› Por Marcelo Figueras
¿Quién está contando el hoy, en la Argentina? José Natanson formuló la pregunta aquí mismo, necesariamente, semanas atrás.
Para reflejar el clima político-cultural de la época, no hace falta que una ficción aborde el presente de modo literal. Se puede pensar el hoy desde una narración histórica (Shakespeare lo hizo, llevando a escena a monarcas para él pretéritos como Enrique IV) y desde la ciencia ficción, como Bradbury en Fahrenheit 451. También es evidente que en estos años se escriben y producen ficciones a destajo. El problema –que, a mi juicio, lo hay– no es de cantidad, y tal vez no lo sea tampoco de calidad. Pasa por el hecho de que, cuando en el futuro nos preguntemos por las ficciones del período 2003/2013 que enamoraron a un público mayoritario, lo primero que vendrá a la mente serán las pelis de Campanella y algunas tiras de Pol-ka. Ficciones de calidad indiscutible, pero concebidas desde las antípodas al fenómeno kirchnerista. Que aun así tienen la inteligencia de incorporar signos de la época de un modo más resonante –y así más memorable, en el sentido literal– que el empleado por tantas ficciones testimoniales. Que artistas críticos y empresas multimediáticas generen ficciones populares es maravilloso: una prueba más de la salud de nuestra democracia. Pero, ¿dónde están las ficciones con vocación de masividad que se producen desde nuestro campo, tan convencido de estar jugando para la causa popular? ¿Por qué brillan por su ausencia la historia de amor imborrable, el drama que revienta taquillas a lo Un lugar en el mundo y la comedia que encierra nuestro tiempo en una nuez, como lo hizo Esperando la carroza?
A los investigadores del mañana no les faltará material, las obras fechadas en estos años serán miles. Pero si se preocupan por las formas más populares del relato (o sea las audiovisuales, generalmente ligadas a los géneros) y cómo se las practicó durante esta década, encontrarán que lo poco que tuvo eco popular fue creado por artistas nada tímidos en su antikirchnerismo. Por supuesto, los medios dominantes no son neutrales a la hora de convertir películas y series en trending topics. (O en condenarlas al silencio.) Pero cargarles el sayo sería miope. Habría que decir también que Brasil, Chile y Colombia nos llevan gran distancia en materia de producción televisiva internacional: las series argentinas no existen en las versiones latinas de, por ejemplo, HBO y Fox, lo cual sugiere que la mayoría de nuestra producción vive pendiente del mercado interno y la ayuda estatal. Porque nuestro Estado hace, en efecto, un enorme esfuerzo en beneficio de la producción audiovisual. Pero distribuye de modo bien horizontal: repartiendo infinidad de ayudas, en todas direcciones y por el país entero. Respecto de lo cual, se imaginarán, no diré nada malo. Sólo que me pregunto si, así como se entiende que es hora de sintonía fina en la política con mayúsculas, no lo será también en materia de la batalla cultural.
La ley de medios funcionando a toda marcha colaborará con la fragmentación de los relatos. Habrá más voces, y por ende mejor representación, comunicándose con públicos más pequeños. Lo cual, insisto, es maravilloso per se. Pero una batalla cultural –¿y quién puede negar, sabiendo lo que hay en juego, que el término es más que adecuado?– no puede librarse sólo en un nivel micro. También hay que estar atento a los grandes relatos de la hora, las narraciones que la gente (no los historiadores ni los ensayistas, sino el pueblo) recordará cuando rememore este tiempo y, en consecuencia, lo interprete. En el mundo están de moda las Narrativas del Yo, pero aquí, al igual que en la política, necesitamos abrir un sendero alternativo: una Narrativa del (o si prefieren, de los) Nosotros.
¿Hay que dar voz a quienes no la tienen? Claro. ¿Es bueno formar conciencias? Por supuesto. Pero también hay que entretener, que producir placer. Lo cual debería constituir una instancia superadora, especialmente para un gobierno popular: porque se puede entretener y producir placer a la vez que se da voz (sagazmente) a los silenciados y (con elegancia, en vez de a los mazazos) se forman conciencias. Apelo a dos ejemplos históricos. Hugo del Carril estrenó Las aguas bajan turbias en 1952. La peli tenía un trasfondo político, pero lo que llevó a la gente al cine fue la historia de amor. Leonardo Favio estrenó Juan Moreira en 1973. Nadie diría que el Moreira no habla de su tiempo, y con astucia, pero la gente fue a ver un western criollo, filmado como gran espectáculo.
Los Del Carril y Favio (y los Migré, agregaría) no crecen en las macetas. Pero aun si existiesen artistas de esas dimensiones, ¿estarían dadas las condiciones para que hagan pelis y series o tiras de vocación masiva, con la difusión y la exhibición necesarias para apuntar al éxito? Yo creo que no. Y por eso, ante todo, me interpelo. Todos aquellos vinculados con las narrativas con vocación popular (autores, realizadores, productores, actores, distribuidores, comunicadores) deberíamos hacer más y mejor para estar a la altura de los tiempos. ¿No es un contrasentido tener una presidenta como Cristina, de innegable talento para ocupar y transformar el centro de la escena política, y dejar pasar una oportunidad histórica de hacer lo mismo en la cultura popular?
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