Dom 06.10.2013
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MEDELLIN ROJO Y NEGRO

› Por Javier Chiabrando

Desde Medellín

¿Esos son los muertos de ayer? –le preguntó un alumno a la maestra.

El chico estaba parado frente a una serie de retratos de escritores colombianos distribuidos en una de las entradas del botánico de Medellín. Aunque el tema que los rodea sea la literatura, los libros y los escritores, esa pregunta no es inocente si uno se encuentra en una ciudad donde cada seis días un cadáver es arrojado al río que lleva el mismo nombre. Pero la cosa no puede ser mejor, simplemente porque fue peor. Hoy Medellín parece haber encontrado una posible salida a esa zona oscura donde la vida no valía nada. Por eso, en marzo de este año Medellín fue elegida como la ciudad más innovadora del mundo en el concurso City of the Year que organizan The Wall Street Journal y Citigroup, venciendo a Nueva York y Tel Aviv. La apuesta fue a la cultura. Se percibe en muchas cosas, entre ellas en una ley que obliga a que todos los edificios que se construyen tengan una obra de arte en algún lado, en general en la entrada. Eso no garantiza que haya un Botero en cada esquina, porque los adefesios también suelen ser considerados arte, pero abundan las obras que entretienen la vista y obligan a detenerse a mirar.

Los medellinenses son capaces de juntar tres eventos relacionados con el libro en un mismo lugar y en la misma semana: La Fiesta del Libro, La Semana Negra de Medellín, y Medellín Negro. El escenario es el Jardín Botánico, donde un lagarto o una ardilla pueden pasarte entre las piernas mientras estás disertando o tomándote una cerveza.

En Medellín Negro, donde me tocó participar, los escritores hablan de lo que los colombianos rebautizaron “novela de crímenes”, lo que nosotros llamaríamos novela negra. Estudiar el crimen a través de la literatura en Colombia es como estudiar el aire en cualquier otro lugar. Está ahí, igualmente presente. Acá la muerte es una constante. Se habla de ella en cada una de las ponencias. Y se vive en las calles y en las noticias. No es casual que la periodista Patricia Nieto –que hace pocos días defendió en La Plata su tesis sobre conflicto armado– ante mi pregunta de si Colombia es un país que se considera en guerra, no haya dudado en contestar que sí. Por eso Medellín Negro tiene tanto sentido. Porque es el pensamiento que trata de ponerle orden, al menos el orden de las ideas, a una ciudad bella y enmarañada por la historia, por la geografía y el aporte del hombre, que se traduce en una ciudad bulliciosa, de barrios colgados de las montañas donde a uno no le tienta aventurarse, desbordada de miles, quizá cientos de miles de motos que se cruzan entre los autos y los numerosísimos diminutos taxis amarillos.

Los expositores latinoamericanos de Medellín Negro, sean de género negro o no, arrastran en sus discursos la magnitud de sus tragedias. Es común oírlos hablar de miles de muertos con una soltura que conmociona y que a veces deja a la literatura a la altura de un esbozo. Elmer Mendoza desliza la frase que lo resume todo: “¿Cómo se crea el símbolo que sintetiza setenta mil muertos?”. Se refiere a los muertos del conflicto que tiene al gobierno de México de un lado y a los narcos del otro. Dice setenta mil aunque aclara que podrían ser ciento veinte mil. Para el caso es lo mismo, la misma tragedia inconmensurable. Un escritor peruano habla de números semejantes. Los argentinos repetimos el número treinta mil, que es parte de nuestra historia. Cualquiera que llega desde afuera, o un distraído, podría pensar que estamos compitiendo en dolores. La presencia de la argentina María Eugenia Ludueña, con su libro Laura, que narra la desaparición y muerte de la hija de Estela de Carlotto, basta para que se entienda que la tragedia no se traduce en números, que hablar de la muerte en números es otra exageración nacida de la necesidad del hombre de traducir lo intraducible.

Siguen los números, que siempre serán gente. Selnich Vivas me cuenta que la ciudad de Medellín puede mostrar el impactante record de ciento sesenta y dos mujeres muertas por violencia doméstica sólo durante el año pasado. Quizás un fragmento de un poema del mismo Selnich lo explique mejor: “Pero no olvides el fracaso: hemos de encerrar/esa noche en cifras y letras agotadas”. Como si deseara volver a un pasado más indulgente, Selnich finaliza su ponencia haciendo cantar antiguas canciones indígenas a los asistentes al congreso. El francés Sébastien Rutès da una lección sobre novela negra francesa y desliza los impactantes números del mercado de su país. Nadie deja de envidiarlo, con envidia de la buena. Ese mercado incluye argentinos, que venden mejor y son más conocidos y leídos que acá. El cubano Amir Valle, que vive en Berlín, introduce a los presentes en la dura realidad de la isla, en su presente de enfrentamiento con el gobierno y de la campaña internacional que lidera para lograr que Angel Santiesteban, uno de los grandes escritores de su generación, deje la cárcel adonde fue destinado por cinco años ante la imprecisa acusación de violación de domicilio.

En los discursos más académicos –con académicos de Estados Unidos, Inglaterra, España, entre otros– y en las pausas, las polémicas ya no son tales y menos sangrientas. Una de ellas ronda alrededor de si es verdad que en Argentina hay un boom del género negro o no. Yo niego. Otros aprueban. Gustavo Forero, creador y organizador de Medellín Negro, cierra el evento hablando del futuro, donde, para bien o para mal, hay aún mucha tela para cortar.

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