ENTREVISTA > SEBASTIáN DE CARO CON NUEVO LIBRO Y NUEVA PELíCULA
Empezó a los 18 años como actor en la serie juvenil Montaña rusa. Y a partir de ahí se convirtió en un personaje bastante inclasificable: desde panelista de Gran Hermano hasta conductor de radio o comediante stand-up y de vuelta actor en Todos contra Juan. Sebastián De Caro, sin embargo, siempre quiso ser director de cine. Ya lleva filmadas cinco películas, pero recién ahora llegó su primer estreno comercial, 20.000 besos, una historia de muchachones de treinta largos con dificultades para dejar atrás la adolescencia. Y también acaba de debutar como escritor con Las nuevas aventuras de un biólogo recién recibido, una novela breve que comparte con su ópera prima esa sensibilidad llena de referencias pop que es, al mismo tiempo, romántica y nostálgica.
› Por Mariano Kairuz
Es un personaje multimediático conocido por la televisión, la radio, el stand-up, autor de un par de historietas y un par de libros, pero Sebastián De Caro dice: “Lo único que me interesa es hacer películas. No volvería a hacer nada de lo que hice teniendo la posibilidad de hacer películas. Dirigirlas: no actuar, no aparecer. Por mucho afecto que les tengo a muchas cosas que hice, podría no pisar más un estudio de televisión ni de radio si pudiera dedicarme sólo al cine”.
Es más: aunque 20.000 besos, la película que acaba de estrenar en cines el jueves pasado, es su quinto largometraje como director –sin contar dos experiencias inéditas que la convertirían en la séptima– él dice que, en cierto sentido, es como si fuera su ópera prima. Es la primera que tiene un lanzamiento comercial en salas y con su relato de muchachos de treinta y pico que se resisten a crecer, con sus códigos generacionales y sus referencias cinéfilas, es probablemente lo más personal de todo lo que hizo hasta ahora. Y asegura que su historia de origen tiene menos que ver con cómo un casting inesperado lo llevó a Montaña rusa, que con las miles de películas que se le clavaron en el cerebro cuando todavía no tenía ni pelos en las axilas.
“A los ocho años, una amiga de mi mamá me regaló dos libros: uno era Cine para niños, de Víctor Iturralde. Un título muy engañoso, porque era un libro sobre gestión cultural para fomentar cineclubes con debate para niños, un escenario raro que vivimos los que tenemos treinta y largos con la venida de la democracia, donde vi muchas películas soviéticas, alguna versión checa de La sirenita, cosas como El globo rojo. El otro libro era la Historia del cine, de Román Gubern, la edición de bolsillo en dos tomos, una tapa con Groucho y la otra con Brigitte Bardot, y fotos que iban de La diligencia a Cenizas y diamantes, y que en mi vida se complementaba con la Enciclopedia Salvat del Cine, esa que en el primer fascículo tenía una foto fija de Indiana Jones. En esa mezcla me crié. Mis viejos estaban separados, y separados también en sus criterios sobre el cine que les iban a ofrecer a sus hijos. Mi madre es la que me llevaba a estos cineclubes, me hacía ver Toby, el niño con alas, Adiós cigüeña adiós, mientras que mi viejo me ofrecía El pirata hidalgo, o el Tarzán del pelotudo de Ron Ely de los sábados de cine y series.”
Así que, cuenta, mientras que la aventura quintaesencial hollywoodense era para él Infierno en la torre, también pertenece a la generación “de los que vimos en Función privada, películas como Los santos inocentes o El crimen de Cuenca, a los once años: cosas sobre la Guerra Civil Española que no eran para chicos”, o a esa misma edad sus primeros films con Luppi o De Grazia, su primer ciclo de “la productora Aries” (“minas en bolas, puteadas, ¡de todo!”). Un universo que convivía, por supuesto, con Star Wars y Marcado para morir, de Chuck Norris. “A mediados de los ‘80 llega la videocasetera y con mi hermano grabamos de la tele La guerra de las galaxias y la vemos todos los días por un año. Y yo creo que ahí está la formación de mi generación, antes de pensar siquiera que todo esto lo hacía un tipo, un director, cuando uno sólo quería vivir la película: esa versión de Star Wars que tenía un doblaje que hoy pago por conseguir. Más tarde, cuando estudiás, te clavan El tambor de hojalata y Sed de mal en la primera clase; pero hubo un momento previo en que el cine era cine, en el que todo lo que veías tenía la frescura de no saber si era una obra maestra o una pedorrada. Para mí valen lo mismo Martes 13 que Contacto en Francia. Tengo un amor enorme por todo ese cine que convive en mi cabeza, y extraño un poco eso: a veces hay películas que me llevan ahí y les agradezco mucho. Cuando volvemos a ver con mi hermano La leyenda del indomable le ponemos el audio en castellano. Es un lugar difícil de definir: te criás con un montón de cultura extranjera, pero el lugar de crianza ni siquiera es Hollywood. Muchos me dicen: ‘Te tenés que ir a Hollywood, porque allá bla-bla-bla...’, pero no, para mi Star Wars pasa en Villa Crespo, la película es yanqui pero las voces son latinas y yo la viví acá, en Paternal.”
La primera película como director de De Caro fue Rockabilly, una producción modesta hecha en video por cuatro mil dólares, pero con un reparto de caras conocidas de la televisión que trabajaban de onda: Esteban Prol, Laura Azcurra, Julieta Díaz, Nicolás Mateo. De Caro los había conocido estudiando teatro y trabajando en Montaña rusa, a donde llegó, asegura, “de manera totalmente fortuita; pasé de ser un chico que no tuvo ni tiempo de pensar qué iba a hacer de su vida a estar saliendo en un programa con 30 puntos de rating. Yo era muy mediocre como actor, era en todo caso un actor orgánico; pero nunca me elegiría como actor, creé personajes muy cercanos a mí. No tengo el hambre y la ambición del actor. En Todos contra Juan, si me sacaban una escena yo decía ‘buenísimo, nos vamos más temprano a casa’; y eso con todo el amor que yo le tengo a ese programa”. Acaso Rockabilly –filmada en 16 jornadas con una “cámara de video comprada en Musimundo”– fuera en parte una declaración de principios sobre su faceta actoral: en ella De Caro aparece en una única escena, en un velatorio. Es el muerto.
Rockabilly (2000) surgió un poco, recuerda, de la efervescencia del cine independiente norteamericano de principios de los ‘90. “Estaba muy copado por la generación Sundance ‘92. ¡Quería ser Kevin Smith! Ni siquiera hacer películas como Clerks o Chasing Amy, sino ser él. Creo que fue la última cosa de la que fui un fan enfermo. Pero la verdad es que Clerks es una película al frente, y Rockabilly es más maricona, afectada, sensibloide. Es olvidable porque no tiene casi ningún valor cinematográfico e inolvidable a la vez, porque tiene todo ese ímpetu juvenil: yo tenía 23 y ya pensaba que estaba viejo para hacer cine, era un pelotudo que no entendía nada, pero estaba obsesionado con que Spielberg y PT Anderson tenían 27 cuando hicieron Tiburón y Boogie Nights. Después entendí que la vida de cada uno es distinta, y que yo no tengo un don natural para hacer cine. Lo digo sin falsa modestia: para mí 20.000 besos está muy bien y tiene muchos momentos cinematográficos, pero me llevó mucho trabajo entender qué me faltaba.”
¿Y qué te faltaba?
–Empezar a escuchar y trabajar sobre la voz de uno. Es como un karaoke: te ponen un tema de cualquiera, de McCartney o Ricky Martin y vos en tu mente cantás con la voz de ellos, más afinado. Pero tenés que aprender a cantar con tu voz media, a atreverte a tus propios errores, aciertos y reglas. En un momento te das cuenta de que los tipos que admirás de Hollywood habitan el mismo espacio-tiempo; tenés que dejarlos un poco, y hacerte un poco más fan de vos mismo, de tus actores, de la gente con la que trabajás, porque lo otro es improbable. Hay que abandonar un poco ese lugar de maravilla que te deja petrificado. Yo subí mis películas anteriores, Rockabilly, Vacaciones en la Tierra y Recortadas a YouTube, para que la gente pudiera ver que eso es filmar en la calle. Desmitificar. Es eso: salir y hacerlo.
20.000 besos es una suerte de objeto pop lleno de contraseñas generacionales para los que hoy andan por los treinta y pico, al borde de los 40, es decir, los que tienen como referente la cultura popular de los ‘80 –y las citas a Star Wars y Volver al futuro y a los juegos de Arcade son casi explícitas–. Es decir, historias de muchachotes más bien grandes que no consiguen enfrentar del todo la adultez, lidian con frustraciones amorosas y trabajos poco interesantes. El protagonista (Walter Cornás, miembro fundador de la productora Farsa, los de Plaga Zombie) se ve obligado a colaborar con una compañera de trabajo que en un principio le resulta irritante, pero eventualmente resulta la fantasía perfecta para él y su grupo de amigotes un poco nerds (Clemente Cancela, Alan Sabbagh, Alberto Rojas Apel y Gastón Pauls): la chica bonita que no se asume, que parece inocentona y hasta una tarada (pero es todo lo contrario). “Era importante no forzar las referencias de cultura popular –dice De Caro sobre esa suerte de álter egos de él y sus amigos que protagonizan su película–. Fui muy cuidadoso. Los personajes de 20.000 besos hablan con referencias culturales porque nosotros las usamos en la vida; no es que quería hacerme el canchero haciéndolos nombrar a Alan Moore; nosotros le decimos Alan Dios en la vida real. Es lo que conozco, y filmo sobre esto que conozco; no puedo contar una historia en Lugano I y II, sería un hipócrita.”
Su hermano, el que le recomendó que buscara su propia voz, es Pablo De Caro, quien aporta con su banda Cosmo las canciones que se integran perfectamente a la sensibilidad de 20.000 besos. A Pablo –heredero de un apellido ilustre de la música nacional: ambos hermanos son nietos sobrinos de Julio De Caro– es también a quien está dedicada la novela de Sebastián editada hace apenas unos días por Mondadori: Las nuevas aventuras de un biólogo recién recibido. Un breve relato de desventuras amorosas y aventuras fantásticas que nació como un encargo en el que De Caro pudo combinar –y citar de manera explícita– a muchos de sus autores literarios (Michael Moorcock, Douglas Adams, Kurt Vonnegut) y de comics (Grant Morrison, Alan Moore) favoritos. Aunque para su autor no es tan obvio, hay una línea común, un hilo que vincula a película y libro. “Yo creo que la historia de un tipo que viaja a una tierra mágica con una Lambretta, en una novela que viene con un mapa de esta tierra ilustrado por Liniers, tiene poco que ver con la historia de otro tipo que se separa y se reencuentra con sus amigos”, argumenta De Caro. Pero reconoce: “Mi hermano me dijo lo mismo: que el libro y la película pasan en el mismo universo. Es cierto que en ambos hay un tipo obsesionado con una mujer, y el libro lo escribí apenas terminé el rodaje de 20.000 besos; están contados por la misma persona, aunque para mí la película es otra cosa: yo suelo dar una definición que a mi distribuidor no le gusta porque le parece piantavotos, como una de John Hughes con chistes de Rejtman. Para mí es eso, esa idea nostálgica y romántica.”
Ahora, dice De Caro, lo que quiere es ser el autor invisible. Después de mucho tiempo de ser un personaje –actor-conductor-comediante-escritor-cineasta– muy expuesto, lo que se propone es desaparecer detrás de sus películas. Tal vez no sea fácil. Cuando alguien lo quiere insultar o provocar –en Twitter, por ejemplo– le dicen “panelista de Gran Hermano”, por la temporada en que cumplió esa función tan inesperada como sus inicios televisivos. “Me llamaron del programa y primero dije no, ni en pedo. Pero después fui a ver cómo lo hacían y me pareció que podía ser interesante.” Durante su paso por GH, De Caro asumió con gracia su papel, opinando sobre los participantes (dijo cosas como que Cristian U. y los participantes de esa temporada que le tocó “eran chicos del menemismo puro y duro”) y criticando con toda seriedad la incultura que campea y hasta se celebra en la televisión. “Muchos me criticaron, pero lo cierto es que GH es muy grande, se hace con mucho dinero y es muy interesante que sea un show sobre la nada; que opinando tenés que darle pasión a la nada misma. Me daba un placer perverso decir algunas cosas en Telefe a las 10 de la noche. Y también quería dejar atrás cierta asociación con la intelligentzia berreta, esa línea intermedia argentina que son los listillos que sin haber leído medio libro andan por ahí bajando línea. Me los quería sacar de encima y obviamente saltaron de toque. Son esos que me dicen ‘panelista de GH’, pero si fuera por mí, yo lo pondría hasta en el afiche de la película. Voy a ser para siempre el ‘panelista de GH’, aunque me gane el Oscar. Pero fue un buen cazabobos: no estoy diciendo ‘aquello fue genial, merezco un reconocimiento de la cultura’. Pero se puede tomar con humor; después de todo, no le quemamos la cabeza a nadie.”
Con su socio y coguionista Sebastián Rotstein ya tienen cuatro proyectos para salir a vender como su segunda película. Y ese plan de ir desapareciendo cada vez más. “Hay un momento mágico que es cuando ves una película como El padrino y te decís: esta película no está filmada. Esto es algo que pasó y alguien lo registró. Es triste, pero cuando uno aprende de cine después le ve los hilos, sus pocos errores, se te arruina un poco el viaje. Me cansó el chiste posmoderno pelotudo, la referencia. En este momento me interesa más Coppola que Tarantino, que es siempre el personaje más importante de sus películas: él y sus vinilos y su cultura popular y su casa y su leyenda. Yo tengo que aprender de los autores invisibles cómo desaparecer: me falta mucho y ojalá en la próxima película estemos hablando de la trama, de la puesta, y no de mí.”
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux