Detrás de una seguidilla de canciones extraordinarias como “El mensú”, “El jangadero”, “El cosechero” o “Amanecer en Misiones”, interpretadas por los mejores cantantes durante décadas, se esconde la firma y estampa del misionero Ramón Ayala, un gigante del folklore equiparable a Atahualpa Yupanqui. Recuperado por las nuevas generaciones, en los últimos tiempos le llegó el momento de mayor visibilidad, con la edición del disco Cosechero y el documental del fotógrafo Marcos López, dedicado a retratar su vida y la relación con su público. A los 80 años confiesa estar cantando mejor que nunca en su vida, reconciliado con su voz, dispuesto a seguir adelante. En esta entrevista, Ayala también hace un alto para recordar sus inicios en el Palermo Palace, donde Julio Cortázar ambientó el célebre “Las puertas del cielo”, la creación de un ritmo como el gualambao y el recuerdo imperecedero de un encuentro con el Che Guevara.
› Por Sergio Pujol
María Teresa Cuenca prepara café y acomoda unas medialunas sobre la bandeja. Son las 11 de la mañana, mes de diciembre. En la antigua casa del barrio de San Cristóbal no se oye un alma, como si estuviéramos en medio del campo, o en una de esas ciudades que se apagan por completo después de la medianoche. Charlamos informalmente, observados por cuadros de un realismo más bien geométrico. Estos óleos traen a la vida tópicos netamente misioneros: esa planta de caraguatá que, con ganas de salirse del marco, descansa a pocos centímetros de la mesa del comedor, o aquellos hacheros que se gastan en el almacén del obraje sus pocos dineros, después de soportar los gritos del capanga: “¡Neike, neike!”. Estas pinturas evocan un lugar en el mundo, un ecosistema bien diferente del rioplatense. De pronto, una extrañeza atraviesa el aire. Es una voz bien templada que parece venir de una de las habitaciones de la parte delantera de la casona. Alguien está vocalizando intervalos de una melodía que pugna por nacer. Se trata de una voz amplia, de barítono volcado a lo popular. Suena joven, aunque con las voces nunca se sabe. María Teresa no parece advertirla; al menos no le da más importancia de la que puede concederle al canto de un benteveo en el techo de su casa. Sólo al notar mi cara de sorpresa, se limitará a decir: “Por ahí anda Ramón”. Seguimos conversando, pero la voz se intensifica, tiende a imponerse por su propio volumen. Finalmente, una melodía cobra forma, encuentra su letra y revela su cuerpo: “¡Amor, vida mía, sangre de mi corazón...!”.
Así sale a escena Ramón Ayala, cantando antes del saludo, o saludando con su canto. Viste sin pudor y sin canas: camisa roja, jeans apretados, zapatos de cuero marrón y una cabellera apócrifa color café. Si a Horacio Guarany, que supo versionarlo en los ’60, le dicen El Potro, ¿cómo llamar a este señor que, habiendo cruzado ya los 80 años, tiene los bríos de una edad incierta? Ramón piropea a María Teresa, una paraguaya encantadora que se enamoró de él tres décadas atrás, sin saber que era un músico célebre, y luego se zambulle en una entrevista a la que le impondrá su propio ritmo. “Nunca en mi vida he cantado mejor que ahora”, empieza. “Nunca en mi vida me he sentido mejor; hoy tengo un poder de gozar las cosas. Digamos que le he tomado el tiempo a la vida.”
Escondido por décadas en una serie de canciones extraordinarias –“El mensú”, “El jangadero”, “El cosechero”, “El cachapecero”, “Amanecer en Misiones”, “Corochiré”, “Mi pequeño amor”, “Posadeña linda”, “Canto al río Uruguay”, “Pilincho Piernera”... y siguen los títulos–, Ramón Ayala goza en estos días de una visibilidad tan notable como la que a simple vista imponen su figura y su voz. Algunos hemos vuelto a hablar de él; otros, silenciosa mayoría, lo han descubierto. Sus canciones nunca se fueron del todo, aunque estaban a punto de volverse anónimas. Su nueva hora comparte titulares con la revalorización de la música litoraleña. Ayala representa esa música de un modo cabal y a la vez heterodoxo.
¿Cómo historiar este rescate? ¿En qué momento el público joven se sintió atraído por canciones que hablaban de plantas acuáticas, zorzales de la selva y grandes peces de aguas dulces? ¿Qué factores convergieron para que esta colorida suma de historias y mitos fluviales, mitad en español, mitad en guaraní, de pronto cobraran sentido en intérpretes tan diferentes entre sí como Los Nocheros y Tonolec? Un posible punto de partida de esta historia podría situarse en las clases que Juan Falú impartía a fines de los ‘90 en el Conservatorio Manuel de Falla. Uno de sus alumnos, Pablo Dacal, aprendió el ritmo del rasguido doble y se enamoró de “El cosechero”, que luego incluyó en su disco Música de salón, de 2001. Pero el gran espaldarazo vendría cinco años más tarde con Litoral, el álbum doble de Liliana Herrero consagrado a las representaciones musicales y poéticas de los ríos Paraguay y Uruguay. Allí, sendas relecturas de “Canto al río Uruguay” y “El cosechero” nos recordaron la existencia de este insuperable baqueano del río y el monte: “El viejo río que va/ cruzando el amanecer, / como un gran camalotal/ lleva la balsa en su loco vaivén”.
Quien también entendió que Ayala es cosa seria es el fotógrafo Marcos López, que debutó en el cine con un notable documental sobre el músico y su público. “Misiones es una provincia mágica en tono mayor”, sentencia Ayala en un tramo de este film que sorprendió en la edición 2013 del Bafici. Agasajado por sus pares de la música popular, Ramón acaba de compartir escenario con Pedro Aznar en la edición 44ª del Festival Nacional de la Música del Litoral. Y así podríamos seguir. Finalmente, sus pinturas dejaron de ser su segunda actividad. Con sus colores fauve y sus construcciones equilibradas, estas obras han cobrado cierta entidad en el mundo de la plástica argentina, como pudo comprobarse en la exposición que le organizó el Museo Quinquela Martín de La Boca.
Pero tal vez lo más importante que le ha sucedido a Ramón en estos últimos años sea el CD Cosechero, producido por Javier Tenenbaum y editado por Los Años Luz Discos, el mismo sello que en 2010 lanzó el magnífico Corochiré, un disco de Cecilia Pahl íntegramente dedicado al repertorio ayalero. Ramón no grababa desde 2006, cuando Epsa le editó Entraña misionera y Testimonial 1, inadvertidos discos de recitado con guitarra. Indudablemente, la reaparición discográfica de Ayala adquiere un valor difícil de exagerar, aun en el universo siempre exagerado de quien, sin enrojecerse, no duda en comparar algunos de sus versos a los mejores de Pablo Neruda –a cuyo “Poema XX” Ramón le puso música–, o en declararse el inventor de un ritmo, el gualambao, que en el futuro, según augurios de su creador, será la identidad sonora de toda una provincia.
En definitiva, ¿cuáles de sus grabaciones “históricas” –algunas grabadas en París o en Asunción– hoy se consiguen sin andar molestando a los coleccionistas? El hombre no parece tener registro de sus registros. No lo sabe, no le interesa. En el fondo, nunca se consideró tan buen intérprete como autor, aunque algo parece haber cambiado con Cosechero. El nuevo disco incluye canciones fundamentales, desde el chamamé romántico “Posadeña linda” hasta la galopa “El mensú”, puestas nuevamente en valor por un cuarteto virtuoso de bandoneón, guitarra, contrabajo y percusión. La interpretación es cálida y concentrada. La voz grave de Ayala se integra con naturalidad a los juegos de textura del grupo.
“Anduve siempre detrás de mi voz –confiesa–. No me satisfacía, no me daba ímpetu para cantar. La usaba como podía, más como decidor que como cantante. Tenía una voz muy de garganta, hasta que empecé a tomar lecciones de canto y descubrí que hay un aparato importante en el cuerpo: el diafragma.”
¿Cómo fue pensado el disco? Da la impresión de haber sido trabajado juntamente con los hermanos Juan y Marcos Núñez, que le hallaron una sonoridad a la vez tradicional y moderna, con esa base rítmica tan seductora de Facundo Guevara en percusión y Juan Pablo Navarro en contrabajo.
–En realidad hubo ganas de hacerlo, no mucho más que eso. Los Núñez son admiradores de mi obra, y han hecho una aproximación bastante interesante. Por ejemplo, Juan toca el bandoneón, que funciona perfectamente con la guitarra de Marcos. Es cierto que en la música del Litoral predomina el acordeón, pero no olvidemos que Damasio Esquivel era un bandoneonista extraordinario. Había trabajado con el gran Samuel Aguayo, un músico paraguayo que, podríamos decir, inventó el chamamé. O por lo menos le puso el nombre, aunque con un dejo un tanto despectivo. Bueno, yo estuve allí, conocí a toda esa gente.
El mayor de cinco hermanos –a todos los sobrevivió–, Ramón Ayala nació como Ramón Gumercindo Cidade, en Guarupá, a sólo 15 kilómetros de Posadas. Su padre, un correntino de ascendencia brasileña, murió joven, lo que obligó a su madre, hija de paraguayos, a emigrar a la ciudad de Buenos Aires con tres de sus hijos, en busca de trabajo. La escena es sintomática de un momento particular de la historia social argentina: los migrantes internos van poblando los bordes de una ciudad que se hincha al ritmo de la industrialización sustitutiva. Aquella gente será la mano de obra que exija el capital, pero serán también un mundo de música y poesía hasta ese momento desconocido en Buenos Aires. Es la época de los “20 y 20”: muchachos del trabajo –pronto muchachos peronistas– que eligen gastar sus cuarenta centavos entre la porción de pizza y el disco de Antonio Tormo bramando “El rancho’e la Cambicha”.
Como tantos correntinos y chaqueños, el misionero Ayala vivió entre el Dock y La Boca. Todavía era un niño cuando se ganaba la vida haciendo changas callejeras. Después trabajó en los frigoríficos, y finalmente se sumó a la orquesta del gran Dalmacio (“Damasio”) Esquivel. Así empezó a mejorar: lo redimió la guitarra, que había aprendido tocando unos tanguitos, y lo puso en carrera el folklore argentino. De la mano del autor de “Alma guaraní”, Ramón no sólo se instruyó en un contexto instrumental amplio y musicalmente disciplinado (la orquesta formaba con dos bandoneones, viola, cello, tres violines, contrabajo, piano y dos guitarras), sino también –y sobre todo– aprendió a desentrañar eso que, hasta entonces, había hegemonizado la cultura del tango: la noche porteña. El tango gozaba de muy buena salud, con sus orquestas típicas encabezadas por directores diestros y cantores carismáticos. Pero a su ronca maldición maleva le había aparecido un rival: el folklore.
Si bien el genérico “folklore” padecía de cierta vaguedad –de la vidala norteña al rasguido doble correntino había una distancia irreductible–, la imagen de cantores vestidos de gaucho, trajinando con sus guitarras a cuestas las calles cercanas a Retiro a la hora del cierre, era muy poderosa. ¿Qué importaba si remedaban al arriero de Yupanqui o al mensú de Las aguas bajan turbias? Algo estaba cambiando en los códigos porteños. Para beneplácito de muchos, para malestar de varios. “Con el folklore había un rechazo de clase”, sintetiza Ayala. “Estaba mal visto, pero en realidad no se sabía qué mierda era. Se conocía la compañía de Andrés Chazarreta y no mucho más que eso. Sin embargo, en los grandes bailes se oía mucho folklore, sobre todo chamamé y música paraguaya.”
Usted frecuentó el Palermo Palace, en Santa Fe y Godoy Cruz. Junto a La Enramada, era una de las casas de baile más concurridas en los años ’40. Allí debutó Alberto Castillo. Hay un cuento de Julio Cortázar, “Las puertas del cielo”, que describe despectivamente esos sitios. ¿Por qué esa estigmatización?
–Porque era un lugar con muchas minas y mucha ginebra. Yo era un pendejo de provincia que me pasaba la noche vestido con bombachas de seda, tocando la guitarra con Esquivel. En el Palermo Palace se cocinaba el folklore, tanto el del Noroeste como el del Litoral. Yo también debuté ahí, como Castillo. Recuerdo perfectamente la noche del debut, fue un sábado. Después de tocar me llevaron preso, porque me vieron con unas chicas paseando por los alrededores. Estuve en un calabozo hasta las cinco de la tarde del domingo, y de allí me volví al Palermo, de nuevo a tocar con la orquesta. Estaban la orquesta de música guaraní o paraguaya –el verdadero chamamé estaba en los albores–, la característica de Feliciano Brunelli, que mezclaba el pasodoble con todo lo demás, y a veces una de tango. Las chicas morían por los cantores, y yo tenía mucho que aprender de la vida. Me ruborizaba con las mujeres que practicaban el amor verdaderamente platónico, el de la plata: “Cuánta plata tenés en la cartera”, eso te preguntaban ni bien te veían interesado.
Ramón festeja sus ocurrencias. Es rápido para el retruécano, le gustan los juegos de palabras y siempre recuerda con picardía. Cuenta mucho y calla bastante, pero no por timidez –habla de las mujeres desembozadamente–, sino más bien porque un nuevo recuerdo termina desplazando al anterior antes de que éste haya adquirido su forma completa. Sin embargo, hay recuerdos que no se diluyen fácilmente. Por ejemplo, el de Margarita Palacios, la gran cantora catamarqueña. Con ella y con el músico mendocino Félix Palorma, del dúo Dávila-Paz, Ramón recorrió el país de Ushuaia a La Quiaca. En ese tiempo se familiarizó con el folklore del noroeste. Hoy Palacios y Palorma son entradas clave en el diccionario de la música argentina de raíz nativa, pero Ramón los frecuentó cuando recién empezaban. “Con Margarita viajé por todas partes. Llegué hasta Tierra del Fuego, para luego subir por toda la precordillera. Yo tocaba la guitarra y hacía la segunda voz y algunos coros. Estando con ella me compré el primer esmoquin. A mí siempre me gustó vestir de paisano. Tengo diez trajes de paisano, con diez sombreros y diez pares de botas. Pero aquel esmoquin fue una emoción inolvidable. Con él pude entrar a lugares más elegantes, como la confitería Ruca, en avenida Corrientes. Era un sitio grande, muy caté (de categoría), como decían los paisanos. Ahí conocí a Eduardo Falú. Todo eso se lo debo a Margarita, un ser lleno de gracia e inocencia.”
Hacia 1950, Ramón ya era un guitarrista bastante solicitado. “Me perfilaba bien”, reconoce. Acompañaba a cantores y cancionistas en las radios y en los bailes. Tocaba la guitarra con destreza y tenía cierta facilidad para cantar en armonía. A lo largo de los años ’50, su nombre brilló en el trío Sánchez-Monges-Ayala, donde hacía segunda guitarra y primera voz, “aunque los otros tenían mejor voz que yo”. Ni la heterogeneidad del repertorio ni el formato de trío a la manera de Los Panchos parecían concordar demasiado con la idea de una tradición cristalizada. “Con el trío tocábamos de todo”, recuerda Ramón. “Nos sabíamos guaranias, tangos, canciones indias y guaraníes, pero también algunos boleros.”
¿Ya componía en tiempos de Sánchez-Monges-Ayala?
–Sí, “El mensú” lo hice en 1955, cuando todavía estaba en el trío. La melodía fue una ocurrencia de mi hermano Vicente, que tocaba el violín. Una noche que volvíamos en colectivo de Dock Sud, después de cenar en una parrilla paraguayo-argentina, me la tarareó. Yo la desarrollé un poco y le puse una letra con un propósito bien claro: que transmitiera el grito desgarrado del monte. Después, ya como solista, profundicé mi veta autoral. En 1963 compuse “El cosechero”, que fue un éxito enorme. Y “El jangadero”, que Mercedes Sosa cantó como nadie. Desde entonces no paré de componer.
En su libro El grito y la porfía, Ariel Gravano considera a “Canto al río Uruguay”, “El mensú” y “El cosechero” como canciones pioneras del canto testimonial de los años ’60 y ’70. De algún modo, estos temas lograron articularse al Nuevo Cancionero de Armando Tejada Gómez y otros renovadores, pero sin que Ramón dejara de ser una figura solitaria e inaprensible. En su segundo disco, Canciones con fundamento (1965), Mercedes Sosa grabó tres canciones seguidas de Ramón: “El cachapecero”, “El cosechero” y “El “jangadero”. Desde ese momento, el misionero se convirtió en autor representativo del folklore más contestatario. “Allá por 1963 viajé a Cuba, invitado por el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP)”, comienza una de sus anécdotas favoritas. “Estuve en una delegación con Rodolfo Walsh, José María Rosa y Rigoberta Menchú, e hice amistad con Nicolás Guillén. Un día me avisan que Ernesto Guevara quería saludarme especialmente. Me reuní entonces con el Che, que me contó algo increíble: en los fogones de la Sierra Maestra, unas semanas antes del triunfo de la Revolución, se cantaba mucho ‘El mensú’. Me dijo que él amaba esa canción, que en un verso dice: ‘Paz para mi tierra cada día más /roja con la sangre del pobre mensú’. Sentí una gran emoción: un revolucionario como él cantando ‘El mensú’, yo no lo podía creer.”
Es una tentación compararlo a usted con Atahualpa Yupanqui: un “Yupanqui del Litoral”, podríamos decir. Son dos autores y compositores de larga carrera solista, creadores de canciones folklóricas de contenido social y asimismo de una gran empatía con la naturaleza. Y además, dos grandes viajeros. Los viajes de Atahualpa son bastante conocidos, pero los suyos no tanto.
–Yo viajé ininterrumpidamente durante diez años. Me fui en 1967 y volví el año del golpe, cuando los milicos prohibieron “El mensú”. Viajé con mi guitarra y llevé mis canciones a los países más remotos. Estuve en Tanzania, Kenia, Uganda, Abu Dhabi, Chipre, Líbano y muchos lugares más. Una de las ciudades que más tiempo habité fue Barcelona. Allí tuve un atelier en el barrio Chino, en medio de prostíbulos. Recuerdo que una noche de 1973 estaba pintando y de pronto oigo la voz de Mercedes Sosa cantando “El jangadero”. Alguien la estaba escuchando. La verdad es que soy un artista atípico, ¿no? Se da en mí la coincidencia de la música y la pintura, como aquella noche en Barcelona.
Esa atipicidad lo llevó a crear un ritmo, el gualambao. ¿Cómo y por qué se le ocurrió?
–Vengo de una provincia que está puesta como una cuña entre lo afro, que es Brasil, y lo guaraní, que es Paraguay. Me dije: Misiones tiene que parir algo que sea esto, lo afro-guaraní. A mí me gusta el chamamé, compuse “Señor de los campos”, que tiene todo lo que tiene que tener un chamamé. Pero es de Corrientes. Entonces inventé un ritmo de 12/8, que combina lo ternario con lo binario. El gualambao tiene melodía guaraní y ritmo afro. Es algo propio de Misiones, de la Triple Frontera. Y yo soy un músico de la Triple Frontera, o del Mercosur. Ese es mi mundo.
La paternidad de Ayala sobre el gualambao fue recientemente cuestionada por Chango Spasiuk. El asunto tiene enfrentados a los dos músicos vivos más notables de Misiones. Ayala se malhumoró con Chango, y es posible que lo asista algo de razón. Al fin y al cabo, un ritmo no es sólo un esquema acentual. Decimos “ritmo”, y pensamos en un conjunto de elementos, a modo de especie. En ese sentido, como síntesis del mundo afro con el guaraní, el gualambao es bastante más que un compás de 12 por 8. ¿Cómo quitarle el crédito a Ramón? El bien podría decir, con Heitor Villa-Lobos, “el folklore soy yo”.
El final de la entrevista es un minirrecital de Ramón con su guitarrón de diez cuerdas que mandó a hacerse especialmente –“me lo copió Narciso Yepes”, bromea– y que toca como si fuera un arpa, con un doble rasguido personalísimo. Lo alterna con el recitado de algunas décimas sueltas de La historia de la abuela o la Guerra Grande, un inmenso poema épico que está escribiendo a partir de historias que le contaba su madre sobre la Guerra del Paraguay. Este hombre que viajó por el mundo entero, que admira a Claude Debussy y a Duke Ellington tanto como a los compositores paraguayos, que fue niño cuando el folklore litoraleño era menor de edad y que ha forjado algunas de las metáforas más impresionantes de nuestro folklore –“plata blanda mojada de luna y sudor” para el algodón, “muerto el gigante del monte en su viaje final”, para el árbol derribado–, es un ser íntegramente musical. Lo es cuando improvisa fragmentos melódicos antes de desayunar, o cuando llena de melodías y poemas ese cuaderno pentagramado que siempre tiene a mano, mientras imagina cómo terminará el cuadro de la jangada que navega por el río. “Me tengo muy analizado”, declara sin inhibiciones, poniendo en jaque el trabajo de los psicoanalistas. “Y llegué a una conclusión: soy una línea melódica permanente.”
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