Dom 10.11.2013
radar

No cualquiera es cualquiera

› Por Juan Carlos Kreimer

Un fantasma recorre el mundo de la producción artística. Escribir, hacer música, fotografiar, filmar, pintar, actuar, expresarse a través de cualquier forma simbólica se vuelve cada vez más accesible para más personas. Es más fácil hacerlo, es menos controlable por empresas (empresas que los convierten en productos culturales), abre un espectro de posibilidades creativas y de difusión que siempre encuentra nuevas rendijas... y si no las encuentra, las crea. Puede hacerlo el que lo intenta. Cualquiera. Ya no hace falta ninguna formación previa ni que ninguna autoridad reconozca tus posibilidades y te abra una puerta. Los filtros de calidad, estética, ideológicos si se quiere, no pueden frenar la avalancha. Yo quiero decir algo y lo digo a través de (el soporte que elijas). Ni siquiera te pide que tengas ese algo para decir. Ni es lo que importa. Surgirá, después, tal vez, según sea interpretado por otro cualquiera que lo recibe. Y si no surge, no cambiará la experiencia vivida. Don, talento, gracia, técnica..., conceptos que pasan a revisión.

Como fenómeno, el cualquierismo (término que le escuché pronunciar hace diez años a Santiago Rial Ungaro) ofrece más pistas y material de estudio a la sociología, la antropología y olfateadores de nuevas tendencias que a los analistas de arte. Por el momento, tiende a ser ninguneado, acaso porque no esté claro desde qué perspectiva observarlo. Es tan amplio que tampoco le encuentro mejor forma de llamarlo. Cualquierismo carga además el lastre de ser usado, con ligereza, como sinónimo de hacer cualquier verdura, lo que venga, y creer que tiene algún valor sólo porque fue hecho; lo que está en cuestión es justamente eso: el valor que se le da. Todavía es mala palabra, como lo fueron en su hora bohemio, beatnik, hippie, punk, rojo, gay, espiritual... El sistema y su prensa las pegaban a un nombre o un hecho como adjetivo descalificativo. Hoy, motivan orgullo.

Lo piensen o no, quienes se identifican con esta corriente subterránea de autopermiso se realimentan con otra energía: la que surge del animarse, del por qué no, del si lo que hago te gusta bien y si no también, de la osadía; en suma, de un aspecto que muchos creadores tendemos a olvidar: la libertad. ¿Quién, después de los primeros éxitos, no empezó a condicionarse sutilmente y a respetar ciertas exigencias, tácitas y manifiestas, de los canales por los que empezaba a circular su obra? La producción de textos, músicas, propuestas plásticas, teatrales, videos y videítos, ya supera la capacidad de absorción de editoriales, galerías, salas, y de público que las consume y pagaría.

Muchos de los que suben textos, imágenes y músicas a Internet no lo hacen para obtener reconocimiento, ni prestigio en la sociedad, ni alcanzar el éxito, ni para llenarse de plata. Lo hacen porque les gusta, porque es algo que les nace y no lo frenan, porque los canales del sistema están taponados por sobreproducción de originales y propuestas másdelomismo y porque hoy la tecnología lo simplificó todo. Procesos que antes eran arduos (escribir, grabar música o filmar) e involucraban a más personas, de hecho eran más caras e instalaban distancia entre el impulso y el objetivo, día a día se vuelven unipersonales.

Ahora bien (o mal), otro iceberg se esconde bajo la superficie: antes te vendían los discos, o los libros, ahora te venden la tecnología para que puedas hacerlo o bajar los que quieras gratis o a un precio muy bajo. Las mejores mentes de varias generaciones se distraen comprando y actualizando permanentemente los dispositivos que les instan a usar los Monopolios y creen estar ante un ideal libertario: la multiplicación de las iniciativas de producción propia.

Entre tanto, en muchos ámbitos artísticos empieza a achicarse y desaparecer (o a perder sentido) esa clase formada por los trabajadores que toman (cuando la toman) la obra del creador para mercantilizarla. A los editores que leen (cuando leen) y deciden lo que puede (y es negocio) ser difundido y lo que no les espera un destino parecido al de los otrora productores discográficos. Sobre su tarea (seleccionar, mejorar, instalar en los canales de venta lo que sobreviva del original), como escena temida, pende el momento en que los mismos fabricantes de tecnología impongan masivamente sus tabletas de lectura –El Desembarco Digital en la jerga–. De todos modos, éstos ya centralizan infinidad de contenidos digitales. Ese día D, nuestros ojos dedicarán más tiempo a pasear por interminables listados de títulos y resúmenes que por las páginas de los libros que carguemos en el changuito. Tendremos una biblioteca de archivos.

También los parámetros habituales para evaluar obras y todas las argumentaciones empleadas por críticos para comunicar por qué tal trabajo merece (o no) entrar en la categorías de la cultura instalada, perderán poder de incidencia. Cuando ensalcen y cuando critiquen. ¿Arte efímero? ¿De ocasión? ¿Sin mucho que aportar? ¿Demasiado autocelebratorio? ¿Quién puede decirlo?

Por un tiempo el cualquierismo convivirá con la cultura intermediada que conocemos. Siempre algún comercializador intentará canibalizar parte de sus procesos, por más indies que sean. Y los dispositivos tecnológicos empleados impondrán su estética. Cada vez más. Y más imperceptiblemente.

Pero nada podrá desactivar la clave del cualquierismo: el instante mismo del crear. Producir partiendo de que la obra no pasará por ningún decididor o dictaminador de estándares hace que al hacerla el hacedor pueda borrárselo de su mente, se libere del peso de las miradas (y exigencias) para circular por el sistema, y quizá se anime a sacar más de sí, su palabra más genuina. Ese momento que cualquiera puede vivir mientras lo hace (y se lo permite) es lo que de veras cuenta.

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