Domingo, 6 de octubre de 2013 | Hoy
TELEVISIóN > EL FINAL DE BREAKING BAD
Ahora que la reforma de salud de Barack Obama, que bien podría haberle ahorrado al profesor de química Walter White el hecho de convertirse en uno de los más depravados antihéroes que pueda concebirse en los Estados Unidos de la crisis, vuelve a correr peligro, Breaking Bad llega a su término. Esta noche, AXN emite los capítulos finales de la serie sobre el hombre que para salvar a su familia de la miseria se convirtió en el productor de una droga de letal pureza, mientras en foros de Internet, medios masivos y redes sociales arrecian debates, interpretaciones y despedidas de una de las series más destacables de la televisión de los últimos años. Radar indaga, a modo de balance final, en las razones por las que Breaking Bad planteó sistemáticamente un dilema moral, navegando en las anchas aguas de la cultura popular, desde las tragedias de Shakespeare a la comedia noir, en busca de la imposible redención de los malos, y de la no menos imposible bondad de las almas sensibles.
Por Marcelo Figueras
Dicen los sabios que la órbita de un cometa es excéntrica. Puede manifestarse elíptica, parabólica o hiperbólica, hasta que su viaje culmina y se sublima cerca del sol. Su destino es, pues, más radiante que el de las estrellas, dado que, en vez de apagarse, brilla más que nunca en su instante postrero.
Ahora que Breaking Bad brilla por última vez en nuestro cielo (AXN emite hoy, domingo 6, los capítulos finales), resultan inevitables los sentimientos contradictorios: la tristeza que corresponde a un réquiem, y a la vez la exaltación que se experimenta ante la gloria. Porque Breaking Bad (pido disculpas de antemano, aquí las hipérboles correrán por mi cuenta) es eso, precisamente: una de las series más gloriosas del mejor momento de la historia de la TV.
En 2008, cuando se exhibió su primera temporada, era fácil atribuirle el papel de Cenicienta. Quien refulgía por entonces era su hermanastra Mad Men, que había debutado un año antes por el mismo canal de cable, AMC, convirtiéndose en un éxito instantáneo. Mientras el publicista Don Draper deslumbraba con su pinta en un rascacielos neoyorquino, el protagonista de Breaking Bad, Walter White, languidecía en el desierto de Albuquerque, vestido apenas con una camisa verde y calzoncillos blancos.
A la ambición que Mad Men exhibía ya desde los títulos, en su afán de contar una época y encapsular el alma de un país (¡la Gran Novela Americana existe, y será televisada!), Breaking Bad le oponía su aparente modestia. Después de todo, es apenas la historia de un profesor de química cincuentón.
Padre de un adolescente con problemas motores y de una niña por nacer, Walter White se descubre enfermo de un cáncer de pulmón en fase terminal. Angustiado por la perspectiva de dejar a su familia en la miseria, decide usar su conocimiento y su savoir faire... produciendo metanfetamina en un laboratorio casero. Con la ayuda de Jesse Pinkman (Aaron Paul), un ex alumno con experiencia como dealer, impone su producto en el mercado: una droga de extrema pureza y un seductor brillo azul. Y cuando todos se preguntan quién es el genio que creó esta blue meth, Walt asume su paternidad mediante un alias: se hace llamar Heisenberg, como el científico alemán que postuló el Principio de Incertidumbre.
(Alguien sugirió, días atrás, que Breaking Bad era la mejor campaña en favor del sistema de salud de Obama. ¡Porque si Walter White hubiese contado con el Obamacare, no se habría visto obligado a tomar una decisión tan desesperada!)
Breaking Bad arrancó silbando bajito, pero su creador, Vince Gilligan, sabía que no araba en el mar. Para entonces la revolución iniciada por HBO se extendía por el mundo y The Sopranos ya había hecho historia, culminando en 2007 con un cuadro negro de estrella que se apaga y, aunque recién terminada, The Wire comenzaba a reverberar de un modo que está lejos de aplacarse. (¿No confesó Calamaro en este diario que su alias en Twitter era Barksdale, en homenaje al gangster de las primeras temporadas?) Esas series hicieron cosas que la TV no se había animado a hacer nunca, en materia temática como narrativa, y al no admitir más límite que el del talento de sus creadores, fueron maná para el público harto del cine formateado para adolescentes. Producidas por canales de cable como HBO, Showtime y AMC, y ahora potenciadas por plataformas de difusión como Netflix, dieron pie así a esta Edad Dorada de la TV. Sin The Sopranos, The Wire y Mad Men no existirían joyas en curso como Rectify, The Americans y Orange is the New Black.
A esa altura se nos volvió necesario hablar de sus creadores –guionistas todos, devenidos productores al control de sus proyectos–, como de Autores con mayúsculas: David Chase (The Sopranos) era una cruza de Martin Scorsese con el Robert Graves de Yo, Claudio; David Simon (The Wire) era el Victor Hugo de la ciudad de Baltimore. (¿O su Dostoievski?) Matthew Weiner (Mad Men) había pergeñado la continuación apócrifa de Revolutionary Road. (No de la película, Dios nos libre: de la novela original de Richard Yates.)
¿Y Vince Gilligan? Lo que Gilligan creó es tan inefable como el mismo Walter White. (O, parafraseando a Heisenberg: tan incierto.) A pesar de ello, en las últimas semanas los ensayos sobre Breaking Bad abundan en los medios al límite con la sobrecarga, tratando de encerrar al cometa dentro de una botella antes de que desaparezca del éter.
Hay quien ve en Walt al paradigma del estadounidense blanco, hoy furioso, a medida que se diluyen sus privilegios históricos. (Lo sugirió Todd Van Der Werff en Salon.com, que al momento de escribir este texto ofrece en su pantalla diecinueve –¡diecinueve!– artículos en torno de Breaking Bad.) Hay quien universaliza el valor de su figura, símbolo de una rebelión contra la anestesiada existencia contemporánea. (Un sitio liga la serie al poema “Paradise Lost” proponiendo la discusión: ¿Es Walter White como el Satán de Milton?) Otros extreman las comparaciones con Shakespeare: si cinco temporadas equivalen a los cinco actos con que el hombre de Stratford estructuraba sus piezas, si no correspondería rebautizar al ambicioso Walter White como Macmeth.
Las redes sociales arden en comentarios sobre la serie que adoran, entre otras razones, por su atención al detalle. (Si uno llamaba al número que se ve en pantalla durante el anteúltimo capítulo, activaba un contestador que respondía con la voz del actor Robert Forster... hasta que la línea colapsó. Pero si uno se mete en savewalterwhite.com, se encontrará todavía con la página que usó en la ficción el hijo adolescente de White, Walt Jr., para recaudar fondos con que operar a su padre.) Durante la última temporada, 24 millones de usuarios de Facebook postearon o comentaron algo relacionado con la serie. El primer capítulo había sido visto por un millón y medio de espectadores en los Estados Unidos, pero el episodio final fue visto por más de 10 millones. La difusión por la plataforma Netflix colaboró con los ratings de esta temporada: cuando el menú televisivo es a la carta y los platos valen lo mismo, todos optamos por los más deliciosos.
Objetos icónicos de la serie salieron a subasta el 29 de septiembre, entre ellos, la campanilla que usaba en su silla de ruedas Héctor “Tío” Salamanca (Mark Margolis). (Al momento de escribir este texto, la mejor oferta ascendía a U$S 16.500.) El sombrerito que Walt adoptó para presentarse como Heisenberg se convirtió en un símbolo, y la combinación de sus rasgos (además del sombrero, anteojos negros y barba candado) cristalizó un isotipo que se repite hoy en miles de remeras. Los que escucharon en Internet el narcocorrido Negro y azul: The Ballad of Heisenberg, interpretado por Los Cuates de Sinaloa en la segunda temporada, rozan ya los dos millones. Los mamelucos amarillos que White y Jesse usaban para cocinar droga son el disfraz del momento. (Este Halloween será un infierno de gente vestida así, demandando golosinas con la muletilla que Jesse impuso, de tanto cerrar sus frases con la misma palabra: Trick or treat, you BITCH!)
La forma en que Breaking Bad precipita sobre la cultura popular (en el sentido químico del término) puede inducir a confusión sobre la naturaleza de la serie. Es verdad que siempre hizo gala de un humor negrísimo (¡aquella tortuga que se movía por el desierto, con una cabeza humana sobre su caparazón!) y que cultivó un set de personajes secundarios a cual más colorido: desde el gélido traficante Gus Fring, pasando por el abogado Saul Goodman (que es de origen irlandés pero se puso apellido judío, para que le fuese mejor), hasta los amigos de Jesse, Badger y Skinny Pete, dados a embarcarse en conversaciones sobre Star Trek en pleno trip metanfetamínico. También es cierto que la serie se tomó libertades inéditas, con espíritu lúdico: tanto con su estructura, como con la forma de encarar episodios aislados (aquel que gira en torno de la mosca atrapada en el laboratorio, dirigido por Rian Johnson, es antológico) y en el sesgo hiperrealista que la acercó al mejor David Lynch. ¿Cuántos de nosotros soñamos todavía con el osito de peluche rosa y tuerto, que flota grácilmente en las aguas de una piscina?
Pero nada de esto neutraliza las propiedades corrosivas del relato. Breaking Bad es una de las series más dramáticas y oscuras que se hayan concebido, y los ocho capítulos finales la llevan al límite, propinando un mazazo detrás de otro. En este viaje al corazón de las tinieblas, Kurtz ya no se extravía en el Congo sino en los desiertos de New Mexico.
Gilligan explicó mil veces lo siguiente: que fastidiado por las series cuyos protagonistas son siempre idénticos a sí mismos, imaginó una historia durante la cual el protagonista, aquel con quien el espectador se identifica, devenía villano. “De Mr. Chips a Scarface”, fue su fórmula, que partía del profesor de latín de la novela de James Hilton para transformarlo en un mafioso salvaje. Pero la pócima reveló propiedades inesperadas y el personaje escapó de sus manos.
Ya hace tiempo que Gilligan detesta a Walter White, y con razones sobradas. A lo largo de cinco temporadas Walt cometió una bajeza peor que otra (asesinar a sangre fría, abandonar a una chica que se ahoga a causa de una sobredosis, ¡y hasta envenenar a un niño!), mientras mentía –y se mentía– que todo era en aras de asegurar el futuro familiar. Pero aun así, si se hiciese una compulsa hoy, cuando Walt cierra el círculo y se enfrenta al destino tan desnudo como en el primer capítulo, la mayoría de los fans pediría para él la oportunidad de una redención, por incompleta que parezca.
Las entrevistas que Gilligan y los actores dieron últimamente revelan que ni ellos coinciden en la lectura del drama. Giancarlo Esposito, quien fue y será siempre Gus Fring (aunque, ay, jamás pudo hacernos creer que era de origen chileno), dijo que esperaba que “Walt terminase con su cabeza clavada en una pica”. Krysten Ritter, que interpretó a la adicta Jane a quien Walt deja morir, dijo que de todos modos se consideraba parte del “Equipo Walter White hasta el amargo final”. Breaking Bad funciona, pues, como un test de Rorschach: compele a fabricar interpretaciones que dicen más sobre nosotros que sobre Walt & Co.
Esa es, quizá, la mejor razón para arrimar Breaking Bad al fuego de las tragedias shakespeareanas: la tridimensionalidad de sus criaturas. Los personajes de Shakespeare trascienden los límites del escenario, para transmitir el espesor de lo verdaderamente humano. Están construidos sobre la ambigüedad (¿la incertidumbre?) que informa a nuestra especie: esa compulsión que a todos nos es común a –ya sea por ambición o por desidia– arruinar lo bueno que hemos construido, y una vez perdidos, a intentar elevarnos por encima de las miserias mediante un gesto de gracia. Esa contradicción aparente –la capacidad de poner en juego la peor y la mejor de nuestras encarnaciones, en el lapso de pocos minutos– está presente no sólo en Walt, sino en el resto de los personajes. Su esposa Skyler (Anna Gunn), que pasa del rechazo a sus actividades non sanctas a urdir tramas dignas de Lady Macbeth. Su cuñado Hank (Dean Norris), hombre de la DEA, que es lo más parecido a un héroe que existe en la serie y aun así no deja de ser racista y abusivo, ni de excederse a lo Ahab en su obsesión por atrapar a la ballena White. Su cuñada Marie (Betsy Brandt), que también sueña con meter a Walt entre rejas... pero ante todo, quizás a causa de una esterilidad tan sólo sugerida, sueña con apropiarse de sus hijos.
La tragedia de Walter White es la del hombre inteligente y culto (“...infinito en sus facultades / ...en su comprensión, idéntico a un dios”, diría Hamlet), que, por su circunstancia y por sus propias limitaciones, no estuvo a la altura de lo que esperaba de sí mismo, y que al fin, empujado por la circunstancia límite del cáncer, decide permitirse lo que le había sido negado (¡el poder y la gloria!), aun al precio de perder todo lo demás. Mejor reinar en el Infierno / que servir en el Cielo, dice el Satán de Milton. Sus decisiones distan de ser admirables, pero ¿quién de nosotros puede asegurar qué habría hecho en su lugar? Después de todo, la serie transcurre en lo profundo de los Estados Unidos, en el peor momento de la Nueva Recesión, mientras millones se hunden en la ignominia y el uno por ciento gana más que nunca.
Eso explica el atractivo inicial de la figura de Walter White como Héroe del Pueblo: es aquel que no se deja hundir, le enrostra al Sistema su dedo medio y toma por la fuerza aquello que cree suyo por derecho. Pero no explica por qué seguimos afiliados al “Equipo Walter White”, aun cuando Heisenberg se convirtió en un monstruo.
Para Todd Van Der Werff, Walter White supone el fin de un tipo de antihéroe. Los hombres que hacen cosas terribles en las series de esta Edad Dorada (Barksdale, Omar y otros en The Wire, Don Draper en Mad Men) son oscuros, misteriosos y seductores. “No hay nada más atractivo que el poder, y el antihéroe de los dramas modernos lucró con esta asociación todo el camino hasta el banco”, dice. El mismo Tony Soprano (o sea, el actor James Gandolfini) adquirió dimensiones de sex-symbol, aun cuando nunca dejó de ser gordo, sudoroso y pelado.
Pero Breaking Bad es otra cosa, afirma Van Der Werff. “Hay poco de atractivo en Walter White. Casi nada en él es, Dios lo impida, sexy. Cuando amenaza a su esposa o abusa de ella emocionalmente, el hecho es tratado como una grosera violación... Walt no es un icono al que admirar; es un hombre que inventa excusas para abandonarse a sus peores impulsos, y entonces pretende, del modo más egoísta, que los demás se suban al tren de lo que hace... Lo genial de la serie es que Walter White personifica a la vez a cada espectador y al Príncipe de las Tinieblas. Cuando se revela que está resentido y enojado desde antes de que la serie comience, se sugiere que esto es verdad no sólo en él, sino en cualquiera de los que están mirando. Dada la oportunidad, ¿no existen viejos desprecios que todos vengaríamos de modo vicioso, dinero o poder que tomaríamos de estar a nuestro alcance? Reconozcan que existo, grita Walt con cada acción osada que encara. Bien podría tratarse del grito de un americano moderno, hundido por un sistema diseñado para beneficiar sólo al que hace trampas. El problema que Breaking Bad plantea es que, una vez que empezás a corromperte, se vuelve difícil parar.”
Cuando White abraza su oscuridad, se torna invariablemente gris. (El socio de Walt en su juventud, hoy millonario, se apellida Schwartz, una variante de negro en alemán. La empresa que Schwartz y White –o sea blanco– fundaron entonces se llamaba pues Gray Matter, es decir Materia Gris.) Y es esa grisura lo que nos apega a Walt, que zigzaguea entre actos escalofriantes (silbar como enano de Disney camino de la mina, cuando acaba de ser testigo del asesinato de un niño) e impulsos loables (proteger a Jesse o a su cuñado Hank, arriesgando su propio cuello), sin que esto pruebe contradicción: al contrario, los ires y venires del alma de Walter White nos mantienen a su lado, porque la mayoría de nosotros ha hecho, o cuanto menos pensado, tantas cosas buenas como deleznables a lo largo de su vida. Y confiar en la capacidad de Walt de no entregarse por completo al Lado Oscuro es, consecuentemente, una proyección del espectador, la expresión de su deseo de no terminar desintegrándose como el Kurtz de la nouvelle de Conrad.
Podemos asomarnos al abismo y convenir en que el animal humano nace desprovisto de un gen moral; es posible que seamos simplemente bestias, dotadas de un hipertrofiado, y hasta perverso, instinto de autopreservación. Pero a continuación necesitamos recular del precipicio, y decirnos que nuestra capacidad de experimentar empatía, de sentir con otros, es proporcional a la moralidad de nuestros actos. Eso es lo que el espectador espera de Walter White: que aunque nada borre ya sus actos más despreciables, las marcas que los afectos produjeron en su vida (el lazo paternal que aun a su pesar lo une a Jesse, el amor por Walt Jr. y la bebé Holly –nombre de la novia de Gilligan, además de apelación a lo más alto: holy significa sagrado) pesen más que el ego degenerado por su adicción al poder.
Las críticas afirman que el final está a la altura del prestigio ganado en su recorrido. (“Cinco deslumbrantes, casi perfectas temporadas, un logro que ninguna otra serie igualó en lo creativo”, dijo Tim Goodman de The Hollywood Reporter, antes de entronizarla como la segunda mejor de todos los tiempos –después de The Wire, y antes de Mad Men y The Sopranos.) Alguna voz solitaria objeta que una victoria de Walt sería injusta, aunque fuese pírrica. (Emily Nussbaum, del New Yorker, prefiere creer que el último episodio es una fantasía de Walt moribundo, al estilo de Brazil de Terry Gilliam.) Pero lo cierto es que Breaking Bad termina como vivió: una mezcla irrepetible de neo noir, comedia negra y western, brillante pero siempre entretenida, con un manejo del suspense que Hitchcock aplaudiría, el mejor de los gustos en materia musical (la canción que cierra la serie es “Baby Blue”, de Badfinger, que ya no puedo escuchar sin llorar) y una brújula ética que nunca dejó de señalar la dirección correcta.
Porque Breaking Bad es, ante todo, un relato sobre nuestras elecciones y sus consecuencias. “Un show moral”, lo definió James Poniewozik en Time. “Y no quiero decir sermoneador, o apuntado a mejorarte como persona... Más bien versó sistemáticamente sobre la moralidad: cómo funciona, cómo fracasa, qué hace buena o mala a una persona, cómo la semilla del mal encuentra terreno adecuado y crece.”
Breaking Bad es una de esas raras series que echan raíces dentro nuestro, porque además de deslumbrar con su arte nos enfrenta a los dilemas esenciales. “¿Eres tú, Walt?”, se le escapaba a la sorprendida Skyler al final del primer capítulo. Una pregunta que Walter White se hizo durante cinco temporadas, y que sólo pudo responder por la afirmativa en el último segundo, mientras la cámara se elevaba hacia la altura que visitan los cometas.
La maratón final de la última temporada de Breaking Bad comienza esta noche a las 21, por AXN
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