PLáSTICA > LA NUEVA MUESTRA DE KARIN GODNIC
Hace unos años, cuando sus obras empezaron a llamar la atención en el circuito del arte local, Karin Godnic se hizo conocida por sus paisajes urbanos compactos y amenazantes. Pero desde que se mudó a la costa atlántica, su mirada dio un giro. Y no es el mar lo que pinta lejos de la opresión de la ciudad: son los bosques de la playa y sus misterios, en un recorrido entre la excursión y la búsqueda de tesoros que carga a sus pinturas y acuarelas de una impronta sexual muy distante del paisajismo más convencional.
› Por Verónica Gómez
Infinitas son las formas que adoptó el pensamiento humano a lo largo de su existencia en relación con el mundo forestal. Según Brosse y Harrison, las sociedades prehistóricas creían que los árboles heridos por un rayo y consumidos por el fuego eran un signo de que los dioses habitaban no sólo el cielo sino la tierra, en igual medida. Para las primitivas civilizaciones mediterráneas, las talas de bosques eran acciones religiosas: necesitaban ver mejor el cielo para leer las señales divinas. Un escándalo para el pensamiento ecológico actual. El color asociado con la naturaleza no era sólo el verde, el que ostenta el consumo light contemporáneo, sino que otros matices, más escurridizos y menos estereotipados, poblaban esos territorios insondables. “Hay quien cruza un bosque y sólo ve leña para el fuego”, León Tolstoi dedicaba la sentencia a aquellos seres guiados por esa ceguera particular que el pragmatismo a ultranza provoca. Pero si bien es cierto que la vida moderna fue alejándose cada vez más de la frondosa simbología del bosque, desacralizándolo, despojándolo de su misticismo y misterio para disfrazarlo o trocarlo por una conciencia ecológica que se ocupa, en su afán por proteger porciones de la biosfera, de establecer reservorios del planeta en términos cuantificables, el bosque sigue conservando, así sea en el folclore o en el arte, su aura romántica, su dimensión espiritual, inmensurable, escurridiza y profundamente irracional. Karin Godnic (Escobar, 1977), artista reconocida por sus paisajes urbanos, da una vuelta de tuerca a sus visiones pictóricas, retomando un tema tan ancestral como actual, en su exposición titulada También ahí había un mundo, vigente en la Galería Aldo de Sousa hasta principios de octubre. En esta oportunidad, el bosque trae a colación, en cuadros de gran formato, los mismos misterios que nos siguen subyugando desde hace siglos, y da a luz a otras perlitas en pequeño formato que la pintora extrae de la espesura boscosa para darle forma meticulosa con acuarela.
La infancia de Godnic transcurrió en Loma Verde, en las afueras de Escobar, en una extensa quinta con carácter de granja. Pollitos, conejos, caballos, patos, faisanes, cabras, pavos, perros, gallinas y huertas variopintas oficiaron de playroom campestre. Mientras un chico de ciudad se colgaría a las jaulas y barandas del zoológico para ver a cierta distancia los animales descubiertos en los cuentos, la experiencia de Godnic con la fauna era mucho más directa. Pisar lauchas en el corral, trepar árboles, liberar iguanas cazadas por sus hermanos, pasear en carretilla, cazar sapos y luciérnagas, coleccionar mariposas e inventar trampas para cardenales eran algunos de sus divertimentos habituales. No es casual entonces que la ciudad se presentara a los ojos de la artista como un friso extraño, compacto y amenazante. El cielo no era el mismo de su infancia, sino formas geométricas recortadas por la cima de alongados edificios que acentuaban la pequeñez y soledad del hombre. Después de un período de varios años en que sus obras recorrieron la fisonomía urbana, como una retícula musical y asfixiante, en el año 2011 Godnic se muda a la costa atlántica. Su nuevo hogar, en Mar del Tuyú, queda a escasos metros de la playa. No hay médanos que frenen el viento. La vida frente al mar, lejos de ser idílica, es una intensa experiencia de la intemperie. El invierno es crudo, hostil. Vistas abiertas, cielos amplios, horizonte infinito, frío. Nada más lejos de sus visiones urbanas. La pintura queda en suspenso por un tiempo, en esos interludios tan necesarios para un artista donde se maceran los cambios. Parecía inevitable que el mar inmenso y omnipresente se convirtiera en su nuevo motivo pictórico, tal vez para contrarrestar tanta visión apretada de ciudad. Pero no es eso lo que Godnic elige. Su pintura le da la espalda al mar. Godnic instala su taller en Costa del Este y se dedica a explorar los bosques. A diferencia del bosque en que Dino Buzzati nos sumerge en “El secreto del Bosque Viejo”, un escenario repleto de fábula donde tienen lugar conversaciones de árboles añejos, los de Costa del Este son bosques nuevos, bosques hechos de árboles insertados a mediados del siglo XX en un paisaje desértico. Y allí no hay conversaciones fantásticas. Los árboles de Godnic no hablan, permanecen altivos. Inmóviles e inescrutables. Guardando el secreto de un bosque todavía extranjero.
En su maravilloso tratado de estética urbanista, Gordon Cullen analiza la función del follaje. Una de los efectos principales de este recurso es el de provocar una vista tamizada: “La sensación de estar aquí se incrementa gracias a la cortina de follaje, al hacer más remoto el mundo que hay más allá de ella”. En las pinturas de Godnic, el follaje se presenta en primer plano, frontal, como estampado contra un vidrio imaginario. Algo de la antigua sensación de bloque impenetrable que latía en sus ciudades se repite en esta nueva serie. Los árboles actúan como una pantalla. “Encierro o encerrado, es algo que crea un mundo completamente privado, introspectivo, estático y autosuficiente”, dice Gordon Cullen.
Sin embargo, la pantalla se deshace en ciertas zonas, por la incidencia de la luz. Así es como en algunas obras la cima de los árboles se deshilacha, se nubla hasta perderse en un cielo casi blanco. El mismo efecto que produce la visión de una catedral gótica con sus agujas comidas por la luz, ingresando en una esfera celestial que escapa a la escala humana. Mientras la altura desarma, en las bases del bosque las pinceladas se vuelven más duras, circulares, son entes autónomos a punto de independizarse del relato descriptivo. En otros cuadros, la cantidad de árboles disminuye, oculta menos, y lo que se ve detrás es mucho cielo o mucha nada. Un abismo de color claro. Como si los árboles fuesen una cortina delgada y rala que pudiéramos correr fácilmente para asomarnos, no sin pánico, a un precipicio. El efecto contrario producen las vistas de matas de uñas de gato o campanitas violetas. Allí Godnic logra profundidad y frescor, una sensación de túnel que invita a sumergirse en el manto acolchonado que forman hojas, tallos y flores entrelazados. Si las visiones del bosque están teñidas de cierta melancolía, de un silencio parco y solitario, las matas de flores parecen contrarrestar el efecto con un sentimiento que, sin dejar de ofrecer misterio, está muy cerca de una sensación placentera, casi festiva.
Las obras que Godnic pone a dialogar en También ahí había un mundo se mueven en dos sentidos aparentemente opuestos: por un lado, imaginamos a la artista saliendo de paseo, enfrentándose al bosque y pintando grandes fragmentos de un paisaje que intuimos mucho más extenso y, por otro lado, vemos a la artista salir de excursión nuevamente, pero para traer esta vez algún tesoro diminuto, una semilla, un pedacito de planta, un fruto, que luego estudiará encerrada en su taller y copiará pacientemente en acuarela. Si los bosques son asexuados, en las acuarelas hay una impronta femenina, sensual. Los tesoros hallados en el bosque son traducidos en formas carnosas, rosadas. En algunos casos nos recuerda la carne de un calamar o un pulpo, como si el mundo vegetal hubiera hecho un viraje voluptuoso hacia el reino animal. Acentuando los volúmenes con delicadeza, las semillas se transforman en seres autónomos flotantes, con cierto aire alienígena. Son fortalezas. Protegen algo que no logramos escrutar con exactitud pero intuimos que dan sentido a la existencia de esa forma singular, a veces cercana a la geometría y otras a una morfología orgánica. Eugenia Coiro, en el poema que acompaña la muestra, ilumina el territorio minúsculo que hipnotiza a Godnic: “También ahí/en la suavidad rosada/y peligrosa/del terciopelo dentado de las flores/en la redondez/casi perfecta/del útero vegetal/despierto/también ahí/donde se posan tus ojos/pequeños pájaros/sorprendidos/en el reflejo infinitesimal/también ahí/había un mundo”.
Si algo tienen en común las obras reunidas en la muestra, como las dos caras de una misma moneda, es el carácter impenetrable. Una impenetrabilidad que presenta quiebres sutiles, pasajes subrepticios por donde podemos colarnos y espiar. Todas las visiones preservan un secreto. Tal vez haya que correr la cortina arbórea para develar el misterio. O esperar el tiempo que la naturaleza dictamina. La corteza se abrirá cuando la perla haya madurado. No antes. Mientras tanto es necesario protegerla.
También ahí había un mundo
Karin Godnic
Hasta el 5 de octubre
Aldo de Sousa Gallery
Arroyo 858.
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