MúSICA > RON CARTER, EL HéROE DEL JAZZ EN ARGENTINA
Cuando el mundo de la música clásica le impidió seguir con su vocación, no sabía el regalo que le estaba haciendo al jazz. Frustrado chelista, el contrabajo de Ron Carter es una de las cosas más bellas que le han sucedido al género, de los años sesenta en adelante. Creador de líneas de bajo tan necesarias como atractivas, dueño de un fraseo que siempre reclama una atención expectante y focalizada, integrante de uno de los mejores cuartetos de la historia con Miles Davis al frente, y junto a Tony Williams y Herbie Hancock, el indispensable Carter vuelve a tocar en Argentina esta semana, junto a su trío The Golden Striker.
› Por Sergio Pujol
Del contrabajo en el jazz podría decirse, como de la música en el cine, que sus mejores intervenciones son aquellas que pasan un tanto inadvertidas, pero sin las cuales el relato musical perdería espesor. Para quienes aman la figura del antihéroe en la cultura, la historia del contrabajo está poblada de anécdotas ejemplares. Desde hace unos años, al fragor de la iconografía siempre bohemia del jazz, una fotografía de un contrabajista llevando con penuria su pesado instrumento por la Quinta Avenida parece resumir todas las peripecias de músicos que marcaron el pulso de combos y orquestas.
Claro que estas observaciones de sentido común trastabillan un poco cuando se trata de Ron Carter, quizás el único héroe que reconoce la historia de las cuerdas graves. (Dejamos de lado a Charles Mingus, a quien todas las categorías y clasificaciones –y quizá también el instrumento– le quedaban chicas.) Imposible reconstruir los caminos del jazz desde los años ’60 a nuestros días sin recaer en Ron Carter. Sus líneas de bajo han sido tan necesarias como atractivas. Vibrante y aireado como si naciera de un instrumento de viento, el fraseo de Carter siempre reclamó –y lo sigue haciendo– una audición expectante y focalizada. El nos enseñó a escuchar esas frecuencias escondidas, a distinguir los distintos planos del espacio jazzístico; digamos, a escuchar con perspectiva. Incluso en grabaciones banales –no se salvó de hacerlas, sobre todo a mediados de los ’70–, sus tonos cautivantes creaban situaciones de diálogo musical interesantes.
El crítico Gary Giddins, un campeón para el adjetivo perfecto, escribió que las líneas de Carter son resbaladizas, en alusión a los frecuentes ligados con los que el músico crea ese suspenso tan suyo. De la sección rítmica al protagonismo del solista, Ron Carter, que en pocos días volverá a tocar en Buenos Aires con su trío The Golden Striker, es una de las cosas más bellas que le pasaron al jazz desde los años ’60 a esta parte. Cosa bella y misteriosa, que aun siendo tan marcadamente jazzística nos advierte de una genealogía un tanto imprevisible. Vale entonces la pregunta: ¿Por qué vericuetos biográficos Carter fue perfilando su estilo? ¿Cómo llegó a convertirse en la voz más famosa del contrabajo?
Un posible punto de partida podría ser aquella tremenda decepción que el joven Ronald Levin Carter sufrió cuando quiso continuar en Detroit su temprana vocación por el violonchelo. Nacido el 4 de mayo de 1937 en Ferndale, Michigan, Ron había llegado a la ciudad de los automotores con el sueño de sumarse algún día a la sección de cuerdas de una orquesta sinfónica. Sus padres lo inscribieron en la Cass Technical High School, pero no previeron que el mundo de la música clásica no aceptaba afroamericanos en sus orquestas. En 1954, el joven Carter escuchó de boca de Leopoldo Stokowski, el mismo que había movido la batuta en Fantasía de Disney, el diagnóstico más desalentador: que la audiencia de la “clásica” no era como la del jazz; que un chelista negro en medio de una multitud blanca iba a sobresalir demasiado. Y que el mundo real no era como el que contaban las películas de Disney. Entonces llegó, como plan B, el contrabajo. Carter lo adoptó en la Cass Technical y lo perfeccionó en la Eastman School of Music de Rochester. En el concierto de colación de grado, los blancos siguieron siendo mayoría, pero al menos desde la retaguardia el contrabajo de manos negras pasó inadvertido. No cantaba ni caminaba, sólo mantenía notas largas con arco. “No he podido superar el daño que aquello me hizo”, reconocería Carter muchos años más tarde, en referencia a su frustrada carrera de chelista. “De hecho, cincuenta años después ese daño existe todavía.”
Pero estaba el jazz, esa otra dimensión de la sociedad norteamericana. Carter lo había descubierto en los clubes de Detroit y lo abrazó con fruición cuando se mudó a la Gran Manzana. Ahí supo por qué llamaban así a Manhattan los músicos de jazz: los nervios del debut en la metrópolis se sentían como si una gran manzana atenazara la garganta. Pero como la cruel realidad ya lo había curado de espanto, y además era un virtuoso como pocos, el ex chelista de Detroit no tuvo nada que temer. Pasó el examen del mundo jazzístico con las mejores calificaciones y siguió para adelante, pulsando notas inusualmente cantables y frases graciosamente resbaladizas. Sus primeros contratistas eran todos músicos brillantes: Chico Hamilton, Cannonball Adderley, Chet Baker, Eric Dolphy, Jim Hall... Gente sensible, que enseguida entendió que Carter era único. Por supuesto, él también sacó sus conclusiones. De aquella fructífera escuela del jazz cosecha ’60 nunca olvidaría las giras con el pianista Bobby Timmons. “Mi primer gran momento llegó cuando me uní al trío de Bobby Timmons a mediados de 1961”, le contaba al crítico Mike Hennessey. “Esa fue mi auténtica primera experiencia de la vida de carretera. Fuimos a California, tocábamos en clubes de San Francisco y Los Angeles, y después fuimos a Filadelfia. Y en octubre, ya de vuelta en Nueva York, grabamos un álbum en directo en el Village Vanguard.”
Se fue corriendo la voz: en NYC vivía un veinteañero de gran porte, que cuando extendía sus brazos largos para envolver las cuerdas hacía brotar de ellas unas notas de prodigiosa presencia. Por esos días, Scott La Faro con Bill Evans y Paul Chambers con Miles Davis estaban reformulando el papel de los graves en los combos de jazz. En cierto modo, Carter llegó para continuarlos –su admiración por Chambers era absoluta–, y así correr las fronteras un poco más. Quizá no era mejor que sus contemporáneos más ilustres, pero sí era diferente. Tenía un sonido diferente.
En 1963, Miles Davis no tenía consuelo. Después de ocho años seguidos de gloria musical, habiéndose convertido en la figura más convocante del jazz moderno, sus músicos habían partido rumbo a destinos más personales. Los intentos por recomponer el quinteto venían fracasando, pero si algo abundaba en los Estados Unidos de principios de los ’60, eso eran músicos de jazz. Y no tardaron en aparecer, como amaneceres, en el horizonte del trompetista. Jóvenes virtuosos llenos de ímpetu: ¿no eran así Herbie Hancock y Tony Williams? Jóvenes con cierta experiencia, con horas ruteras acumuladas y bolos y contratos de locación sonora por todas partes: así eran Wayne Shorter y Ron Carter.
Con 26 años, Carter se sumó al segundo quinteto de Miles Davis. En ese momento estaba tocando con Art Farmer y no quiso colgarlo, pero Miles supo esperar. No se arrepentiría; la sección rítmica formada por Hancock, Carter y Williams fue extraordinaria, y con toda seguridad, una de las mejores de la historia del jazz. Mientras la formación anterior había apostado a una pulsación enérgica y pletórica de swing, la sinergia del nuevo tándem produjo una fenomenal empatía con otras experiencias del momento, pero sin entrar del todo en el terreno dinamitado del free jazz. Durante cinco años, Carter exploró con sus nuevos compañeros los confines de la improvisación. Aprendió a tocar en formas abiertas, a pasar por encima de la barra de compás, a generar un fluido juego de tensión y distensión sobre un lenguaje modal que por momentos se desviaba hacia la atonalidad. Pero también debió aprender tareas más terrenales: cuidar al adolescente Tony Williams, llevar las cuentas del grupo, tratar con los dueños de los clubes y, claro está, mantener la dirección de la música cuando el baterista y el pianista se arrojaban a la improvisación sin preocuparse por memorizar el camino de regreso.
Desde entonces, las secciones rítmicas se involucraron más con los vientos. Fueron más flexibles y cambiantes. Pocas veces como entonces la historia del jazz dejó al descubierto sus puntos de inflexión. Si uno vuelve a escuchar “Prince of Darkness”, “The Sorcerer”, “Pinoccchio”, “Masqualero” o el blues de Carter “Eighty one”, allí encontrará las claves históricas del estilo que hoy predomina, quizá sin la misma gracia, en la escena jazzística internacional.
Desvinculado de Davis, cuyo camino eléctrico no le interesaba, Carter devino en el contrabajista de sesión más solicitado de la historia del jazz. (Los fans de las estadísticas aseguran que sólo lo superó Ray Brown.) Sus participaciones en discos propios y ajenos se cuentan por miles, y a lo largo de los ’70 maravilló con el Great Jazz Trío junto a Hank Jones y Tony Williams, mientras sus dedos se aburrían en las soporíferas sesiones del sello CTI, antesala de lo que hoy llamamos smooth jazz. Por suerte, Carter se animó a repartir aquel tiempo de las sesiones con algunos proyectos solistas interesantes. Bajo su nombre compuso, tocó y dirigió para ensambles de cuerdas –su viejo amor por la música de cámara– y para grupos reducidos más o menos fieles a la organología del jazz. De esa larga etapa podemos recordar con cariño el LP Piccolo, de 1977, uno de esos diálogos entre “alta” y “baja” cultura que retrotraían a Carter a sus años formativos. Para entonces, el contrabajo era un solista completo; un chelo grande, o un contrabajo agudo, ese piccolo que Carter había ayudado a rescatar del arcón de la música europea.
Para su última presentación en Buenos Aires, el músico trajo material de su disco Orfeu, una delicada aproximación a temas brasileños. Al igual que el pianista Kenny Barron, cuyo nuevo cd doble es un extenso tributo a la música de Brasil, Carter ha dado reiteradas pruebas de su interés por revisar tanto el mundo musical brasileño, como la más extendida influencia de lo latino en el jazz contemporáneo. Sin embargo, nadie cometería el grosero error de ubicar a Carter en la batea del latin jazz, un estilo que tiene sus propios códigos, su propia tradición.
En todo caso, el manifiesto no escrito de Ron Carter refiere centralmente a las funciones instrumentales más que a los estilos del jazz. Puede entonces frasear tras la voz de una cantante de standards, sacarle jugo a “Manha de carnaval” o crear cierto interés melorrítmico en la música del rapero McSolaar o en el hip hop de A Tribe Called Quest. Como aquel personaje del monólogo de Patrick Süskind, que apostrofaba al instrumento sin poder evitar la fascinación de su sonido, Carter piensa la música desde su trasfondo, allí donde sabe colocar como nadie una línea de bajo. En ese sentido, de las varias definiciones que Carter ha ido ensayando a lo largo de su vida, quizá la más elocuente, la que mejor explica su vínculo con la música, sea la que le brindó a Nat Hentoff en una entrevista pública: “Mi principal responsabilidad es hacer que el músico que estoy acompañando sienta que no podría tocar como lo está haciendo si yo no estuviera parado ahí, a su lado”.
Ron Carter y el Golden Striker trío, con Russell Malone en guitarra y Donald Vega en batería, se presentan este martes en Córdoba, el jueves en Neuquén, el viernes en el Teatro Gran Rex de Capital Federal y el sábado en Rosario.
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