontrar su identidad y, en el fondo, buscan parecerse a la gente en cuya casa irrumpen”.
Todo empieza en movimiento. La historia se inicia con la entrada de un grupo de encapuchados a una lujosa mansión vacía. La recorren en silencio hasta que ingresan en su interior. La música dispara el inicio del vandalismo: como una especie de rito estilizado las manos juveniles se sumergen en los cajones repletos de ropa cara y brillosa, las perchas se descuelgan, se manipulan las carteras, los zapatos se calzan en los pies desnudos, las joyas se exhiben y, mientras tanto, se festeja ese espectáculo de tilinguería y ostentación. Suben fotos a Facebook, como testimonio real de lo que sucede, hasta que el relato se interrumpe y nos traslada un año atrás, para conocer cómo empezó toda aquella travesía.
Coppola nos presenta uno a uno los miembros de esa pandilla improvisada: Nicki (Emma Watson) y Sam (Taissa Farmiga) viven con una figura materna (Leslie Mann) inmersa en una espiritualidad new age salida de algún libro de autoayuda que pugna, sin éxito, por interesar a las adolescentes en algo más que la ropa de marca y los dictados hormonales. Sin embargo, quien inicia el relato, con una voz en off que va y viene sin nunca afirmarse como hilo conductor, es Marc (Israel Broussard): hijo de un productor de Hollywood que viaja mucho y no se queda demasiado en ningún lado, el chico debe adaptarse a un colegio de jóvenes frívolos e indiferentes que no le prestan demasiada atención. La única conexión llegará con Rebecca (Katie Chang), al parecer la iniciadora de la fiebre delictiva, que lo seduce con la adrenalina del peligro y los zapatos de plataforma de Christian Louboutin para, de una vez por todas, acceder a esa vida tentadora que parece estar al alcance de la mano.
Marc es el único personaje que a Sofia parece interesarle realmente: su pequeño drama se construye alrededor de la soledad que transita –común a esa edad, pero acentuada por las permanentes mudanzas de la familia y la ausencia de un grupo de pertenencia– sumado a una confusión sexual que lo lleva a conectar con ese grupo de chicas que lo trata como un igual, que lo incluye en sus pruebas de vestuario, en sus fiestas de fin de semana, que lo hace sentir parte de algo importante. Esa búsqueda indefinida que caracteriza a Marc lo conecta con algunos de los personajes del pasado del cine de Sofia Coppola. Recuerda el extravío de Scarlett Johansson en la Tokio de aviso publicitario que conocimos en Perdidos en Tokio (2003) –sin su capacidad discursiva ni su madurez mental que la alejaba de esa frivolidad circundante– y tiene algo de la María Antonieta de Kirsten Dunst, aniñada, abstraída en sus miedos interiores, presa de una incomprensión constante que definía entonces –como ahora– la tragedia de su destino.
Marc hace de su debilidad el único atisbo de humanidad en la película. Tras ese virtual remolino de tapizados cebra y almohadones con la cara de Paris Hilton, zapatos de taco aguja y estolas de plumas de ganso, las dudas de Marc, su torpeza para disfrutar el botín conseguido –termina vendiendo relojes carísimos por muy poco dinero–, sus tímidos coqueteos con el vestuario y los accesorios femeninos, trae una luz de compasión entre tanta impostura. Ese mundo de marcas de moda y tapas de revista, al que reclama no pertenecer Coppola, nunca adquiere la opresión que merece una crítica devastadora o la ridiculización que ofrecería una sátira sino que se torna vacío e intrascendente.
Es curiosa la relación ambigua que Sofia Coppola ha construido a lo largo de sus cinco largometrajes con el Hollywood en el que ha nacido y crecido, y del que se ha nutrido la esencia de su labor como directora. Hija de Francis Ford Coppola, prima de Nicolas Cage y Jason Schwartzman, ex esposa de Spike Jonze, su obra no elude la tensión que existe en esa pertenencia a un mundo de privilegios que poco a poco se transforman en condicionantes. La fama heredada, la inmersión en el ojo público, el peso de la opinión externa, que puede ser hiriente o halagadora, es el centro de una reflexión que fluye en todas sus películas. Consciente de sus facilidades iniciales, sus amigos famosos, su paso cuestionado por la actuación en El Padrino III (1990), su trabajo en el mundo de la moda –en el estudio de Karl Lagerfeld y como interna en la casa Chanel– lidió con la incomodidad de sentirse vista siempre como mimada, y con ello nunca excesivamente capaz ni especialmente dotada para el lugar que parecía ocupar.
Con Las vírgenes suicidas (1999), la ominosa condena de esas bellas y rubias hermanas de los suburbios norteamericanos, frágiles víctimas de principios religiosos y morales que se hacían espesos en sus imágenes difuminadas e inciertas, Coppola hacía el debut soñado para consagrarse cuatro años después con Perdidos en Tokio, sus nominaciones al Oscar y la consiguiente rendición crítica. Todo demasiado rápido, todo de repente. Tanto para ella como para sus criaturas, el peso del afuera se hacía decisivo, ineludible, opresivo. Primero, la mirada de una sociedad apoyada en valores intransigentes condenaba espiritualmente a sus vírgenes, suicidas por la marca de un destino tan injusto como autoimpuesto. Luego, el vínculo fortuito de un actor en decadencia, cansado de una vida gastada y previsible, y una joven agobiada tempranamente por una vida imaginada antes que vivida, ansiosos ambos por vivir al margen de ese observatorio en el que se había convertido su realidad, despierta esa humanidad que pugna por emerger más en los silencios que en las palabras.
María Antonieta (2006) complejizó esa fascinación por los adolescentes conflictivos, atemporales, inmersos en mundos incomprensibles, dominados por leyes y mandamientos adultos que hacen de la responsabilidad la única y verdadera amenaza. Extravagante, anacrónica, agridulce, la prisión de lujos y excentricidades exuda una melancolía culposa, que no por cuestionable resulta menos auténtica. Para seguir con la idea recurrente de “la fama es un infierno”, en 2010 estrena Somewhere, con la que gana el León de Oro en Venecia (premio también cuestionado porque entonces el presidente del jurado era su ex novio Quentin Tarantino). “Hice Somewhere cuando me di cuenta de que todo el mundo quería ser famoso. Y entonces me pregunté: ¿Qué pasaría si de pronto lo sos? Creo que haber crecido como hija de un director famoso me permitió ver cómo la gente sentía la fascinación por las celebridades.” Tras esa apariencia de gusto por una belleza diletante, dinámica y eternamente pasajera, en Somewhere nuevamente atiende a esa huida permanente hacia la irresponsabilidad de lo precario y lo momentáneo: Johnny Marco (Stephen Dorff) transita una frivolidad protectora como resistencia a una responsabilidad –como padre y como adulto– que no quiere asumir. Tal vez no sólo por efecto de la fama sino como símbolo de una generación que cada vez más prolonga la angustiosa adolescencia.
La incipiente madurez (hoy Sofia tiene 42 años) le permite la libertad de sentirse a gusto con cierta superficialidad, de no pedir permiso para mostrar su costado más frívolo, más odioso, más autoindulgente. Y no por ello su película elude ponerse en el centro de una tendencia pop que ve a los jóvenes como una extraña combinación de ingenuidad y audacia. Como le contaba al diario The Guardian respecto de la experiencia de tratar con los buscadores de fama reales: “Cuando la prensa entrevistaba a los verdaderos protagonistas de pronto parecían olvidar que el eje de la historia estaba en un delito, y sentían que esa fama que habían ansiado finalmente llegaba. Hablaban de cuántos seguidores tenían en Facebook, o de cómo habían desarrollado su estilo”. Arriesgados a quebrar la ley sin demasiada reflexión, y movidos por ambiciones ridículas y casi irritantes, sus ociosos protagonistas ponen en jaque la lógica de la cultura celebrada en las redes sociales, los placeres consumistas, y el imperio de nociones como “tendencia” o “estilo” que gobiernan la vida moderna.
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