› Por Guillermo Saccomanno
La mujer en el dibujo está de espaldas al artista, en el rincón de la cocina, inclinada sobre la pileta. Se puede ver que en la mano izquierda tiene una cuchara. La derecha, en cambio, por la posición, permanece oculta. La cocina tiene paredes azulejadas. Sobre la mesada en ángulo, hay algunos cacharros que no terminan de discernirse, aunque no todo: un botellón, unas cazuelas. La mujer tiene el pelo largo, un vestido de mangas cortas. Llaman la atención sus pies calzados con unas zapatillas enormes. Al observar este dibujo a lápiz, a mano alzada, vale la pena acordarse de Van Gogh y sus comedores de papas, los cuerpos macilentos de los trabajadores de la cuenca del Borinage. También esas zapatillas –si no son zapatos– recuerdan los zuecos, por qué no. “Encuentra bello todo lo que puedas”, le recomendaba Van Gogh en una carta a su hermano Theo. Vuelvo a observar el dibujo a lápiz, esa mujer de espaldas. El artista lo ha titulado “Amalia, mi cuñada, preparando dulce”. El dibujo a lápiz es tosco, tiene un aire de soltura que no termina de ocultar una cierta impericia. En el momento de este apunte el artista tiene treinta y uno y aún no afirmó su oficio y no maceró su talento.
Aunque nació en Montevideo, el pibe se crió en Mataderos. En las calles de tierra con zanjas, ahí cerca del Arroyo Cildáñez, donde fluyen en su corriente los desperdicios sanguinolentos de los frigoríficos y las curtiembres. El pibe, a los once, doce años, los días de lluvia se sienta en la mesa de la cocina junto a su hermano y dibuja copiando lo que dibuja su hermano, que a su vez copia las ilustraciones de las cubiertas de los folletines. El pibe lee las aventuras y las policiales de la época, pero también a Brett Harte, Dickens y Maupassant. El padre es tripero. Y la familia se muda varias veces, pero siempre en el barrio. El pibe ayuda al padre en su trabajo: Un laburo feo, va a recordar. “Yo tenía que rasquetear tripas. Tripas llenas de mierda. Venían derecho del matadero, en barriles. Se les ponía una tapa de quebracho y eso iba a parar a otro medio barril. Entonces, con un cilindro de quebracho que tenía insertada una cuchilla de serrucho, apenas asomada la cuchilla, afilada como las hojitas de afeitar, se pasaba despacito vaciando la tripa. Como las vacas tienen quistes, las tripas tienen tumores y al cortarse una largaba la mierda. Me llenaba la cara de mierda.”
Quiere estudiar Bellas Artes, pero el padre se opone. Bellas Artes, contará más tarde, ya dibujante consagrado, “era una cosa lejana, sofisticada, incomprensible. Y mi viejo era un hombre humilde, un laburante”. Lo que el padre quiere es que el pibe estudie Contabilidad y llegue a ser empleado del frigorífico, no obrero como sus hermanos. No obstante le compra Caras y Caretas, que reproduce cuadros. Y el pibe los copia. Si el pibe está empecinado en dibujar, el padre lo deja. Pero con una condición que se parece demasiado a castigo: no puede salir a la calle, no puede jugar. Tiene que dibujar. Y el pibe obedece, dibuja sobre un cajón de kerosene.
El pibe quiere ser pintor o si no caricaturista. Prueba presentar sus dibujos a un diario de la época. Le piden que deje los dibujos. Y que vuelva la semana próxima. Así una y otra vez hasta que un dibujante de la publicación le dice: “Mirá, pibe, te están cargando”. Y le aconseja: “No vengas más”. No obstante, insistidor, el pibe no va a aflojar. Y seguirá presentándose en otras publicaciones. Hasta que consigue poner un pie en la editorial Láinez, que publica el TitBits. Entonces empieza a dibujar historietas, incursiona en el género que le permitirá afirmar además de su vocación, su talento. De esta época data ese dibujo que observaba al principio de esta historia. Quizás algunos, no pocos, ahora la conozcan. La historia, digo. No sólo es verdadera. Anécdotas por el estilo formarán la mitología del artista ya consagrado. Con sólo nombrarlo ya se sabe de quién se habla: Alberto Breccia.
No se trata aquí sólo de la relación entre oficio y arte, como si se tratara de situaciones antagónicas y no complementarias. Se trata de cómo se construye un creador. Primero, lo demuestra el caso Breccia, está la construcción de la obra. Después, la del mito, creación que le corresponde y no tanto al artista. En este caso, el mito responde a una ideología que no aísla la voluntad de la imaginación y combina además el trabajo con la audacia. En tiempos de la sociedad del espectáculo, pareciera que la cosa es al revés: primero te armás una imagen y después te las ingeniás para que lo que hagas coincida con la figurita. Pero éste no es el lugar para debatir esta cuestión. Quedémonos con lo que el mito del pibe tripero tiene de real y detengámonos en ese dibujo a lápiz de Amalia, la cuñada, preparando dulce.
Lejos de enmascarar ese pasado, de maquillarlo, Alberto supo referirse siempre a su iniciación y aprendizaje con una sinceridad descarnada, que prescindía de la autocompasión. Al contarla, no exageraba. Era fiel al detallar las circunstancias, los hechos, sus motivaciones. También los tropiezos, los percances, los obstáculos contra los que chocaba su inocencia, pero que lograba vencer con tenacidad. Se enorgullecía de su origen tripero como si hubiera una clave ahí. Y la había, la hay. En la pobreza, en ese origen que respira el hedor del matadero y tiene el sonido de las vacas mugiendo hacia el mazazo, allí hay, en efecto, una clave y no es –me digo– otra que ese consejo que Vincent le escribe a Theo: “Encuentra bello todo lo que puedas”.
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